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domingo, diciembre 22, 2024

GUSTAVO GARZÓN Y LA LUZ. Por Luis Ángel Saavedra*

En la pasada “Fiesta de las luces” en Quito, más allá de ser una plantilla endosada en cada edificio significativo del centro histórico con rellenos de imágenes animadas, algunas intentando calzar en las estructuras, como la de San Francisco, y otras proyectadas por proyectar, como en la Plaza Grande y Santo Domingo; más allá de unas atrocidades, como los paraguas colgando en una calle o la esfera gigante de alguna discoteca de los 80; hubo ciertas novedades, como esa especie de ballenas voladoras en la 24 de Mayo; y otra, que me atrapó por su sencillez: el homenaje a los desaparecidos, en la Mejía y García Moreno.

Era un ensamble de luces led con textos corredizos que no se dejaban leer con facilidad. En el costado derecho, en lo bajo, estaba la clave de la instalación: “Textos de Gustavo Garzón, desaparecido en 1990”. La gente que miraba este letrero recién caía en cuenta sobre el significado de la propuesta: “Ve, ha sido de un desaparecido” y volvían la mirada hacia los textos, ahora sí con el afán de entender lo que ha dejado escrito un desaparecido. Un concepto simple que proyectó un mensaje complejo, que evocó la luz que aún siguen emanando los cuerpos de todas las personas desaparecidas. Bien por Gary Vera, el autor de la propuesta.

Quizá faltó una frase final: “Brutal, como el rasgar de un fósforo”, que es con la que se describe la desaparición de Gustavo; pero lo que puso ahí me llevó por fin a escribir lo que necesitaba decir sobre Gustavo y que había sido pospuesto en varias oportunidades: escribir solo para contar las cosas que pasaron al margen de la historia.

El 10 de noviembre de 1990 desapareció Gustavo Garzón Guzmán. Han pasado 28 años y nadie sabe nada, y parece ser que ya nadie recuerda nada, ni algunos de los amigos de la época, quizá ahora empeñados en otras tareas menos utópicas, alejadas ya de las que se asumieron en los años 80 o quizá ocupados en una utopía de bambalinas, de espectáculos, de corifeos que aún defienden al Dionisio de la década pasada, o al parlanchín actual.

Las tumbas son la constancia del olvido, lo he dicho varias veces; se las va abandonando despacio, pero ese tiempo de abandono sirve para sanar. El dolor de no tener ni siquiera una tumba es un dolor que no lo podemos nombrar. La muerte tiene nombre y descanso, la desaparición no tiene ni lo uno, ni lo otro.

Recordar lo que no se fue, y aún sin irse ya no está, y sin estar se ha ido quedando en algunos rincones de quienes aún lo esperan; quizá esas ambivalencias son las que pretendo estructurar en esta crónica, a sabiendas que aún se agrupan quienes todavía sueñan, quienes abren los brazos para abarcar los horizontes, porque aún hay tiempo para seguir soñando, aún hay tiempo para creer en las utopías que nos inundaron en los 80 y aún antes de eso.

Obra “Estados del tiempo”, fragmentos de la literatura del escritor Gustavo Garzón, se expuso en la Fiesta de la Luz, 2018. Plaza de la Conceptas. Autor: Gary Vera.

El Gustavo

Una noche llegó el compañero músico, el Gaybor, un trabajador de “Ecuatoriana”, la compañía aérea de bandera nacional, pero que había caído desubicado, igual que yo, en la Facultad de Administración de la Universidad Católica de Quito. Esa noche traía a alguien, un escritor dijo, era algo bajo y sin ninguna pinta de intelectual, o al menos sin ninguna de esas pintas que se traían los intelectuales en esa universidad y que incluso ahora generan moda y estéticas burlescas.

