Abril 2015
Bien podría decirse que la aspiración de finales del siglo XX fue hacer que la realidad política respondiera a la letra de las constituciones, un ajuste en el que habíamos fracasado desde los días de la independencia. Ni más ni menos, regresar al siglo XIX para poder tener siglo XXI, recuperando el cúmulo de ideas que habían fundado las repúblicas liberales.
Las democracias empezaron a funcionar basadas en el regreso al fundamental derecho de elegir, y a partir de allí fue necesario probar la eficacia de las instituciones, como salvaguarda para evitar el temido regreso a la concentración viciosa de poder y al arbitrio de una sola persona mandando por encima de las leyes. Esta había sido la persistente realidad impuesta desde el siglo XIX, que acabó con el sueño benéfico de la majestad de las constituciones y el imperio de las leyes, algo que a los caudillos siempre les pareció una tontería infantil.
Pronto se descubrió, antes de que se cerrara el siglo XX, que la institucionalidad democrática era capaz de resucitar de las cenizas de las dictaduras militares, solamente donde esa institucionalidad había prosperado antes, como en Uruguay o en Chile; pero donde históricamente había sido débil, o apenas existente, era difícil reinventarla, como en la mayoría de los países centroamericanos.
En otros, como Venezuela, era el agotamiento del sistema democrático, desprestigiado por la corrupción, el que abría paso a nuevas propuestas que con el tiempo vinieron a probar su dramático fracaso. Pero tampoco el populismo, proclamado con pompa revolucionaria, venía a ser nada nuevo en América Latina; ya lo conocíamos desde tiempos de Perón, Getulio Vargas y Rojas Pinilla.
También aprendimos, o recordamos lo que ya la historia enseñaba: que la democracia populista no es más que un seudónimo del autoritarismo, o una etapa previa a entrar en la dictadura sin apellidos. Esas fronteras son muy sutiles. Si hay concentración absoluta de poder, cercenamiento de la libertad de expresión; si hay miedo de los ciudadanos frente al poder, si la corrupción descompone a la autoridad, estamos en los umbrales de la dictadura. De allí a la represión sangrienta no hay más que un pequeño paso. Y el populismo no es más que el celofán en que se envuelve ese regalo envenenado.
Pero otro elemento, para nada sorpresivo, se sumó al panorama de fin de siglo, y se expande hoy con fuerza de incendio: la corrupción, tan integral a la propia democracia recuperada, como si fuera parte de ella; en muchos sentidos, porque la propia debilidad institucional, que incluye la falta de transparencia y de controles sobre la voracidad de no pocos de quienes suelen ascender al mando, la facilita. Apenas un gobierno elegido por el voto popular se instalaba, quienes entraban a ocupar las oficinas públicas parecían listos desde el primer día para empezar a robar. Y la fiesta sigue. Si no veamos el caso de Petrobras en Brasil.
Los escándalos de corrupción siguen repitiéndose, y el electorado parece padecer de una incurable nostalgia por los gobernantes juzgados y condenados por delitos de malversación y enriquecimiento ilícito. Allí tenemos el reciente regreso triunfal a Guatemala del ex presidente Alfonso Portillo, recibido multitudinariamente en el aeropuerto tras cumplir en Estados Unidos una condena por lavado de dinero, bajo propia confesión.
El panorama se agrava con la incidencia pertinaz del crimen organizado, que alienta la corrupción en todos los estratos, como en México, donde los narcocárteles buscan minar el estado de derecho y han avanzado bastante. Y en no pocos países envuelven en sus redes a magistrados, fiscales, policías, ministros, porque los narcodólares tienen un peso excesivo y desproporcionado capaz de descalabrar el andamiaje institucional. Es una hidra de múltiples cabezas que apenas le cortan una retoñan 100; una hidra capaz de asesinar masivamente, incinerar, desmembrar, decapitar, con mucho que enseñar en cuanto a métodos de crueldad a los sicarios del califato islámico.
Por ahora, habría que hacer que el Estado exista, volviéndolo visible. El Estado sólo es real cuando tiene el control de un territorio; si no, tiende a ser sustituido, en los barrios por las pandillas juveniles criminales, como en San Salvador o San Pedro Sula, en los municipios y en las áreas rurales por los propios jefes narcos, que actúan como si fueran el Estado, pero al margen del Estado, imponiendo su propia ley. Es una anarquía concertada, que aparenta orden, pero es un orden impuesto por el miedo y el terror.
En esas condiciones, el Estado sólo queda en el papel. Si los narcos instalan escuelas, clínicas, sistemas de agua potable, es porque el Estado ha fallado en su función esencial de hacer eso mismo. Pero para que recupere su soberanía interna, debe funcionar primero como un verdadero Estado democrático.
Lo que se da en llamar clase política debe ver más allá de sus narices. Concertar planes a largo plazo, sin interponer identidades ideológicas. El desarrollo estratégico de un país incluye no sólo las inversiones, el crecimiento de la economía y la calidad y la extensión de los programas sociales, sino también la seguridad pública vista como un modelo diferente, no solamente represivo.
Seguridad ciudadana significa crear vínculos activos con la comunidad. Los narcos no son marcianos; nacen y crecen en las comunidades pobres, tienen vínculos afectivos con los suyos, y saben ejercer el populismo. Allí hay un desafío. El Estado debe vincularse socialmente con esas comunidades. Las fuerzas especiales de tarea, enmascaradas con pasamontañas, seguirán fracasando en la prevención y el control del delito si el Estado no piensa primero en la integración, la transformación social y la eliminación de la pobreza crónica.
Masatepe, abril de 2015.
Fuente: http://www.sergioramirez.com/10-articulos/391-la-democracia-como-mentira.html
Pintura de Sergio Michilini: http://www3.varesenews.it/blog/labottegadelpittore/?p=2044
[…] Fuente: lalineadefuego.info […]