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jueves, noviembre 21, 2024

ESPECIAL | La utopía de un país transparente

Por Julio Oleas-Montalvo*

“Viste, el negocio es ser asambleísta… ese man ha ‘comido’ hasta ahora, entre los tres hospitales, como $2 millones”, comienza la crónica periodística de Mario Alexis González sobre la “sofisticada organización criminal” comandada por el asambleísta de marras, según la pesquisa de la Fiscalía General. Lo que parece el diálogo de un thriller macabro, acotado entre el terremoto de abril de 2016 y la pandemia de covid-19 de 2020, es la cruda realidad de un país acorralado por la corrupción y en la que esa sofisticada organización ha medrado con el dolor y la desgracia de una provincia entera.

Un asambleísta elegido por votación popular para legislar y fiscalizar, ¿dirige -según afirma la Fiscalía- una organización como la descrita por González? ¿Qué lo motiva? ¿Cómo lo hace? ¿Quién lo permite? Un informe de la empresa Estrategia & Táctica, Investigación Económica, Política y Social (19 de julio de 2020) concluye que 51,4% de los ecuatorianos que habitan en ciudades cree que el principal problema del Ecuador es la corrupción. Más grave que la deficiente gestión del Presidente (20%), la falta de empleo (16,5%), el COVID-19 (4,5%) y la gestión del expresidente (4,2%). En otra encuesta, sobre la situación política actual del país, de Celag Opinión Pública (agosto de 2020), 65,8 % de los consultados opinó que el principal problema de la democracia ecuatoriana es la corrupción (entre otras cinco opciones: la desigualdad social, 13,7%; el poder judicial, 6,4%; el correísmo, 6,4%; la persecución política, 6,2%; y no sabe/no contesta, 1,5%). 

El país enfrenta la pandemia de covid-19 en medio de una recesión económica más grave que la provocada por la Gran Depresión de la década de 1930, más de tres de cada diez ecuatorianos viven en pobreza, la crisis política se ha tornado endémica… En estas condiciones la corrupción sería, según la opinión pública, el principal problema nacional. En muchos países empobrecidos la corrupción es un modo de vida, ejercido por familias enteras, que saltan de la administración de aduanas al patrocinio deportivo y de allí a la intermediación de insumos médicos para los hospitales públicos, manteniendo en paralelo empresas electorales con la fachada de partidos políticos. Contaba el seguidor de un caudillo del siglo pasado que, luego de la campaña presidencial, al repartir el botín decía: “no quiero que me den, quiero que me pongan donde hayga”.

Es evidente que no se trata de un problema menor y no solo es un asunto judicial. Es ante todo un problema político, que sirve a los políticos para vociferar. Escandalizar, alborotar los medios un par de semanas y crear una comisión “anti” es la mejor forma para que nada cambie y, despacito, recuperar el estatus quo. Es decir, volver al ejercicio impúdico de confundir la política con la gestión de rentas, prebendas y contratos para tratar de conservar el apoyo de las empresas electorales. Es el modus vivendi de la política ecuatoriana.

El análisis de la corrupción está corrupto. Es necesario recapitular para comenzar de nuevo, desde el principio, contestando preguntas básicas: qué es, quiénes la practican, cuánto cuesta, dónde y cuándo ocurre y por qué. Eventualmente, al aclarar todo esto se podría intentar proponer soluciones que, por lo complicado del tema, podrían parecer utópicas.

“En muchos países empobrecidos la corrupción es un modo de vida, ejercido por familias enteras, que saltan de la administración de aduanas al patrocinio deportivo y de allí a la intermediación de insumos médicos para los hospitales públicos, manteniendo en paralelo empresas electorales con la fachada de partidos políticos”.

— Julio Oleas-Montalvo

“La definición de corrupción termina determinando qué se modela y qué se mide,” afirman G. Hodgson y S. Jiang (La economía de la corrupción y la corrupción de la economía: una perspectiva institucionalista). Más todavía, también determina qué es y dónde se investiga. Para el Foro Económico Mundial y el Banco Mundial la corrupción es “el abuso del poder encomendado a alguien, para su beneficio privado”. Para Transparencia Internacional es “el mal uso del poder otorgado para beneficio privado” (Global Corruption Baromenter Latin America & the Caribbean 2019). 