En la Católica habíamos iniciado un taller de literatura bajo la dirección de Julio Pazos y se aproximaba un encuentro nacional de jóvenes escritores a realizarse en Guayaquil.  Supuestamente yo era un joven escritor y, además, tallerista: una etiqueta que servía para hacernos buena propaganda.

Esa noche la discusión fue agria, insoportable; el recién llegado desbarataba cada argumentación que yo esbozaba sobre el rol del escritor, cuya única responsabilidad era el escribir bien, y cuya única solidaridad era la que su propio espíritu lo dictaba. Aunque me definía como marxista, había asimilado muy bien a Octavio Paz y su tesis del “solitario solidario”; esta era la primera vez que esa tesis me la destrozaban, algo que ni siquiera lo habían logrado al interior de la juventud comunista, en donde se insistía que el arte debe estar al servicio de la revolución, pregonar el socialismo real, algo que nos llevó a pensar que lo único que se podía producir culturalmente eran panfletos, ya sea en las letras, en la plástica, en el teatro o en la música. Incluso ahora esos panfletos son usados en las nuevas modas revolucionarias.

Así conocí a Gustavo y en seguida lo tildé de anarco, porque así se debía tildar a los que no estaban en la juventud comunista,en la juventud revolucionaria o en cualquiera de esas juventudes organizadas, disciplinadas y dispuestas a obedecer las directrices del partido, que no eran otra cosa que los deseos de los anquilosados burós políticos y de los compañeros secretarios.

Esa noche también tuve un nuevo aprendizaje. Gustavo habló de la existencia de otros talleres literarios. El que se había organizado en La Católica era una copia de lo que ya se estaba viviendo en el mundo literario nacional. Él era parte de la “Mosca Zumba”, nombre que lo oía por primera vez, al igual que el de la Pequeña Lulupa, la Pedrada Zurda o los Matapijos. Esa noche quedé con la impresión de que la vida se me estaba pasando por un costado o por las calles que se extendían fuera de La Católica.

Lo volvía a ver en Guayaquil, ya en el encuentro de escritores jóvenes, en los que Gustavo defendió el rol del escritor, la necesidad de confrontar su trabajo en grupo, alejándose de la egomanía que suele producir la soledad (parecía que el tipo quería seguir golpeando); pero sobre todo defendió su rol social, su participación, tanto en una crítica constante de la sociedad, como en la construcción de una nueva sociedad. La Mosca Zumba se definía como un colectivo de creación literaria y de crítica social.

Me arrimé, y esa es la palabra adecuada, me arrimé a la Pequeña Lulupa, porque lo veía como un grupo esencialmente creativo, al contrario de MatapiOjO, al que lo veía como el brazo literario del Movimiento Popular Democrático; pero la posición crítica de la Mosca Zumba me seguía, digamos, zumbando; por ello empecé a visitar a Gustavo en su caseta de la Casa de la Cultura Ecuatoriana (CCE), pues en verdad Gustavo trabajaba en una caseta, en el costado izquierdo de la casa antigua; una caseta que fungía de almacén y en el que, supuestamente, se exhibía lo mejor de la intelectualidad ecuatoriana, publicada por la CCE. Gustavo fue a parar allí luego de ser despedido de su puesto de técnico en aviónica, en la misma empresa área de bandera nacional en la que trabajaba el Gaybor. Su despido fue debido a uno de sus cuentos en donde ironizaba la carrera militar.

Fragmento del cuento “Aljito AAAR” de Gustavo Garzón.

Las conversaciones en la caseta se tornaron interminables, se prolongaron en la noche; a veces se sumaron los matapiojos o los lulupas; culminaban al amanecer y nos disgregábamos para volver a lo mismo en la tarde siguiente. Otras veces las noches se las completaba en mi casa, con el Gaybor y su guitarra; a veces un aparato nuevo, made in usa y traído en el último vuelo, reemplazaba a la guitarra. Lo que no podía faltar en esas noches fue el eterno duelo entre Charly García, con sus dinosaurios, y Pink Floy con “The Wall”. La lucha por ser auténticamente latinoamericano chocaba con muestra aceptación de que la dura sicodelia de Roger Waters también era parte de nuestro fetiche revolucionario.

