Por Paúl A. González y Fernando Bajaña*
Se ha convertido en algo frecuente observar en publicaciones de diarios y revistas, la exposición de un discurso sobre la condición humana que resalta una concepción individualista del hombre. En ese aspecto, a la hora de justificar dicha sentencia, no se escatima en la búsqueda de premisas y supuestas evidencias en la más amplia diversidad de disciplinas y campos del conocimiento. Por un lado, es común advertir sendas interpretaciones reduccionistas de las dinámicas evolutivas, en las cuales se pasa por alto la determinante influencia de las mutaciones genéticas y las afectaciones ambientales en el desarrollo y permanencia de las especies, para concentrarse en el clásico estribillo de que en la naturaleza “sobrevive el más fuerte”. El ejercicio referido, inclusive, llega hasta revisiones psicológicas, mediante las cuales se intenta probar una suerte de racionalismo utilitarista, según el cual los individuos de la especie humana están condicionados mentalmente a emplear criterios de maximización en la toma de sus decisiones.
En estos discursos caracterizados por un darwinismo a medias y el racionalismo utilitarista, queda vedada toda percepción de la condición humana que pueda advertir propiedades corporativistas y solidarias en la esencia de las personas. Por ejemplo, el que alguien salte dentro de un edificio en llamas para rescatar a un desconocido, no encuentra explicación dentro de estos esquemas, y se reputa como un acto irracional y excepcional del cual no existe la posibilidad de colegir un valor común. Así tampoco, la existencia de un sistema de aportación económica que no implique algún tipo de contraprestación directa en favor el aportante; de ahí que los sistemas impositivos, que tengan por único objeto la redistribución de la renta en una sociedad, carecen de sentido desde este racionalismo utilitarista.
Una de las principales consecuencias que han engendrado estas corrientes, cada vez más difundidas en la esfera latinoamericana, es que a la desigualdad per se no se le atribuya algún tipo de calificación moral. Para los defensores de estas teorías lo inmoral no es que una sociedad sea desigual, sino que su renta y crecimiento económico sea bajo, y que existan intervenciones por parte del Estado para evitar una competencia que aliente el incremento de las rentas.
De este modo, bajo la perspectiva de quienes defienden estas ideas, conceptos como la división injusta del trabajo, la plusvalía, el acaparamiento de medios de producción, el capitalismo y la incapacidad autoregulativa del mercado, están totalmente fuera de foco y se achacan a “injurias arbitrarias” sostenidas por gobiernos, políticos y países de “extrema izquierda” que sólo quieren el hambre, la pobreza, el desempleo y en general imponer la tiranía sobre los ciudadanos; no faltarán nombres fantasmagóricos, como Cuba, Venezuela, Rusia, Nicaragua y Bolivia para que sus refutaciones se estimen completamente probadas.
Es que desde la concepción de los defensores del racionalismo utilitaristas, las libertades humanas se limitan a un plano individual, básicamente a las que motivaron las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, siendo el pilar de todas estas la propiedad privada, la gema más preciada de la corona liberal, aquella que demuestra que el más claro ejemplo de organización de los seres humanos y su triunfo y dominio sobre la naturaleza; en fin, la propiedad privada permite la mercantilización de bienes corporales e incorporales y, por ende, sirve para mitigar la escasez de recursos para satisfacer las necesidades materiales de las personas, puesto que si la realidad se mercantiliza esta podrá ser objeto de intercambio en un medio virtual de concurrencia económica llamado mercado, que se autorregula a través de la oferta y la demanda.
Es sorprendente que pese a que los defensores del egoísmo racional suelen tomarse a sí mismos por instruidos e inteligentes, al punto de creer que la ideología que defienden debe de ser aceptada como si se tratase de un axioma matemático indemne de refutaciones, no hayan caído en cuenta que suena contradictorio que por un lado defiendan un utilitarismo racional que niega toda forma de cohesión social no lucrativa, y, a la vez, se den golpes de pecho para mantener viva una idea de equilibrio autosostenible de mercado, que se basa en un método de agregación de preferencias consistentes. En otras palabras, estos expositores no conciben que un grupo de leones cacen juntos para el bien de la manada, porque cada uno velará por su propia hambre; pero si creen que un grupo de leones encerrados en un espacio físico determinado con una disposición finita de presas (el mercado) se pueden coordinar armónicamente, sin que ninguno de los leones se aproveche de las ventajas azarosas o exógenas que tenga a su disposición, y simplemente permita circular el alimento de conformidad con la ley de la oferta y la demanda, por un bien distinto a él (nuevamente el mercado). Es decir, para los esquemas utilitaristas no sería sincero llegar a concebir que los leones puedan actuar en protección de la manada, puesto que irían en contra de su naturaleza individualista; pero sí lo es, si el interés que defienden ya no es la manada, sino el mercado.