En un artículo de la Revista de la Cepal, Cristina Santos y Gilberto Fraga concluyen que la corrupción puede tener efectos positivos o negativos en el desarrollo de los países, aunque habría “indicios de un consenso acerca de su influencia negativa” (Corrupción, estructura productiva y desarrollo económico en los países en desarrollo). 

Los estudios econométricos recientes sobre corrupción sugieren que afecta negativamente al desarrollo, genera mayor concentración y desigualdad de ingresos, y más pobreza. Los economistas se empeñan en relacionarla con el desarrollo (en realidad con el crecimiento económico), como si fuera un fenómeno personal e individual, y no el resultado de estructuras institucionales de sociedades concretas. 

La corrupción que más perturbación provoca en la sociedad es la ‘corrupción organizacional’ que, aunque podría promover el crecimiento económico, genera costos sociales (distributivos y morales) imposibles de internalizar, incluso si se lograse recuperar y reasignar todo el dinero generado en sus transacciones. Lo que es imposible, pues las instituciones sociales no pueden reducirse ni explicarse como meros derechos de propiedad, en el sentido requerido por Ronald Coase para posibilitar la internalización de externalidades en los mercados (véase The Problem of Social Cost). 

‘Corrupción’, entendida en sentido individual, viene de ‘corruptus’ (descompuesto o estropeado). Según el discurso convencional, la corrupción habita en el sector público, pues en el sector privado solo residen agentes egoístas que maximizan su utilidad. Esta tradición intelectual expresa el imposible deseo de despojar de contenido moral a la economía, para convertirla en una “ciencia dura.” Supuestamente carente de valores morales, y solo enfocada en el valor del dinero, esta ciencia propone que el sector empresarial privado es un ámbito de libertad individual ilimitada, mientras el sector público debe ser restringido y sujeto a vigilancia.

En este sentido, el servicio público sería exactamente lo mismo que un servicio de lavado de automóviles, y quienes lo prestan son agentes maximizadores de su utilidad, dadas sus condiciones económicas específicas -es decir el nivel de competencia del mercado en el que actúan. Puesto que solo el gobierno tiene capacidad para asignar y transferir recursos entre agentes económicos, sería la burocracia la que comete actos corruptos, según Daron Acemoglu y Thierri Verdier (The Choice Between Markets failure and corruption).

Así mismo, esta carencia de elementos valorativos le faculta a la economía a proponer que en el espacio de la libre competencia la corrupción ayudaría al crecimiento económico, al actuar como “lubricante” de los engranajes del capitalismo (Nathaniel Leff, Economic Development Through Bureaucratic Corruption), sin tomar en cuenta sus efectos distributivos y en la moral del conjunto social. 

Una percepción menos ideológica de la corrupción requiere, en primer lugar, considerarla un fenómeno indeseable que involucra a toda la sociedad, es decir a las esferas pública y privada, no solo a la pública. Si se trata de corrupción individual, corresponde solo a la esfera privada, pero no por ello deja de tener connotaciones y efectos sociales. Si se trata de corrupción organizacional, corresponde a la esfera pública o a la privada o, a ambas, pues por lo general un funcionario público corrupto actúa asociado a un agente privado corruptor. 

En segundo lugar, que existe más de una manera de demarcar la frontera entre lo público y lo privado. Solo piénsese en una empresa privada con capital público, como el Banco del Pacífico: sus acciones empresariales ¿son públicas o privadas? En tercer lugar, entidades que en unos países son públicas, son privadas en otros. En Estados Unidos el servicio postal es público, en Ecuador se lo quiere reducir a la esfera privada. La línea divisoria de esas dos esferas es producto, siempre, de decisiones políticas que perfilan las instituciones sociales. En cuarto lugar, la corrupción es muy contagiosa, y no se circunscribe a un o a unos sectores económicos. ¿Quién imaginó que podía saltar de la refinería de Esmeraldas a los beneficios legales para personas con capacidades especiales?

El gobierno y sus ciudadanos están indisolublemente entrelazados, basta recordar que el derecho de propiedad requiere del Estado para ser respetado y estable en el tiempo. Lo que lleva a dudar de la utilidad de separar lo público de lo privado, cuando lo apropiado sería identificar corruptos y corruptores.

‘Corrupción’, entendida en sentido individual, viene de ‘corruptus’ (descompuesto o estropeado). Según el discurso convencional, la corrupción habita en el sector público, pues en el sector privado solo residen agentes egoístas que maximizan su utilidad.