La lluvia y el gato del terremoto

Cuando se desploma el cielo en Quito es cosa seria; caen torrentes de agua y se forman verdaderas cascadas bajo los tejados de las casas. Cuando hay granizo es más serio el asunto y se paralizan hasta los amantes. Pero para Gustavo la lluvia era un alivio y el granizo solo un montón de dulces.

Las noches de lluvia eran propicias para recorrer las cantinas, improvisadas en las casas o en las oficinas de los nuevos, o de los seudo, escritores; daba igual, con tal de que haya algo para tomar y tiempo para hablar. Borrachos más de palabras que de alcohol regresábamos a casa bañándonos en cada caída de agua, lavándonos el alma o quitándonos los pecados, mojándonos de antemano por las dudas de que con tanta agua desperdiciada a la mañana siguiente no caiga por la ducha; algo muy común por aquellos días.

Desde el Ejido a la Mañosca, por la América o por la Diez daba igual, el agua caía y saltábamos en los charcos o abríamos la boca para que los torrentes de los tejados nos quiten la borrachera. Noches de aprendices de bohemios, de supuestos jóvenes escritores que nos enfrentábamos a lo establecido, sin saber que solo era una ruleta de rupturas y acomodos futuros. Todos fuimos amantes de las rupturas y ahora solo somos piezas de lo establecido y estamos a la espera de nuevos amantes de las mismas rupturas para darles con la puerta en las narices.

Habíamos desarrollado un olfato que nos ayudaba a determinar con precisión donde sería la reunión de cada noche, donde estaría el debate más acalorado o el encuentro para hacer una revolución de copas. El Gaybor acompañaba con sus sueños de músico y sus necesidades terrenales, las que finalmente triunfaron y lo alejaron de las tertulias; pero por esos días acompañaba para leer los poemas o para enredarse en los cuentos. Se necesitaba tener alma de masoquista para leer un cuento o un poema, en aquellos grupos que formamos bajo la etiqueta de “talleres”; no quedaba palabra sobre palabra luego de la destrucción colectiva; pero así se aprendió, y una vez aprendida la lección venía el bálsamo, que quizá era lo más esperado y, copa en mano, brindábamos por lo que sea, hasta por los terremotos, como en la noche del jueves 5 de marzo de 1987.

Esa noche fue igual a todas las noches, solo que en medio de la discusión empezaron a moverse las botellas. ¿Temblor? Sí, temblor. Ya no solo se movían las botellas, sino que empezaron a bailar las mesas. ¿Terremoto? No, solo temblor. Entonces “salud por el terremoto”. Eran casi las nueve de la noche; el de las once, el más fuerte, ya no se lo sintió.

En la madrugada caminamos hasta llegar al mini departamento donde Gustavo vivía: los libros y el anaquel que los contenía estaban en el suelo. “Es un gato que se entra por la ventana”, dijo Gustavo, tomamos algo más y se fue a dormir. Me enrumbé a mi casa, a pocas cuadras de donde vivía Gustavo. Me sorprendió ver a los vecinos en la calle, pero no estaba en condiciones de conversar o preguntar a qué se debe la vigilia; entré y dormí por más de doce horas. Mi costumbre de fin de semana era esa: invernar después de cada buena borrachera. A los dos días me enteré de los sismos que sacudieron el país y rompió el oleoducto en la Amazonía, lo que dio el pretexto perfecto a León Febres Cordero para tomar fuertes medidas económicas, como la suspensión del pago de la deuda externa, el alza del precio de los combustibles y un plan de austeridad que golpeó a la población más pobre. Todo sea por el terremoto.