Traduciendo la analogía de felinos a homo sapiens, los defensores del egoísmo racional, niegan la posibilidad de que en la naturaleza humana se encuentre inscrita algún tipo de solidaridad inherente, -aunque hay abundante prueba de aquello en la antropología-; puesto que el hombre es individualista por naturaleza; pero aceptan que aquellos hombre supuestamente individualistas, al solo contacto con el mercado entren una suerte de sublimación que los convierte en cuasi ángeles, que en contra de su naturaleza egoístas empiezan a velar por un interés fuera de sí: el equilibrio del mercado; a tal punto que se negarán a cometer cualquier tipo de falta en su contra, pues, a ninguno de estos cuasi ángeles se les ocurrirá acaparar para aumentar precios, monopolizar medios de producción, o establecer un precio arbitrario (valor de cambio) de un bien material que no fue producido por ellos mismos: la tierra. Cuando se lo ve así, parece que los defensores del racionalismo utilitario son muy incrédulos, o, quizá, no tan sinceros como aparentan ser.
“Es que desde la concepción de los defensores del racionalismo utilitaristas, las libertades humanas se limitan a un plano individual, básicamente a las que motivaron las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII e inicios del siglo XIX, siendo el pilar de todas estas la propiedad privada…”
La maratón ecuatoriana: una carrera desigual
En el Ecuador, las desigualdades entre las personas pueden ser muy notorias, por solo citar un ejemplo, el gerente de un banco privado puede llegar a ganar más de veinticinco mil dólares americanos mientras que el sueldo de un conserje que se encarga de la limpieza de ese mismo banco estar apenas por encima de los cuatrocientos dólares, sin que tenga derecho a recibir parte de las utilidades de la entidad financiera a la que sirve, porque en Ecuador las tareas de limpieza y mantenimiento pueden ser tercerizadas. Vale aclarar que además de la profunda brecha que marca los salarios de ambas personas, donde la primera puede llegar a ganar hasta sesenta y dos veces más que la segunda; el trabajo de la segunda de manera implícita se reputa como un “infratrabajo” es decir como un trabajo de segunda, el cual ni siquiera es digno de ser recompensado con un cantidad suficiente de dinero que le sirva para asegurar la alimentación de su familia; de hecho, el valor de la canasta básica familiar en Ecuador llega casi a 714 dólares mientras que el sueldo básico llega tan solo a los 400, o sea que el sueldo de la clase trabajadora alcanza exclusivamente para cubrir el 56.03% del valor de la comida que requiere una familia ecuatoriana para su subsistencia mensual. Siguiendo con esta línea, creer la posibilidad de que el trabajador tenga dinero suficiente para contratar una escuela privada para la educación de sus hijos parece casi imposible, asimismo el que pueda pagar precios relacionados a vivienda y servicios básicos de agua potable, saneamiento, electricidad y telecomunicaciones.
Dentro de este contexto, según el Instituto Nacional de Estadísticas y Censos -INEC-, para diciembre de 2019 la pobreza a nivel nacional se ubicó en 25,0%, es decir una de cada cuatro personas en el Ecuador percibía un ingreso familiar per cápita menor a USD 84,82 mensuales; y, la pobreza extrema alcanzó un 8,9%, lo que implica que casi una de cada diez personas en el país reportan al mes un ingreso menor a USD 47,80. En áreas rurales, los niveles de pobreza se acentúan aún más, alcanzando los niveles de pobreza un 41,8% y de pobreza extrema un 18,7%. Siendo lo anecdótico del caso, que las líneas de ingreso empleados por los datos oficiales para establecer las categorías de pobreza y de extrema pobreza están muy por debajo del valor del salario básico unificado y la canasta básica familiar.