— Julio Oleas-Montalvo

Carlos Leite y Jenns Weidmann sostienen en un working paper publicado por el FMI (Does Mother Nature Corrupt? Natural Resources, Corruption and Economic Growth) que “la abundancia de recursos naturales crea oportunidades para conductas rentistas y es un factor importante para determinar el nivel de corrupción de un país.” Lo que expresa de otra forma la “maldición de la abundancia” y reitera que, si bien la corrupción se encuentra en todo lado, es más frecuente (¿más escandalosa?) en los llamados países menos desarrollados o emergentes.

Ronald Reagan, recordado promotor de la doctrina neoliberal, creía que el problema es el Estado. En el extremo de esta tradición, Gary Becker afirma que “si abolimos el Estado, abolimos la corrupción.” Sin embargo, la realidad no es como la perciben Reagan y Becker, incluso antes de covid-19. En Rusia, en la década final del siglo pasado, la corrupción aumentó en forma extraordinaria, al paso que se privatizaba todo. En 2019, países con mayor gasto público como porcentaje del PIB, como Dinamarca, Finlandia u Holanda, se encuentran entre los menos corruptos del mundo (cuadro). Singapur, que es el cuarto país menos corrupto entre los 180 monitoreados por Transparencia Internacional, también es el que menos gasto público registra entre los primeros del ranking. Sin embargo, para Human Rights Watch Singapur es un país caracterizado por una “atmósfera política agobiante” en la que los ciudadanos “enfrentan severas restricciones a sus derechos fundamentales de libre expresión, asociación y reunión pública…”, lo que parece no tener importancia para quienes buscan auscultar la transparencia requerida por los negocios globales.

En la lista de Transparencia Internacional el país menos corrupto de América Latina es Chile, que también es el más desigual de la región. Siguiendo la praxis de Reagan y el razonamiento de Becker, el menos corrupto debería ser Guatemala, que es el que menos gasto público registra (entre los países con información fiscal disponible, ver cuadro). Pero mientras Chile ocupa el puesto 26 en el mundo, Guatemala se ubica en el 146. Los preocupantes resultados de los informes de Estrategia & Táctica y de Celag Opinión Pública no concuerdan con los resultados de Transparencia Internacional, según los cuales Ecuador ocupa el cuarto lugar en la región, encabezando un apretado pelotón de cinco países apenas separados por cuatro puntos en el índice global (Ecuador, Colombia, Panamá, Perú y Brasil), muy lejos de Guatemala y Venezuela, que ocupan los puestos 146 y 173, respectivamente, con índices mucho más bajos.  

Con la definición asumida por Transparencia Internacional, para que haya corrupción debe intervenir un funcionario público. Supóngase una empresa comercial en la que su gerente (y también accionista) compra a nombre de la firma una motocicleta para su uso personal. Esta adquisición reduce las utilidades de todos los accionistas (y el pago de impuestos). Esta decisión sería legal pero corrupta, pues disminuye el beneficio de otros accionistas a quienes eventualmente no interesaría el motociclismo.

La Línea de Fuego

Otro ejemplo, más sencillo: los casos de soborno a deportistas profesionales para arreglar resultados. Y otro complicado: en el Arca de Schindler, la novela de Thomas Keneally, Oscar Schindler soborna a soldados nazis para evitar que muchos judíos sean enviados a los campos de concentración. No por tratar de evitar el mal, ese pago no es corrupto, atenuado por una causa noble, pero sigue siendo un acto corrupto.

La corrupción es ubicua. Creer que solo habita en el gobierno es una equivocación promovida por quienes se rasgan las vestiduras para ocultar sus verdaderas intenciones. Una vez incrustada en el tejido social, tienta a otros y reduce los incentivos para respetar las leyes.

La corrupción no siempre es ilegal. Hasta 1997 en muchos países europeos era legal que sus empresas sobornen para conseguir contratos en el extranjero. En Estados Unidos lo fue hasta 1977. Pero por lo general implica la comisión de una infracción penal. Lo que en esencia debería ser un asunto judicial se ha convertido en un problema mundial con connotaciones políticas, económicas y hasta diplomáticas. Quienes están interesados en preservar el hábitat que facilita la práctica de la corrupción organizacional sostienen que es un mal sin historia, del presente. El filósofo Manuel Cruz postula que la historia ha dejado de ser un recurso útil para entender el presente (Adiós historia, adiós. El abandono del pasado en el mundo actual). Este olvido nos ha hundido en una “inquietante oscuridad,” afirma el filósofo peruano Pedro Cornejo. La corrupción no es nueva, pero siempre es novedosa.