Militancia en la isla de paz

La Mosca Zumba golpeaba con todo; no había escritor o proceso cultural que se salve en su revista y lo mismo pasaba en nuestra conversada bohemia con Gustavo. Patrick Süskind, con su novela “El perfume” publicada en 1985 y catalogada como novela del año, fue a parar al tacho de basura. Es un escritor fácil, afirmaba, pues mata a sus personajes cuando ya no le sirven y así se ahorra el tener que resolver una trama. Yo trataba de salvar al menos a “El contrabajo”, novela corta de este mismo autor, debido a la agonía y frustración del músico de sinfónica que develaba el caótico mundo del espectáculo y su contraste solitario en una habitación como la mía; pero no había forma. Gustavo se adelantó en su crítica a lo que son ahora los best sellers: un conjunto de aventuras que, como en un tren, los vagones caminan porque solo tienen que caminar.

Poco a poco nuestros debates fueron cambiando de dirección, empezaban en la literatura y culminaban en la política, en una agria crítica a los partidos de izquierda. Por entonces vivíamos el fraccionamiento del Partido Comunista y en la Universidad Católica esa incisión también tuvo repercusiones. Los catalogados como del “FADI duro”, brazo político del Partido Comunista Ecuatoriano, prácticamente fuimos proscritos de la federación de estudiantes; en tanto los otros crearon LN (Liberación Nacional) y asumieron el control de todo. Esto a la larga devino en un reposicionamiento de la derecha en la universidad y la pérdida de la capacidad de movilización que se había conseguido, a pesar de la represión de Febres Cordero.

La ruptura de alianzas y el develar intereses personales en la izquierda, junto al análisis de la historia nacional convenció a Gustavo por optar por la insurrección. “Ecuador nunca ha sido una isla de paz”, decía al hacer un recuento de los distintos movimientos subversivos que actuaron en el país en diversas ocasiones; se analizaba lo sucedido en el Toachi, las acciones en el Caso Briz, el nacimiento de los “Alfaro”. Entonces, ¿qué escribir? o mejor ¿para qué escribir? Si la isla de paz no existía, ¿dónde estaba nuestro tren de la historia? ¿A qué hora se nos pasó? Revolucionarios urbanos perdidos del tren en nuestro propio mundo y que nada sabíamos del otro mundo que se desangraba sin que la historia logre mancharse.

Nadie hablaba del asesinato de Lázaro Condo, en septiembre del 74; tampoco se hablaba con verdad de la masacre de Aztra en octubre del 77. Un sábado llegamos a Chunchi, preguntamos por Toctezinín, y caminamos en el páramo para encontrar una especie de cruz de piedra que indicaba el sitio donde murió Lázaro Condo. Brindamos por él, cantamos por él, gritamos por él en la soledad y el frío. Nos dormimos arrimados a la cruz hasta que alguien nos despertó y nos salvó de la hipotermia.

Para 1988 tuvimos nuestro primer joven literato muerto, Marco Núñez, cuyo cuerpo fue hallado en el rio Machángara. Marco era un poeta caótico – marginal con textos deslumbrantes que mostraban estados de revelamientos sobrenaturales, pero también lleno de textos grotescos con los que se enfrentaba al estatus quo y a nosotros como parte de ese estatus. “Ese no es un poeta”, sentenciaban los gurús de los talleristas. Por su marginalidad, su muerte no nos sorprendió y no se hizo nada para ayudar a esclarecerla.

Los literatos no estábamos para esos trotes, nunca entendimos que si hubiésemos actuado se habría podido develar a tiempo el sistema que se iba consolidando y que a la larga sería responsable de una larga lista de muertes y desapariciones como las Manuel Reinoso, Jaime Otavalo, Cesar Morocho, Manuel García, José Mosquera, Luís Valverde, entre otros que van apareciendo en los listados de nuevas investigaciones sobre esa época. Los jóvenes escritores actuamos como toda la sociedad; acurrucados en nuestras burbujas decidimos no hacer caso de esa guerra subterránea desatada en contra de quienes, a su modo, buscaban justicia y equidad. Asumimos la consigna de que si se metieron a eso, que se mueran por pendejos.

