Ante la crisis provocada por la expansión mundial del covid-19 vemos varios artículos que resaltan la importancia indígena campesina: pequeños productores han sostenido la producción de alimentos; redes agroecológicas establecen canales directos al consumidor; trabajadores que hacen un enorme esfuerzo por mantener vivos los mercados de alimentos en las ciudades; comunidades indígenas campesinas cuidando territorios, autonomía, educación y salud en estas épocas de crisis; organizaciones demandando una mínima política pública; alianzas con los gobiernos locales para asegurar el abastecimiento; comunidades indígena de la sierra llevando alimentos y eucalipto a la región de la Costa, entre otros.
A lo largo de la historia, los campesinos muestran una enorme resistencia y creatividad para sobrevivir a pesar de los gobiernos y sus políticas anti-campesinas. Los estudiosos del tema no logran explicarse por qué, en medio de la modernidad del siglo XXI que les ha prometido convertirlos en trabajadores, sobreviven como comunidades campesinas alimentando al país.
Pero hay que decir algo en contra de estas imágenes celebrativas y acríticas del mundo campesino, no porque estemos en desacuerdo, ciegamente pensamos que serán los campesinos y campesinas, las familias que labran la tierra las que van a sostener la crisis y crear las bases para despegar hacia otro desarrollo. Ya lo dijimos en 1994 y lo peleamos en la Constitución del 2008, la soberanía alimentaria es el camino. El problema es que en las condiciones en las que producen solo los empobrece. Solo una minoría de familias campesinas tiene suficiente tierra, agua y tecnología para intentar vivir “dignamente”, por decirlo de alguna manera.
Mientras las mejores tierras del país se dedican a la producción de banano, palma, camarones y un número más de productos de exportación, los pequeños productores no disponen de tierra suficiente y hay miles de campesinos que ni siquiera tienen tierra o producen en tierras de poca fertilidad, en pendientes y sin riego. Quién piensa en las miles de familias integradas a la agroindustria de exportación que ahora no podrán comercializar sus productos. Quién habla de los otros miles de trabajadores de la agroindustria que en este contexto van en camino al desempleo o a un trabajo de mayor penuria y explotación.
Campesinas y campesinos son tratadas como ciudadanas y ciudadanos de segunda; aunque se reconoce el valor de la comida que producen, no se cuestionan las condiciones y la ausencia de derechos sociales en las que lo hacen. Los territorios indígenas campesinos carecen de servicios, ya no hablamos solo de tierra y agua para producir, sino de escuelas apropiadas, vías necesarias, sistemas de alcantarillado, agua potable o sub-centros de salud mínimamente equipados.
Aunque producen alrededor del 70 % de lo que hay en la mesa de las familias ecuatorianas, protegen las vertientes de agua en los páramos y la diversidad de los territorios en la Amazonía”.
Lo que han hecho los distintos gobiernos con más o menos recursos fue construir mecanismos de inserción campesina al capital que solo les empobrece como agricultores y a nosotros como sociedad. La Ley de Semillas restringe la circulación de las semillas que hemos domesticados durante 10.000 años; las agencias de regulación del Estado limitan el comercio a los productos campesinos, mientras dan vía libre para que circule la producción agroindustrial; la Ley de Tierras protege la propiedad de terratenientes que ni siquiera pagan impuestos por ella; la Ley de Agua permite su concentración en unas pocas haciendas y plantaciones; la política de créditos y kits sirvieron para encadenar a los agricultores, hombre y mujeres a la producción de monocultivos que sirven para alimentar los pollos y puercos que vende Pronaca. No hay en el Estado una ley que sea para las y los campesinos y si la hay tiene trabas, no tienen reglamento o es restringida por la Asamblea de Nacional de notables, que fue, sino la Ley Orgánica de soberanía alimentaria.