Las cifras de pobreza por necesidades básicas insatisfechas son aún más graves, mismas que registraron un 34,2% a nivel nacional, teniendo una preponderancia del 21,4% en áreas urbanas y de un 61,6% en el sector rural. Lo anterior se traduce en el hecho de que en el Ecuador casi cuatro de cada diez personas viven en viviendas construidas con materiales deficitarios, en condiciones de hacinamiento y sin acceso a servicios de agua, higiene y saneamiento adecuados, en hogares donde existen niños entre 6 a 12 años que no asisten a clases, y en donde el jefe de hogar tiene dos o menos años de escolaridad y la relación entre número de perceptores y el número de perceptores es mayor a tres.
Finalmente, las cosas empeoran si se realiza una medición multidimensional utilizando como indicadores, el acceso a educación, trabajo, seguridad social, salud, agua, alimentación, hábitat, vivienda y ambiente sano. Así, en diciembre 2019, según cifras del INEC la pobreza multidimensional fue de 38,1% a nivel nacional; 22,7% en el área urbana y 71,1% en el sector rural; y, la pobreza extrema multidimensional fue de 16,9% a nivel nacional; 5,1% en el área urbana y 42,0% en el sector rural.
En este sentido, si se tiene en cuenta que los índices de desigualdad respecto a la concentración de la tierra y el agua, principales factores de producción de las áreas rurales en el Ecuador ocupa un índice de Gini de 0,80, en una escala de 0 a 1, donde el 1 es la desigualdad absoluta, se evidencia que existe una importante correlación entre los índices de pobreza en el agro, superiores al 60% tanto por necesidades no satisfechas como por pobreza multudimensional, y la desigualdad de la concentración de los medios de producción agrícola.
“Así, en diciembre 2019, según cifras del INEC la pobreza multidimensional fue de 38,1% a nivel nacional; 22,7% en el área urbana y 71,1% en el sector rural; y, la pobreza extrema multidimensional fue de 16,9% a nivel nacional; 5,1% en el área urbana y 42,0% en el sector rural”.
Breve radiografía al coronavirus, el regalo envenenado de la Navidad 2019
En la actualidad, el mundo es testigo de un clima frenético en el que la sociedad da serias muestras de pánico debido a una emergencia que a más de lo sanitario involucra distintos escenarios críticos como lo son el ámbito social, económico, o, inclusive, el funerario. Todo ello a raíz del brote de un singular virus que, entre el ánimo festivo que implica cada diciembre, se inmiscuyó, hacia finales del año anterior, entre los seres humanos. Pero ¿cuál es la naturaleza de este virus y por qué ha obligado a los seis continentes a retirarse de sus escenarios cotidianos?
En principio, es necesario destacar que el virus al que estamos enfrentando hoy por hoy es una de las múltiples variantes que se considera tiene el denominado coronavirus. La particularidad de su nombre obliga a referir que los científicos han podido evidenciar, desde la lente microscópica, que el virus posee unas puntas que sobresalen de su superficie, lo cual le da una imagen similar al de una corona. Asimismo, también llama la atención que en la década de los años treinta, cuando el virus fue descubierto, se identificó que aquel era causante de enfermedades respiratorias, gastrointestinales y neurológicas en animales. Desde allí, intentar hallar el eslabón entre la cadena que dio paso a que el virus migre de los animales hacia las personas resultaría una tarea imprecisa, y, por ello, será más útil mencionar que se ha verificado que existen entre cuatro y siete tipos de coronavirus que causan afecciones en los seres humanos. Inclusive, algunos estudios científicos consideran que la mayoría de personas ha sido alguna vez infectada con algún tipo del mencionado virus, como causante de resfriados comunes.
Sin embargo, dentro del ya referido universo tipológico del virus, hasta el año anterior, solo dos de ellos tenían consecuencias fatales; a saber, el denominado SARS (Síndrome Agudo de Respiración Severa), cuya aparición hacía el año 2003, también en China, infectaría alrededor de nueve mil personas y dejaría un saldo fatal de cerca de ochocientos muertos; nueve años más tarde, en Arabia Saudí, se registraría la aparición del MERS (Síndrome Respiratorio de Medio Oriente, por sus siglas en inglés), al que se le ha atribuido una tasa de mortalidad de infectados que va desde el 20 y el 40%.
Ahora, respecto de esta suerte de regalo envenenado que tuvo la humanidad en diciembre del año anterior por parte de la naturaleza, al que cientificamente se ha etiquetado bajo el rótulo de SARS-CoV-2 (causante del COVID-19) , los expertos creen que un animal infectado transmitió el virus a los humanos en un mercado donde se venden animales, peces y pájaros vivos en Wuhan. Sobre aquello mucho se ha especulado, en gran medida aupado por el despliegue desenfrenado de bulos informáticos xenófobos y racistas, a tal punto que se ha señalado a la “Sopa de Wuhan”, entendiendo por tal a una especialidad culinaria propia del país asiático en que se incluye como aperitivo a un murciélago, como la génesis de la pandemia que actualmente azota a la humanidad.