Nuestros encuentros se volvieron esporádicos. Mientras yo insistía en la bohemia y el marxismo, Gustavo profundizaba sus búsquedas. Para entonces Alfaro Vive Carajo ya era una catástrofe, muchos de sus líderes estaban muertos o desaparecidos; también habían tenido accidentes como la explosión de una bomba en manos de las compañeras alfaristas que ahora son políticas profesionales; así que contactó con una facción del MIR (Movimiento de Izquierda Revolucionaria), que por ese entonces promulgaba tener la verdadera receta de la lucha armada, pero lo dejaron plantado en una banca de la plaza Indoamérica, en la Universidad Central; luego se vinculó con el MPL (Montoneras Patria Libre) debido a su convicción de que la lucha armada era una opción legítima durante el régimen represor de Febres Cordero y su lógica continuidad en el siguiente gobierno. Nunca supo del alto grado de infiltración y traición interna que tuvo ese grupo hasta cuando ya estuvo detenido.

Gustavo pasó a la clandestinidad. Por mi parte, una nueva detención preventiva y un par de incursiones al sitio donde vivía me hicieron comprender que debía salir de Quito; además ya las cosas de la bohemia se habían desbocado y era necesaria una huida.

Los monstruos del penal

Gustavo Garzón y Byron Rodríguez. Foto: archivo de la familia Garzón Guzmán.

Terminó el gobierno de León Febres Cordero y Rodrigo Borja ya llevaba un año de mandato. Yo regresé a Quito. Un día de visita en la Casa de la Cultura para ver “que hay”, encontré al Edwin Madrid, otro poeta en construcción y también trabajador de la CCE, todo agitado y de camino a una reunión: Me soltó la noticia de la detención de Gustavo y por eso el apuro.

La reunión no fue para rechazar la detención de Gustavo ni para planificar un apoyo para los días que dure su detención, pues al fin y al cabo fue funcionario de la CCE y era un escritor que ya despertaba interés. La reunión fue para blindarse, para averiguar quién más estaría involucrado en lo del Gustavo, para advertir que más vale el prestigio de la CCE que cualquier aventura revolucionaria.

Era 1989, Gustavo Garzón Guzmán fue detenido el 7 de agosto. Se le acusó de tener armas y ser asaltante de bancos. Fue llevado al tristemente célebre Servicio de Investigación Criminal de Pichincha (SIC-P), donde fue torturado. Luego pasó al Centro de Detención Provisional de Pichincha (CDP), a un costado del Penal García Moreno, en San Roque.

Fui a verlo en el CDP y la primera vez lo encontré casi con todos los amigos de la Mosca Zumba. Parecía que no había cambiado nada, pero a las siguientes visitas los amigos iban disminuyendo y en las reuniones empecé a conocer a los monstruos que los medios de comunicación me habían construido desde adolescente; por ejemplo los del “Caso Briz”, empresario que fue secuestrado y asesinado en noviembre de 1977, en el marco de otro intento de consolidación de un grupo revolucionario. Entonces supe que los AVC no eran ninguna novedad.

Esos tales monstruos no parecían serlo, no gruñían ni tenían garras; eran hombres que debatían, que denunciaban las formas de opresión en la sociedad y en el mismo CDP. Quizá estuvieron equivocados alguna vez, pero los del Caso Briz, los AVC, los MPL y otros, en prisión eran hombres leales, y no dudaban en defender juntos a un compañero cuando era presa de las mafias de otro pabellón. “Si no se arregla esto, vamos a ir allá para vengarnos”, concluyeron una vez. Miré a Gustavo y dijo “Habrá que ir, aquí todos somos leales”.

