Desde la época de la conquista los pueblos indígenas han tenido que soportar el yugo impuesto por el Estado. Primero fue el Estado colonial, de origen feudal y cristiano, que dudó del alma y la razón de los habitantes de Abya Yala. Luego fue el Estado-nación, que advino con la Independencia, que negó los elementos nacionales presente en los pueblos: lengua, cultura, territorio, entorno ecológico y por ende la capacidad de los indígenas para organizarse con autonomía. Ahora, están a merced de la política gubernamental; se encuentran incluidos en un Estado que dirige los procesos económicos de acuerdo a las leyes y normas del capitalismo globalizado. En los próximos cuatro años serán severamente vulnerados.
En el aislamiento al que se los ha sometido, los pueblos indígenas han podido mantener rasgos de su identidad originaria; sus lenguas son verdaderos sistemas que permiten pensar el mundo de una manera distinta a la introducida por Occidente; sus culturas reflejan códigos de hondo contenido ético-social. Sin embargo, el Estado ecuatoriano en su voracidad hegemónica privilegia el español frente a las otras lenguas, fomenta un imaginario histórico-cultural de la nación ecuatoriana en la enseñanza, maneja todos los mecanismos de dominación sin reparar en las particularidades e intereses de los pueblos nativos. Se considera que los saberes y conocimientos indígenas no son competitivos dentro el sistema establecido. El territorio y los recursos naturales se entienden como bienes a ser utilizados en el juego del mercado. Uno de los proyectos de que se ufana el gobierno es Yachay, la ciudad del conocimiento, donde, por supuesto, no se estudiarán culturas “arcaicas, salvajes, vernáculas”.
El presidente Correa dice que los indígenas no tienen representatividad política, pero la representatividad de los pueblos se manifiesta, ante todo, en sus propias organizaciones y la capacidad que tienen para resolver sus problemas. De ahí que el conflicto de los waorani debe ser analizado y resuelto por la Confeniae, que agrupa a las organizaciones indígenas de la Amazonía, entre ellas las de los waorani. Los funcionarios del gobierno, que sobrevuelan en helicóptero la zona de las matanzas y secuestros no conocen el significado de las relaciones consanguíneas para estos pueblos, ni los motivos de fraccionamiento de sus comunidades, sus rituales guerreros o de cacería, por qué retienen a mujeres y niños; no saben cuán grande puede ser el poder de un chamán, o cuáles son las ideas de justicia y de castigo. Tampoco tienen idea de hasta qué punto les ha afectado la presencia de los misioneros y las empresas madereras, qué nuevas enfermedades les ha traído el contacto con gente desconocida, cuáles son sus necesidades actuales, cuál es la relación de los que ahora viven en las ciudades con los que se han quedado en la selva, o si los de la ciudad tienen a sus aldeas como retaguardias. Ya se ha visto que en el Brasil, el contacto con los pueblos aislados acaba en etnocidio. ¿Será que, aquí, el afán de explotar el petróleo terminará en etnocidio?
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