Pruebas al canto, en el último medio siglo. En febrero de 1972 el quinto velasquismo fue interrumpido por un golpe militar que aprovechó el descontento general causado por un gobierno entreguista, favorecedor de empresas petroleras que ese año poseían en concesión más de un tercio del territorio nacional, según cuenta Jaime Galarza en El festín del petróleo. Acto seguido, el Plan de Acción del Gobierno Revolucionario y Nacionalista del Ecuador de la dictadura militar propuso eliminar la corrupción administrativa en el manejo de los fondos públicos y limitar el “crecimiento exorbitante de las ganancias.” Las fabulosas rentas del petróleo pronto anularon esas buenas intenciones.

Durante la década perdida (la de 1980) la corrupción retoñó lozana. En 1983 el gobierno comenzó a tomar a su cargo las deudas externas de varios empresarios privados y en 1985 también se hizo cargo del diferencial cambiario; el riesgo que en su momento asumieron los empresarios fue tomado por el Estado, con el argumento de que había que preservar el empleo. En cuatro años la deuda externa del sector privado se redujo en $1.543 millones. Estas operaciones fueron denominadas eufemísticamente “créditos de estabilización” y permanecieron ocultas hasta 1989. Según Luis Fierro (Los grupos financieros en el Ecuador), esta “sucretización” de deudas privadas le generó al Banco Central una pérdida de alrededor de 600.000 millones de sucres, pagada por todos los ecuatorianos con la rampante inflación de esa década.

Por si quedan dudas, de que no hubo corrupción, Fierro nos recuerda que el mayor beneficiario de la sucretización fue el grupo Cofiec, que tenía una deuda superior a los $110 millones… y resulta que “el Presidente de Cofiec fue Presidente de la Junta Monetaria al dictarse la sucretización de la deuda privada”. 

El mejor medio para intensificar la corrupción es la puerta giratoria, que funcionó en forma admirable para promover las privatizaciones neoliberales. Mediante decreto ejecutivo, en enero de 1986 se creó la Corporación Nacional Bolsa de Productos Agropecuarios, para promover el Sistema de Comercialización de Productos Agropecuarios y Agroindustriales. Este proyecto fue liderado por el Ministro de Agricultura, un prestante bananero y banquero guayaquileño. El gobierno del Frente de Reconstrucción Nacional buscaba sustituir la Empresa Nacional de Almacenamiento y Comercialización (ENAC), de propiedad estatal, por una persona jurídica de derecho privado. El mismo objetivo (la comercialización y el almacenamiento de productos agrícolas) con diferentes medios (una empresa privada, supuestamente sin fines de lucro, en lugar de la empresa pública creada por los militares) es una decisión política que a unos agrada y a otros no. El problema es que esa corporación privada inició sus operaciones en abril de 1986 gracias a una donación de 50 millones de sucres del Banco Central, que solo fue conocida por la ciudadanía cinco años más tarde, en la Memoria Anual 1991 de la entidad emisora. 

La corrupción alcanzó gran intensidad en los últimos años del siglo XX. Entre 1993 y 1995 se privatizaron empresas públicas cementeras, de abonos, agroindustriales, de servicios financieros y de transporte aéreo por un total de $169 millones. Fueron procesos suficientemente cuestionados como para que la desconfianza entre los grupos de poder detenga uno de los mandamientos del Consenso de Washington. Cuando se quiso privatizar el Instituto Ecuatoriano de Seguridad Social recurriendo a una consulta popular (noviembre de 1995), 60% de los votantes se opuso y las privatizaciones se interrumpieron en forma indefinida. 

En julio de 1995, dos diputados socialcristianos impulsaron una investigación en la Corte Suprema de Justicia contra el vicepresidente de la República por uso indebido de fondos reservados. Fue acusado de peculado y enriquecimiento ilícito, apresuradamente renunció ante el Congreso y huyó a Costa Rica, según relata Diego Cornejo (Crónica de un delito de blancos). En este publicitado caso estuvieron involucradas otras 242 personas. El vicepresidente declaró que se habría tratado de una vendetta política (Política y Sociedad, 2 de septiembre de 2010).   