¿Y cómo se mete el trago?, pregunté durante una visita, porque comprarlo adentro resultaba muy caro. Se me explicó que en un galón de jugo puesto en una poma plástica se debe meter el trago en una bolsa plástica, de tal manera que flote en mitad del jugo; así los guardias miran el jugo y dejan pasar.

Con una amiga hicimos la prueba. La botella de ron embasada en una funda plástica puesto en mitad de una poma de jugo era vista por todos lados, no había forma de que no se la descubriera; le pusimos hasta un globo inflado para ver si se mantiene flotando en el centro de la poma, pero ni así. Nos dimos por vencidos y fuimos de visita sin llevar nada. Ya donde Gustavo se nos hizo saber el ingrediente faltante. Pues sí, ese era el método, pero toda esa parafernalia era para que las otras visitas no lo vieran, pues el paso final era avisar al guardia y pagarle por dejar pasar. Con la nueva pista ya pudimos llevar Ron, pero no alcanzaba para tanta gente, así que no había forma de reproducir nuestras pasadas bohemias y luego de acabarse la funda de Ron más bien nos dedicábamos a la lectura del oráculo del Iching, un oráculo que siempre nos traía buenos augurios, no por adivinar el futuro, sino por presentar el futuro como un cambio permanente en el que nuestra acción era lo fundamental.

Así pasó un año. Martha Palacios, Rubén Darío Buitrón, Byron Rodríguez, Alfredo Pérez y otro compa de apellido Nuñez se mantuvieron visitándolo todo ese año. No sé si me olvido de alguno más, pero el resto de jóvenes escritores brillaron por su ausencia y de los viejos ni para qué hablar.

Una tarde, de nuevo visitando la CCE para conversar con el Madrid, encontré a Gustavo sentado a un costado de su antigua caseta. Fue increíble, Gustavo estaba libre, había salido de prisión el 7 de de septiembre y ya estábamos en 1990.

Yo estaba casado; con mi compañera lo habíamos visitado también en el CDP, así que se alegraría de verlo libre. Decidimos ir al sitio donde en ese entonces yo vivía, en el sur de Quito y recordamos todas las bohemias pasadas, bebimos a más no poder, contó de sus planes en La Católica, sacaría el doctorado de literatura; no estaba arrepentido del pasado, pero ya aceptaba que no era la vía para una revolución; hablamos de los traidores, que siempre los hubo en todo movimiento, desde el mismo caso Briz, y que siempre los habrá, como en lo del MPL. Ya en la noche llamó a su casa para avisar a su mamá, doña Clorinda Guzmán, y decirle que no se preocupe, que pasaría la noche en mi casa. Aseguró que no volvería a optar por la vía armada y que su único afán era escribir. Estaba consolidando un libro de cuentos.

A la mañana siguiente nos despedimos con un par de cervezas y lo fui a dejar en la parada del bus en Barrionuevo. Fue la última vez que lo vi, pues dos meses después, el 9 de noviembre de 1990, desapareció.

Una búsqueda entre montañas de egos

La noticia no fue una bomba entre nuestros intelectuales; quizá también ya lo veían venir y no reaccionaron o no quisieron reaccionar. Algunos jóvenes quisimos formar un grupo de escritores solidarios con Gustavo y exigir respuestas al Estado, pero la experiencia fue realmente dolorosa. Si ya la detención de Gustavo los había asustado, su desaparición provocó paranoia y solo faltó que algunos vayan a meterse bajo la cama por miedo a la guerrilla que vendría junto a él para reclamarles el no haber hecho nada durante su detención.

