El Comercio <www.elcomercio.com>
19 Diciembre 2013
No conozco personalmente a Carlos Zorrilla. Pero conozco la campaña de desprestigio a la que está sometido. Desde la publicidad y las declaraciones oficiales se le han endilgado una serie de responsabilidades ajenas, por el solo hecho de oponerse a la minería en Íntag. Entre otras acusaciones infundadas, se le endosa la incorporación de contenidos que no tienen nada que ver con la guía para activistas comunitarios que, conjuntamente con otros autores, elaboró con el propósito de orientar la defensa de territorios y comunidades amenazados por la industria extractiva.
Además de información manipulada y tergiversada, es inevitable descubrir entre los pronunciamientos del Gobierno un detestable tufo xenófobo, que no solo contradice preceptos constitucionales, sino que va a contracorriente de las más avanzadas tendencias mundiales a favor del respeto, la solidaridad y la convivencia pacífica entre pueblos. ¿En dónde quedó la tan cacareada ciudadanía universal con que se pretendió darle al mundo un mensaje ejemplar desde la Asamblea Constituyente de Montecristi?
A propósito de estos desatinos oficiales, el cineasta Pocho Álvarez recoge y difunde por vía electrónica ese sabio adagio que afirma que la Patria no es el sitio donde uno nace, sino donde uno es feliz. Al parecer, el mayor error de Carlos Zorrilla, desde la perspectiva del correísmo, es haber escogido un rincón del Ecuador para construir su felicidad.
De Carlos sé que es un activista ambiental cubano-norteamericano, que vive en nuestro país desde hace 35 años, que tiene cuatro hijos ecuatorianos y que ha hecho de la lucha ecológica su proyecto de vida. En estrecha colaboración con las comunidades de Íntag ha constituido una serie de redes, instituciones y asociaciones dedicadas a levantar estrategias para la conservación de bosques y reservas naturales de la zona. En resumen, no ha hecho más que comprometerse con el Sumak Kawsay.
A la arremetida del Gobierno en contra de este activista ecológico hay que entenderla desde una lógica simbólica. Aquí se contraponen dos formas distintas de entender el mundo o, si se quiere, dos relatos irreconciliables: por un lado, la historia personal de Zorrilla y, por otro, el discurso del poder; es el carácter universal de la defensa de la vida y la naturaleza, cuyo sentido puede ser entendido y valorado por cualquier persona o grupo humano del planeta, frente a la estrecha y parroquiana visión de la infraestructura física o –peor aún– de un jugoso negocio; son aquellos derechos que tienen una trascendencia civilizatoria frente a las necesidades puntuales y coyunturales del Gobierno; es la valoración del futuro frente a la típica tasación pecuniaria del pasado; es el humanismo como proyecto frente al utilitarismo como urgencia.
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