La crisis financiera que aniquiló al sucre podría ser vista como un enorme pacto colusorio entre las autoridades económicas de varios gobiernos y los dueños y administradores de los bancos que abusaron de las libertades otorgadas por la ley de instituciones del sistema financiero de 1994, para causar un gigantesco perjuicio a sus clientes y esquilmar la reserva monetaria internacional del país. Ese pacto tuvo dos eventos cruciales, que expresan la colusión entre el poder político y quienes al final no pudieron salvar sus negocios bancarios: la creación de la Agencia de Garantía de Depósitos en diciembre de 1998, y el feriado bancario y congelamiento de depósitos en la semana del 8-12 de marzo de 1999. 

La carencia de moneda nacional no inhibió el enriquecimiento privado a costa del erario. Solo lo confinó a las compras públicas con sobreprecios, a la contratación de obras sobrevaloradas y a otros desfalcos de cuantía más baja. El gasto público se ciñó a la nueva realidad monetaria, pero el Estado no se redujo, con la presencia del Fondo de Solidaridad y de la AGD. Esta era la realidad que en 2007 fue motejada de “larga noche neoliberal”. 

El Plan de Gobierno del Movimiento País 2007-2011, un primer gran paso para la transformación radical del Ecuador planteó una revolución ética que ofreció combatir de manera “frontal” la corrupción. Proclamó que “Todos hemos sido testigos de los atracos y negociados de políticos inescrupulosos y de grupos de poderes [sic] corruptos e insaciables, por ello la propuesta empieza con la firme convicción de mantener las manos limpias desde la misma campaña electoral y durante el gobierno.” Lo que ocurrió luego de que el Ejecutivo cooptara el Consejo de Participación Ciudadana y Control Social es conocido por todos, con las distorsiones provocadas por medios de comunicación corporativos y por entidades de control mediocres y feudatarias del poder político. 

La crisis financiera que aniquiló al sucre podría ser vista como un enorme pacto colusorio entre las autoridades económicas de varios gobiernos y los dueños y administradores de los bancos que abusaron de las libertades otorgadas por la ley de instituciones del sistema financiero de 1994.

— Julio Oleas Montalvo
La Línea de Fuego
La corrupción representa el 5% del PIB anual mundial. En el 2012, se pagó un millón de millones de dólares, según el Foro Económico Mundial. FOTO: Pixabay.

Transparencia Internacional destaca en su informe más reciente que la corrupción dificulta el crecimiento económico y la prestación de servicios públicos. Incluso que puede privar a la gente de sus derechos humanos y su dignidad, ya que ha dejado de ser solo el abuso cometido por funcionarios del gobierno al prestar servicios públicos (el control del transporte, la atención en un hospital público, el registro de un contrato o una certificación…) para conseguir una coima, o el tráfico de influencias para obtener un carné de discapacidad.

Con el desarrollo tecnológico y de las comunicaciones parecería que en la actualidad la corrupción es más frecuente que en el pasado. Lo que no se discute es que en la actualidad genera cantidades fabulosas de dinero. Es un negocio multimillonario que fluye desde países ricos o empobrecidos, hacia los paraísos fiscales en Panamá, Bahamas, Andorra, China o Dakota del Sur, con un costo total anual de más de 5 por ciento del PIB mundial. En 2012, el Foro Económico Mundial estimó que cada año se paga en sobornos un millón de millones de dólares.

El caso más conocido es la operación Lava Jato, que en 2013 descubrió blanqueos de dinero en Petrobras, la empresa pública más grande de América Latina. Petrobras contrataba obras con empresas constructoras, pero pedía sobornos para repartirlo entre políticos y empresarios. Este dinero era blanqueado en hoteles, lavanderías y estaciones de gasolina, antes de ser transferido a China y Hong Kong por medio de empresas fantasma. La investigación reveló que las constructoras habían corrompido a funcionarios públicos de varios países latinoamericanos para obtener contratos. Las coimas pagadas eran cargadas a los presupuestos de los contratos mediante adendas. Así, las empresas obtenían la obra burlando las leyes nacionales, el funcionario público conseguía el dinero del soborno y el Estado pagaba mucho más por la nueva infraestructura.