En gran medida, la tesis anterior trata de hallar sustento en la información científica que se tiene de que los murciélagos son portadores de un sinnumero de virus, incluyendo los coronavirus, y, además porque dichos mamíferos fueron encontrados como el punto inicial del SARS. Empero, científicamente no existe muestra alguna que haga colegir a los murciélagos como causantes de los lastres que hoy enfrentamos. De la misma manera, se apuntó al pangolín -otro delicatessen asiático- como el culpable de ser el vehículo entre los murciélagos y los seres humanos, pero recientemente, estudios han descartado esa posibilidad y el referido animal ha sido absuelto, al menos hasta que exista una prueba contraria, de todo tipo de cargos. Aunque múltiples han sido los esfuerzos por hallar el punto primigenio, dicha tarea será harto complicada, en la medida en que el mercado de Wuhan, donde se cree que se propició el primer contagio fue cerrado y desinfectado apenas días después del brote, como parte de las medidas preventivas adoptadas por el gobierno chino.
Mientras el casting de animales posiblemente culpables se desarrollaba, el virus, por su parte, iba ganando terreno y el brote se extendía por la transmisión de persona a persona. A este punto, podría aseverarse que el virus asestó un golpe importantísimo, pues, halló un vehículo sin que siquiera fuese identificado; y, consiguió que las propias personas se vuelvan vectores de los agentes patógenos. De la poca sintomatología perceptible a la vista que se ha podido conocer, se sabe que las personas infectadas con el virus pueden desarrollar tos, fiebre y dificultad para respirar. Cabe resaltar que no en todas las personas se presenta este último síntoma de disnea, lo que hace parecer que aquellos únicamente se encuentren afectados con algún proceso viral común típico de los resfriados, por ejemplo. Aún más complicada es la batalla, si se toma en consideración que hay algunos de estos vectores que no presentan ninguna sintomatología y pueden lograr infectar a otros, pues, los infectados expelen pequeñas gotas cuando respiran (al momento de exhalar, sobre todo), hablan, tosen o estornudan, lo que permite que el virus viaje a través del aire. Esta facilidad con que se esparce el virus es lo que ha derivado, según estimaciones de la OMS y otras organizaciones médicas, que la tasa de contagio se halle en un rango que va entre el 1.4 a 2.5, o, 2 a 3, lo que implica que una persona infectada bien puede contagiar ya sea a 1 o 3 personas. Como se ha visto, dada la dificultad de advertir el contagio del virus, algunos expertos han recomendado tomar en cuenta la presentación de otros síntomas como problemas gastrointestinales, o, inclusive, diarreas.
Sin perjuicio de sus similitudes con las gripes comunes o los resfriados, en múltiples casos los efectos del SARS-CoV2 pueden degenerar en problemas respiratorios, lesiones pulmonares o una especie de neumonía atípica, situaciones mismas que podrían conllevar complicaciones mortales. Sobre lo anterior, la OMS ha determinado -al menos hasta mediados de marzo- que la tasa de mortalidad del virus es de 3,4% de los contagiados. Sin embargo, este número ha generado cierto desconcierto en la población mundial, por cuanto aquella tasa es el reflejo de la razón resultante entre muertes acaecidas y el número de casos confirmados, siendo este último un grupo que excluye casos leves o casos que no han sido sometidos a las pruebas que, dicho sea de paso, no han sido universalizadas y puestas al alcance de todos.
“Mientras el casting de animales posiblemente culpables se desarrollaba, el virus, por su parte, iba ganando terreno y el brote se extendía por la transmisión de persona a persona”.
La desigualdad social: la peor comorbilidad en el contagio del coronavirus
Así, producto de la actual emergencia sanitaria se ha desplegado una serie de debates, dentro de los cuales se torna muy usual advertir tópicos como las medidas de protección o prevención adoptadas por tal o cual gobierno, sus efectos en los contagios y decesos, la letalidad del virus, y, obviamente, del impacto que provocará en la economía mundial. Sin embargo, un asunto de trascendental importancia que es evadido, o tratado de modo residual, es la desigualdad existente en el acceso a los servicios sanitarios y la protección de la salud individual. Esto último es una característica que esboza la mayoría de sistemas médicos mundiales, dentro de los cuales se incluye el nuestro, con alta repercusión en la salud de los grupos más desfavorecidos.
