La corrupción hospitalaria tiene alarmado al país. La gente se pregunta cómo es posible que redes mafiosas se hayan enquistado en el sistema de salud pública, al extremo de controlar a discreción los procesos de adquisición de insumos médicos. No solo eso: existe la sospecha fundamentada de que este fenómeno viene desde mucho atrás. O desde siempre.
La explicación es más simple de lo que parece: detrás del sector de la salud hay negocios gigantescos. La mercantilización de la medicina es una de las principales fuentes de ingresos corporativos a nivel mundial. En otras palabras, es uno de los pilares del capitalismo.
Para muestra basta un botón; mejor dicho, dos botones. Pfizer, la farmacéutica gringa líder en la producción de medicamento, factura cada año 60 mil millones de dólares, es decir, el equivalente a lo que producimos nueve millones y medio de ecuatorianos. AbbVie, una biofarmacéutica subsidiaria de la también gringa Abbott, facturó en 2019 la bicoca de 21 mil millones de dólares por la venta de un solo producto: el Humira.
En el mundo farmacéutico hay tanto dinero en juego que los grandes productores pueden darse el lujo de destinar enormes sumas a financiar estrategias de mercado que incluyen todas las modalidades imaginables, algunas lícitas y otras totalmente ilícitas: publicidad desenfrenada, publicidad engañosa, cabildeo político, espionaje industrial, cooptación de autoridades y profesionales de la salud, sobornos…
Cada una de estas megacorporaciones cuenta en su estructura administrativa con una sección dedicada a asegurar su influencia y su posicionamiento en el mercado. Algo parecido al tristemente célebre departamento de coimas de la empresa Odebrecht. Se trata de las divisiones de relaciones públicas –o lobbying, en nomenclatura empresarial– encargadas, entre otras cosas, de influir en las decisiones políticas de la mayoría de los gobiernos del mundo. Una simple modificación arancelaria, un contrato con el Estado o una flexibilización sanitaria pueden definir el incremento abismal de sus ganancias.
Estas estrategias de relacionamiento público no se hacen mayor problema respecto de la escrupulosidad de sus procedimientos. El objetivo final no es el humanitarismo de los principios médicos, sino el negocio, el ranking empresarial, la hegemonía en el mercado y la cotización de las acciones en la bolsa. Que para ello tengan que realizar actos reñidos con la ley, como sobornar a funcionarios públicos, es secundario.
En la práctica, cualquiera de esas corporaciones farmacéuticas tiene dinero para corromper a medio mundo.
En esas condiciones, la lucha contra la corrupción en el sector salud es mucho más compleja que la simple –pero imprescindible– intervención de los organismos de control del Estado. Estamos frente a una lógica pecuniaria que no se detiene frente a consideraciones humanitarias ni éticas. La rentabilidad privada de la pandemia del coronavirus ya mostrará sus cifras, cuando se cierren los balances de la empresas productoras y comercializadoras de insumos médicos.
Mientras no se priorice el sentido público, universal y solidario de los servicios de salud, el terreno para la corrupción seguirá generosamente abonado.
“La rentabilidad privada de la pandemia del coronavirus ya mostrará sus cifras, cuando se cierren los balances de la empresas productoras y comercializadoras de insumos médicos”.
*Juan Cuvi, máster en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum – Cuenca. Ex dirigente de Alfaro Vive Carajo.