Escribimos una carta para el ministro de Gobierno, el Patacón Verduga. Hicimos el texto con Edwin Madrid y Marco Antonio Rodríguez y empezamos a recoger firmas. Justo había un lanzamiento de un libro de Fernando Tinajero en la Universidad Católica. Era una magnífica oportunidad para llenar unas tantas hojas de firmas pues allí estarían todos los intelectuales de izquierda. En el panel de lanzamiento se hablaba de cómo se resistió al embate de León Febres Cordero y sobre la necesidad de una transformación social, incluso de una revolución, por el momento postergada. Nelson Reascos, profesor de Sociología en esa universidad, interrumpió la ceremonia para pedir las firmas. Con Edwin pasamos las hojas y casi todos firmaron. ¡Un éxito!

Luego fuimos al coctel y, entre vino y vino, los firmantes vinieron a tachar su firma. Unos aducían compromisos con el nuevo gobierno y que debían cuidar sus puestos, pedían comprensión; otros decían que no querían arriesgarse por alguien que probablemente está con la guerrilla de Colombia o había vuelto a la clandestinidad.  Las hojas quedaron con más tachones que firmas. Quizá ya vislumbraba la hipocresía de la intelectualidad de izquierda, pero que se llegase a ese punto me parecía absurdo.

En la carta no nos identificábamos con la revolución armada ni con nada parecido, solo se pedía que el gobierno de Rodrigo Borja investigue la desaparición de Gustavo y revea los aparatos de seguridad del Estado; una carta sumamente democrática, pero ni así. Terminado el evento, fuimos a casa de Nelson, en la Vicentina, a pasar el mal sabor que nos dejó esta reunión de intelectuales. A la madrugada, ya rumbo a mi casa, unos cuatro colombianos me abordaron para decir que Gustavo no estaba con ellos, que lo más seguro es que “se lo quebró el gobierno”. Les agradecí el haberme llevado a Barrionuevo y el evitarme la caminata desde la Vicentina.

Las hojas quedaron impresentables y cuando quisimos volver a tener las firmas solo quedó un puñado de gente que volvió a firmar; ni la novia que había sido quiso firmar porque argumentó que en la familia de Gustavo había policías. Evidentemente estaba asustada, pues había sido también interrogada.

Teatreros y gente vinculada a la danza fueron los que más firmaron; los escritores consagrados no asomaban por ningún lado. Podrán haber tenido una montaña de ego, y seguir teniéndolo, pero en esos momentos, únicamente gente como Marco Antonio Rodríguez, Euler Granda, Edwin Madrid, Fabián Guerrero, la gente de la Mosca Zumba, se metieron en ese grupo que exigía la aparición de Gustavo Garzón. Finalmente, un grupo de la Mosca, algunos otros talleristas, con Marco Antonio Rodríguez y Euler Granda a la cabeza, abordamos a Verduga en el Congreso Nacional, a donde había ido para explicar algunas cosas reservadas. Verduga solo sonrío y aseguró que estaba al tanto de lo sucedido y que se está investigando.

En las siguientes semanas, con Marco Antonio nos dimos a la tarea de visitar regularmente la morgue, por sí las dudas; pero nada de nada.

Mientras tanto, en otro espacio, Raúl Pérez Torres libraba otra batalla. No aparecía en ninguno de los eventos públicos en solidaridad con Gustavo Garzón, pero estaba tratando de convencer al Municipio de Quito el continuar con la segunda parte de un proyecto editorial en donde se incluiría la publicación de los cuentos de Gustavo.

La “Colección Evaristo” estaba en marcha. Se proponía publicar la obra generada por los talleristas y presentarla como la nueva literatura ecuatoriana. Habían salido ya los primeros seis volúmenes en la que se alternaron escritores jóvenes de Guayaquil y Quito. Era necesario que en el siguiente grupo a publicarse se incluyera a Gustavo Garzón y Raúl Pérez Torres se jugó por ello. Así salió a la luz, en diciembre de 1991, “Brutal como el rasgar de un fósforo”, que recoge los principales cuentos de Gustavo.