Así mostradas las cosas, será evidente la falta de enfoque en un carácter particular impropio del virus y una supuesta capacidad de discriminación. Se habla de impropiedad porque el virus por sí mismo no está dotado de cualidad alguna para obrar ningún tipo de discrimen. Empero, si se advierte la existencia de inequidades sanitarias originadas de causas injustas y, a todas luces evitables, podremos sincerar que quienes han sido privados de condiciones idóneas de salud serán más propensos a ser afectados y, en el peor de los casos, vencidos por este novel virus.
En ese contexto, mucho se ha hecho referencia a comorbilidades como causas por las que determinados pacientes con enfermedades preexistentes podrían responder de peor manera ante un eventual caso de contagio por coronavirus. Dentro de las mencionadas comorbilidades se ha incluido enfermedades como diabetes, hipertensión, cáncer, o, en general, cualquier tipo de enfermedad que ataque el sistema inmunológico. No obstante, y sin ánimo de desacreditar los estudios científicos, se estima que no existe peor comorbilidad que el gradiente social de la salud, o, dicho de otro modo, la diferencia en el estado sanitario a que se somete a los individuos, producto de la posición o jerarquía que ocupa en el tejido social.
Adviértase que la salud no es un componente aislado del individuo, sino más bien, aquella depende de una serie de aristas a las que se les denomina determinantes sociales, según los cuales, las condiciones en que el sujeto nace, crece, se desenvuelve, sus hábitos alimenticios, sus ingresos, raza, etnia, posición laboral, entre otros, terminan por determinar mayores o menores niveles de sanidad. No en vano existe la creencia de que las personas con menor status social son las que poseen peores condiciones de salud. Grafica lo anterior un estudio publicado en el año 2008 por la Organización Mundial de la Salud, según el cual, en un país vecino como lo es Perú, la tasa de mortalidad de niños menores de 5 años nacidos en el seno de familias pobres comparada con niños de las élites económicas comporta una razón de cuatro a uno, o, dicho de otra forma, por cada 100 niños pobres que mueren, apenas 25 ricos fallecen, aproximadamente. Otro claro ejemplo que da la OMS es que en Bolivia, de cada 1000 niños nacidos de madres que no han cursado estudios, 100 niños fallecen, mientras que en la misma cantidad de hijos nacidos de madres que por lo menos han recibido instrucción secundaria, fallecen menos de 40 infantes. Un dato no menor es que en Estados Unidos, los afroamericanos representan apenas el 13% del total de la población, pero, al año 2017, casi la mitad de las nuevas infecciones de VIH correspondía a dicho grupo poblacional, sin que existan motivos biológicos o genéticos que justifiquen la abrumadora diferencia en lo relativo a la salud.
De allí entonces, fácilmente se puede colegir que pese a los esfuerzos que puedan realizar los profesionales médicos o la capacidad de respuesta que cada gobierno tenga en los presentes momentos, gran parte de los resultados de la batalla que a día de hoy se libra, son el colofón de una serie de políticas, que responden a sistemas cuya fragilidad ha ocasionado hondas brechas entre la sociedad. Por ello, resulta necesario replantear el modelo en el que unas cuantas vidas son dignas de ser vividas y protegidas, por encima de otras que son sentenciadas desde antes de su nacimiento a padecer las más crueles enfermedades, e, inclusive, a la muerte. En consecuencia, la tarea que de aquí en adelante queda pendiente es adoptar consciencia social al respecto y presionar para que se establezcan políticas encaminadas a disminuir las inequidades en los sistemas sanitarios. Del mismo modo, surge preciso que se adopten políticas tendientes a reducir la pobreza y zanjar las brechas del entramado social, en todas las áreas que involucran el acceso a la educación, empleo, vivienda y demás factores sociales, que influyen en la salud del individuo.
“No existe peor comorbilidad que el gradiente social de la salud, o, dicho de otro modo, la diferencia en el estado sanitario a que se somete a los individuos, producto de la posición o jerarquía que ocupa en el tejido social”.
*Paúl A. González Morán, abogado por la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil; gonzalezmoran24@gmail.com
*Fernando S. Bajaña, abogado por la Universidad Católica de Santiago de Guayaquil, fbajana95@gmail.com