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En un reciente análisis político sobre el estado de las izquierdas sudamericanas en el poder, el periodista e investigador argentino Pablo Stefanoni traza un interesante paralelismo que busca evidenciar similitudes y diferencias entre ellas. Así como lo esclarece el título del editorial, ‘La lulización de la izquierda latinoamericana’, la conclusión que el autor infiere de los últimos desarrollos, sobre todo en Argentina, Bolivia y Ecuador, es que se registra una cierta convergencia hacia el modelo encauzado por Lula da Silva en Brasil (consumo, crecimiento económico, políticas sociales, extractivismo y regulación de mercados, en extrema síntesis), sin por eso dejar de subrayar las particularidades que atañen cada país.
No es sobre la moderación de las políticas, es decir sobre la pérdida del potencial antisistémico que quisiera detenerme, sino sobre otro aspecto estrechamente relacionado –la otra cara de la moneda, se podría decir-, que Stefanoni primeramente captura con expresiones como ‘la etapa heroica ha quedado atrás’, ‘amesetamiento de la integración antiliberal’ y pérdida del monopolio de las banderas del cambio. Más adelante, los contornos del asunto son definidos con aún mayor clareza: si bien la luna de miel entre los gobiernos progresistas y el ‘pueblo’ se fundamentaba inicialmente en la oposición al régimen neoliberal, este significante empieza ahora a perder peso y emergen nuevas reivindicaciones, a las cuales guiñan el ojo con particular insistencia los representantes de una derecha renovada en cuanto a caras, y parcialmente también a repertorio ideológico (véase Rodas, por ejemplo). Me parece este un punto de particular interés sobre el cual ahondar el análisis, e incluso, si se me lo permite, avanzar el esbozo de unas reflexiones estratégicas para la izquierda latinoamericana.
El pueblo al cual los gobiernos nacional-populares han hecho constantemente referencia no es otra cosa que una función de la oposición susodicha, es decir, su existencia no es previa al recogimiento proactivo de las diferentes instancias de cambio que se originaron a raíz del devastador impacto del neoliberalismo, sino posterior. El pueblo, en otras palabras, se determina a través de un acto discursivo. Eso permite que el pueblo pueda ser construido, deconstruido y reconstruido a partir de un material contingente: las diferentes y mutantes problemáticas que aquejan a la sociedad, las cuales, al no ser satisfechas, se transforman en demandas sociales. Los gobernantes tienden a desestimar este razonamiento ontológico, siendo prisioneros de una retórica esencialista: creen que el discurso a través del cual pudieron establecer su hegemonía es imperecedero. Insisten con el neoliberalismo y otros significantes a veces estereotipados (‘la prensa corrupta’, por ejemplo -lo cual no significa que no lo sea-), olvidando que la sociedad que ellos mismos han contribuido a enrumbar hacia un nuevo escenario enfrenta ahora desafíos y situaciones renovadas.
Hace, por lo tanto, bien Stefanoni en invocar mayor creatividad para las izquierdas del continente, a fin de evitar que sea la derecha en fabricar en el mediano plazo una nueva narrativa popular; sin embargo, las perspectivas no son particularmente alentadoras. No lo son en la medida en que se han ido mezclando los aspectos más problemáticos del institucionalismo y del populismo, haciendo así difícil la innovación del discurso. Del primero se ha ido adquiriendo un alejamiento cada vez más hondo de los antagonismos sociales, mientras del segundo, la excesiva centralidad del líder dificulta la creatividad mencionada arriba. De los jóvenes progresistas del continente hay que exigir un menor culto de la personalidad y una mayor receptividad para captar los humores de la población y proveer respuestas en un sentido emancipatorio, antes que la derecha vuelva a disputar la hegemonía conquistada por la izquierda en los últimos años.