La red descubierta por Lava Jato habría licuado cerca de $8.000 millones entre 2004 y 2012. Una de las empresas involucradas en este caso es Odebrecht, con un rol de pagos que llegó a contar 128.000 empleados en más de 20 países. Sus ejecutivos habrían sobornado a funcionarios públicos y partidos políticos en al menos 10 países, con más de $780 millones para obtener contratos por $3.340 millones (centrales eléctricas, puertos y aeropuertos, siderúrgicas, estadios de fútbol, infraestructura de riego y saneamiento), según Fergus Shiel y Sasha Chavkin. Odebrecht tenía una división de “Operaciones Estructuradas” dedicada exclusivamente a corromper a presidentes, legisladores, ministros y políticos.

Las revelaciones de Lava Jato alteraron la política latinoamericana. Presidentes de Brasil, El Salvador, Panamá y Perú han sido arrastrados. Un vicepresidente y varios funcionarios del gobierno ecuatoriano, y políticos de Colombia y Guatemala, también fueron engullidos en esa vorágine. Pedro Henrique Pedreira Campos, historiador y profesor de la Universidad Federal de Río de Janeiro, afirma que “La gente tiende a leer la corrupción como una excepción. Pero lo que yo advierto, considerando la historia del capitalismo, es que la apropiación de lo público por lo privado es más una regla. Las empresas calculan la corrupción para obtener una ganancia”. Odebrecht se declaró en bancarrota en agosto de 2019. Siguiendo a Campos, el espacio dejado por esta constructora será ocupado por otras que no necesariamente dejarían de emplear las mismas prácticas empresariales.

El “acato, pero no cumplo” del siglo XVI -la estrategia de los encomenderos frente a los cambios administrativos que buscaba la Corona española, que luego se convirtió en fórmula habitual de gobierno de la burocracia colonial- corrobora que la corrupción no solo es un mal de las democracias modernas; más bien sería una constante histórica. Es necesario precisar las características de los dos componentes imprescindibles para que ocurra: las personas y la estructura social. 

Sea que se trate de burócratas republicanos o de oficiales del virreinato, de encomenderos coloniales o de empresas transnacionales, corruptos y corruptores buscan tener más (más dinero, más riquezas, más poder). Puede ser que quien anhela más dinero se encuentre en condiciones de necesidad, o puede ser que su anhelo sea impulsado por la codicia. Este defecto moral, que en la tradición católica es uno de los siete pecados capitales, por ser un pecado de exceso, consiste en la ambición desmedida de dinero u otras riquezas. Es un vicio que lleva a las personas a acaparar más de lo que necesitan. Una persona codiciosa nunca se encuentra satisfecha con lo que tiene y es capaz de transgredir preceptos morales y legales en su afán imposible de satisfacer su ambición. 

La persona racional e individualista que trata de maximizar su utilidad y de obtener el mayor beneficio empleando el menor esfuerzo, es decir el homo economicus de la economía neoclásica no necesariamente adolece del vicio de la codicia. Pero si la padece, bien podría pasar por egoísmo, ambición o individualismo, atributos indispensables del agente económico exitoso, típico del capitalismo. En el supuesto -no consentido- de que, en efecto, por su genotipo el ser humano sea un ente fundamentalmente individualista, ambicioso y egoísta, si el ambiente social en el que desenvuelve sus actividades promueve esas características, sería más probable que su fenotipo manifieste conductas calificables de codiciosas. Y si el ambiente social promoviera la solidaridad, la generosidad, la responsabilidad y la empatía, o al menos si castigara la codicia, esta sería un vicio menos frecuente.         

El ambiente social no es otra cosa que el régimen político que se define, valga la redundancia, en la política, es decir en las actividades de quienes rigen o aspiran a regir los asuntos públicos de la sociedad. La codicia y su proyección social, la corrupción organizacional, son por antonomasia asuntos públicos, y su efectivo control (y represión) solo puede ocurrir en un ambiente institucional de división de funciones, con pesos y contrapesos constitucionales. Esto no ocurre en Ecuador al menos desde 1984, cuando el Ejecutivo ordenó sitiar el edificio de la Corte Suprema con tanquetas militares porque consideró, por sí y ante sí, que el Legislativo había cometido un atropello al nombrar a los jueces de esa Corte. Una vez más, en 2010 el Ejecutivo esterilizó la división de funciones cuando cooptó el naciente Consejo de Participación Ciudadana y Control Social, cabeza de la función de transparencia y control social creada en la Constitución de 2008 para “promover los derechos de participación y control social de lo público, la lucha contra la corrupción y la promoción de la transparencia, y designar u organizar procesos de designación de las autoridades que le corresponda…”. A partir de entonces, de ese Consejo han brotado los opacos nombramientos de contralores y fiscales.