Sin duda alguien se hizo rico con todo el dinero que han invertido los gobiernos o mejor dicho con la riqueza colectiva que administra el Estado, pero no fueron los campesinos. Aunque producen alrededor del 70 % de lo que hay en la mesa de las familias ecuatorianas, protegen las vertientes de agua en los páramos y la diversidad de los territorios en la Amazonía. No son ellos los que se benefician de nuestros recursos, son sus territorios los más empobrecidos y sus hijos los que peor se alimentan, tienen menos acceso a educación y sus cuerpos, los más enfermos de tanto agro tóxicos.
Hay que decirlo con claridad, son las y los campesinos empobrecidos quienes habitan los cinturones de pobreza de las grandes ciudades, porque la tierra no es suficiente, porque lo que pagamos por los que producimos no alcanza, porque las escuelas y colegios son deficientes, porque la universidad les cierra las puertas, porque el racismo los discrimina, porque el Estado no hace lo suficiente para asegurar la igualdad.
Por ahora el coronavirus llega lentamente a las comunidades, por ahora son las mismas comunidades, y en especial las mujeres las que se encargan de velar por sus cuidados; pero serán los territorios indígenas campesinos los últimos en ser atendidos y son los territorios campesinos los que están llenos de ancianas y ancianos que vienen sosteniendo la migración de sus hijos. No queremos imaginar un campesinado enfermo en una sociedad en crisis, sin mercados, con familias hambrientas, ya lo sabemos, el hambre duele.
“Necesitamos cambiar la mirada sobre el campo. Sabemos que eso no es fácil y demanda de una reforma legal profunda, un cambio de conciencia, un lucha clara y directa contra el poder”.
Seguramente suena exagerado y dirán que con el Tratado de Libre Comercio (TLC) con los Estados Unidos podremos importar todo lo que haga falta. Ese es el sueño de las empresas y una pesadilla para los campesinos, no solo porque no tendrán los recursos para comprar esos productos, tampoco podrán competir con la agricultura subsidiada del norte. Así como no podemos competir con la leche europea y sus carnes. Tras diez años de inversiones para ser soberanos en la producción de maíz, tampoco lograremos competir con el maíz norteamericano y miles de campesinos se quedarán endeudados o sin tierra, nuevamente.
Hay que decirlo, las políticas del gobierno trasladan el costo de la crisis a las y los trabajadoras, a sectores populares y los campesinos. Mientras los gobiernos de Europa y la región se esfuerzan por fortalecer sus sistemas de salud pública e invierten recursos para contener la crisis, este gobierno trabaja, una vez más, a favor de las élites: flexibilización laboral, pago de la deuda externa a favor de los tenedores de deuda y negocios con las empresas. Esto no es nuevo, pero debemos volver a pensar en la crisis, las exportaciones se reducen, el precio del petróleo se derrumba, las remesas vienen cayendo desde antes y los capitales siguen en fuga.
El gobierno apuesta a que la famosa curva de contagios se estabilice, pero no se trata solo de la emergencia sanitaria, debemos prepararnos para la crisis y el campo no solo produce alimentos, sino que también significa fuentes de trabajo permanentes. Al campo regresan las familias campesinas a sembrar las chacras y reponer el alma. Es su trabajo, y sobre todo el trabajo de las compañeras, el que sostienen al resto de la economía.
Entonces, si el campo sostendrá la crisis necesitamos hablar de distribuir la tierra, desprivatizar el agua y ampliar la cobertura del agua de riego, difundir tecnología apropiada, establecer controles de precios, facilitar crédito barato y oportuno, reconocer que es una sociedad organizada con la inteligencia suficiente para contener la crisis. Pero sobre todo, necesitamos cambiar la mirada sobre el campo. Sabemos que eso no es fácil y demanda de una reforma legal profunda, un cambio de conciencia, un lucha clara y directa contra el poder y la herencia de los hacendados, por eso necesitamos un pacto social por el campo, que cambien las cosas desde la raíz, con la soberanía alimentaria y la agroecología por delante.
*Sociólogo por la Universidad Central del Ecuador, magíster en Estudios Latinoamericanos, con mención en Estudios Agrarios por la Universidad Andina Simón Bolívar y coordinador académico en el Instituto de Estudios Ecuatorianos. El artículo fue publicado en Ocaru.