LA DICTADURA DE LOS DELINCUENTES
Gerard Coffey
Hace unos días recibí de una amiga un texto sobre la inseguridad y su experiencia personal con ella. Existen muchos testimonios, pero este es distinto. Mi amiga vivía en la Argentina durante la dictadura y sobrevivió, a diferencia de muchos de sus compañeros, pero no sin costo. Pasó más de cinco años en la cárcel antes de que se le permitiera abandonar el país.
Hace unos días ella fue víctima de un intento de robo aquí en Quito. La historia de ese atentado (reproducida abajo) me hizo pensar en las diferencias y las coincidencias de las dos situaciones.
Evidentemente el tiempo ha transcurrido desde la época de las dictaduras. Ya no hay gobiernos de hecho en América del Sur, a menos que estén en las mentes febriles de algunos derechistas o en los bolsillos de intereses creados. Ecuador tampoco es Argentina o Chile, y hasta ahora el país no ha sufrido grandes represiones, a pesar de los recientes episodios de turbulencia política, de los cuales el levantamiento policial del 30 de septiembre último fue el más sangriento.
Las coincidencias son tal vez menos claras, pero sin duda existen. Aquí no hay el temor que existía en Argentina de que toquen la puerta a la media noche, pero sí de que se metan a la casa por la fuerza para amedrentar, aterrorizar, robar y hasta matar. No hay la plaga de desaparecidos, sino el flagelo de los sicarios y sus víctimas. Vivimos en un clima de inquietud. Existe el miedo constante a los asaltos callejeros, robos de celulares, de dinero, de vehículos, tiendas, bancos. Reina un clima de miedo. Es palpable. Pero hay una diferencia más, esta vez las víctimas no solo son los izquierdistas ni los revolucionarios. Son todos, y por su condición económica más precaria es la gente humilde que más siente los impactos.
No es alejado de la realidad sugerir que vivimos una dictadura de los delincuentes. Actúan con impunidad, y como en otras clases de dictadura nadie puede estar seguro de cómo derrotarlo ni cuándo. Lo que sí sabemos es que nos toca a todos luchar para terminar con ella.
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ESPERA
Silvia Arana*
Desde marzo hasta junio del 76, esperaba. No sabía exactamente cómo iba a ser, pero sabía que iba a suceder. Hasta que un 22 de junio, entraron por el patio de la casa de mi madre, saltaron por una ventana, y casi derriban la puerta del baño justo cuando acababa de ducharme. Mientras me vestía con lo primero que hallaba a mano oí los gritos: Abra, Gendarmería Nacional.
Fue preanunciado (por las detenciones previas de amigos, por la muerte del hermano mayor de un compañero de colegio y amigo, por la desaparición de otro amigo, por la falta de noticias de un sinnúmero de compañeros de la universidad de Córdoba), sin embargo en ese momento no pude hacer otra cosa que esperar en la casa de mi madre. No regresé a la Universidad de Córdoba porque sabía que si me detenían allí, iría a un “chupadero”, como se les llamaba a los tenebrosos centros de detención clandestina de dónde no se sabía nada más que reportes de terror. Además en Córdoba vivía sola. Pensé que quedándome en un pueblo chico, adonde tenía todavía familiares y amigos podría salvar la vida. ¿Por qué no me fui a un lugar donde nadie me conociera? Porque tenía dieciocho años y no me creía capaz de sobrevivir sin nadie que me ayudara.
Pasé cinco años y medio detenida, sólo los primeros meses en la provincia de La Rioja, y desde octubre del 76 hasta diciembre del 81 en el Penal de Villa Devoto, en Capital Federal, Buenos Aires.
Desde entonces he vivido en diferentes países, ahora estoy en Quito, Ecuador, con mi marido y una de mis dos hijas.
Hace un par de días, el sábado a la una de la tarde, tocaron el timbre, no atendí pensando que era un vendedor de leña que suele venir a esa hora. A la media hora, vuelven a tocar el timbre, esta vez atendí y era el hijo de los vecinos. Me avisó que en la casa de ellos habían tocado el timbre, que la madre atendió el portero eléctrico y le preguntaron por una familia desconocida. Les respondió que no vivían allí. Pero dudando de las intenciones, miró por la terraza, vio que timbraron en mi casa, y que al no obtener respuesta, abrieron la puerta de calle con una ganzúa y entraron en la casa, cuando subían las escalinatas hacia la terraza, la Sra. les gritó: “Desgraciados, váyanse”. Afortunadamente los dos sujetos obedecieron, subieron a su coche Vitara con vidrios oscuros y se fueron. Ni mi hija ni yo escuchamos nada.
Vinieron una vez… ¿con qué propósito? Queda la pregunta en el aire. Y me visita aquella sensación casi olvidada (nada se olvida por entero) de esperar por lo no querido, por lo tan temido, por la violencia irracional. Tengo que recordarme que no es lo mismo, que no tengo dieciocho años, que no vivo en una dictadura militar, que tengo opciones… Sin embargo, vuelve la vieja sensación, no se quiere ir, quizás porque sabe que en mí puede hospedarse.
Quito, 27 de junio de 2011
* Editora/traductora. Colabora con Lalineadefuego y Rebelión.