La Línea de Fuego
Todos los candidatos ofrecen combatir la corrupción, pero ninguno transparenta las chequeras de su campaña. FOTO: Ana Rey.

En una entrevista reciente la historiadora Carmen Mc Evoy afirma, en referencia al Perú, que “…el virus nos ha encontrado con un estado penetrado por la corrupción, lo que significa que es un estado que inmunológicamente hablando, estaba debilitado, sin defensas. ¿Cómo puede ser posible que un estado sin fortaleza interna para defenderse frente a tramas delictivas pueda pasar a defenderse ante un virus? Es imposible” (La República, 26 de julio de 2020). Afirmación perfectamente aplicable a Ecuador.

La próxima campaña electoral ya se perfila como un nuevo concurso de gatopardismo. Todos los candidatos ofrecerán “combatir” la corrupción, “reconstruir” el país y “sancionar ejemplarmente a los culpables.” En suma, prometerán la reinvención del país. Pero ninguno transparentará sus chequeras de campaña. La experiencia histórica nos haría sumergir en un mar de desesperanza.

Pero existe alternativa. El filósofo Lewis Mumford propone que “cualquier comunidad posee una reserva de potencialidades, en parte enraizadas en su pasado, vivas todavía aunque ocultas, y en parte brotando de nuevos cruces y mutaciones que abren el camino a futuros desarrollos”. A partir de esto, “existen, para las sociedades humanas, distintas alternativas a aquella consagrada en el statu quo, así como una variedad de objetivos además de los que son inmediatamente visibles […] una de las cualidades más importantes del pensamiento utópico es que conlleva ‘una crítica implícita a la civilización que le sirve como trasfondo’”, afirma Pedro Cornejo. Y continúa: “Se podría decir que las utopías son irrealizables por definición, pero existen como puntos de referencia, como dispositivos de orientación sin cuya aguja magnética tal vez no seríamos capaces de viajar de forma inteligente. Y, si alguien dice, con desdén, que las utopías solo existen sobre el papel, habría que recordar que, como señala Mumford, lo mismo puede decirse sobre los planos de un arquitecto, y no por eso dejan de construirse casas”.

Vivir en un país transparente y sin corrupción parece una utopía, un proyecto deseable, pero de muy difícil realización, una representación diferente de una sociedad futura, hoy más necesaria que nunca. A partir de la definición que hemos criticado, en un blog muy reciente del FMI, Víctor Gaspar et al. afirman que la “corrupción era un problema antes de la crisis, pero la pandemia del COVID-19 ha aumentado la importancia de una gobernanza más fuerte…” porque el gobierno juega un papel más importante para combatir la pandemia, porque es necesario prevenir la evasión fiscal, el despilfarro y la pérdida de recursos absorbidos por la corrupción, y porque “el comportamiento ético [¡!] se vuelve más destacado cuando los servicios médicos tienen una demanda tan alta”. 

“Bolívar falleció […] a los 47 años […] tan pobre que cuando murió no tenía una camisa para ser enterrado. El doctor que lo atendía tuvo que pedir una prestada,” relata la autora de Bolívar: American Liberator, Marie Arana. El primer paso para dibujar los nuevos planos es desconfiar mucho, muchísimo, de quienes consuetudinariamente mancillan las figuras de los héroes forjadores de la nacionalidad ecuatoriana. Tan necesario como guardar igual o mayor desconfianza de las promesas de los otros políticos, los filiados a las empresas electorales que han esquilmado al país y a su gente desde hace décadas.   

“Cualquier comunidad posee una reserva de potencialidades, en parte enraizadas en su pasado, vivas todavía aunque ocultas, y en parte brotando de nuevos cruces y mutaciones que abren el camino a futuros desarrollos”.

— Lewis Mumford

*Julio Oleas Montalvo, docente universitario, es doctor en historia económica ecuatoriana por la UASB-Ecuador.

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