En este grupo se publicaron cinco obras: los cuentos de Gustavo, poemas de Edwin Madrid, bajo el nombre de “Enamorado de un fantasma”, ensayos de Eduardo Martínez bajo el título “Héroes Indígenas de América”; una compilación de cuentos de Marco Vinicio Poveda llamada “La dictadura del poetariado”, y mi primer poemario “Ecos en la Alcantarilla”. El haber publicado junto al libro de Gustavo nos dio una excelente publicidad en los medios de comunicación, pero nunca supe por qué la presentación se hizo en CIESPAL (Centro Internacional de Estudios Superiores de Comunicación para América Latina) y no en la Casa de la Cultura.

La publicación de las obras fue una cosa; la distribución sería otro calvario. Problemas en el Municipio de Quito impidieron una difusión eficaz y solo se entregaron unas pocas obras a los autores a modo de derechos de autor. Con los libros de Gustavo había que ingeniarse para fortalecer su imagen y dar a conocer en todo el país su obra y su desaparición. Solo alcanzamos a presentarlo en Guayaquil y Cuenca.

Los intelectuales y artistas de Guayaquil se entusiasmaron con la propuesta y ofrecieron la sede de la CCE para el evento. Fernando Artieda, Carlos Calderón Chico y Fernando Cazón Vera se comprometieron para la organización y nadie preguntó si Gustavo estaba con la guerrilla o si aún sigue en la clandestinidad. También se comprometieron en recabar firmas de solidaridad en Guayaquil y rescatar las firmas de algunos intelectuales quiteños. Así, el 2 de febrero de 1992, se publicó en Diario Expreso el primer manifiesto público de los intelectuales ecuatorianos en solidaridad con Gustavo, con firmas encabezadas por Carlos Julio Arosemena Monroy (expresidente del Ecuador), León Roldós Aguilera (ex vicepresidente del Ecuador), rectores y vicerrectores de universidades, decanos de facultades y, por supuesto, los escritores, pintores y otros artistas de Guayaquil.

El 5 de febrero se presentó el libro de Gustavo, se acogió a doña Clorinda como una heroína y se alzó una sola voz para rechazar la desaparición de Gustavo y exigir al gobierno una investigación más eficaz. En Cuenca fue un fracaso; quizá la gente de allá tenía demasiado miedo.

El comunicado firmado por varios escritores e intelectuales publicado en diario Expreso.

El epílogo

Doña Clorinda se juntó a los plantones que hacía Pedro Restrepo por la desaparición de sus hijos, Santiago y Andrés. Poco a poco se fue juntando mucha gente; llegaban ahí personalidades de todas partes, incluso llegó el argentino Adolfo Pérez Esquivel, premio Nobel de la Paz; pero no llegaron los escritores ni los intelectuales.

Me alejé del mundo de la CCE. Estaba decepcionado. Me alejé de la militancia política, también decepcionado. De vez en cuando acudía a los plantones de la Plaza Grande y un día volví a ver a Gina Benavides, a quien conocí en la Católica y vi a ver en la CEDHU (Comisión Ecuménica de Derechos Humanos), organización que se hizo cargo del caso de Gustavo.

Gina me propuso juntarme al proyecto que estaba formando: el INREDH (ahora Fundación Regional de Asesoría en Derechos Humanos), con la convicción de que una nueva sociedad solo era posible luchando por los derechos humanos y que esta lucha constituía una utopía eterna. Han pasado 25 años desde esa invitación que me vinculó definitivamente a la lucha por los derechos humanos y de los pueblos.

El gobierno actual ha dicho que desea reparar la desaparición de Gustavo. Es justo que una calle quiteña lleve su nombre; es justo que se recopile su obra y se publique una antología; es justo que se reivindique su memoria; son justas muchas cosas, pero lo más justo, aunque suene redundante, es la justicia; que se lleve ante la justicia a los responsables de su desaparición y, sobre todo, que nos digan, que digan a su familia, a dónde se lo llevaron.

*Contenido publicado originalmente en: Inredh 

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