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LAS MUJERES FEMENINAS, LA FAMILIA CONVENCIONAL Y LA PELIGROSA IDEOLOGÍA DE GÉNERO. por Cristina Vega*

18 Enero  2014

A estas alturas deberíamos poder coincidir en afirmar que el género es una contrucción social. Esto, que es un hecho poco controvertido en las Ciencias Sociales a lo largo y ancho del mundo, se ha convertido en materia de disputa, tanto para las fuerzas más conservadoras de la sociedad ecuatoriana como para algunos miembros de la clase política en el gobierno que sostienen que liberarse de los condicionamientos sociales para alcanzar la libertad y elegir el género no resiste el menor análisis. Desconocemos las bases de dicha afirmación, pero sí podemos ofrecer algunos aportes para esclarecer que se esconde tras dichas visiones.

Decir que el género se conforma en la vida social implica afirmar varias cosas.

La primera es que las identidades sociales, en este caso las de género –que nos lleguemos a identificar como hombres, mujeres, o personas no alineadas en este binario con rasgos más o menos reconocibles de ambos lados– no es algo que venga ya determinado por el sexo que nos asignaron al nacer.

En el campo de la naturaleza las cosas no parecen tan claras como cabría esperar. La intersexualidad, en sus distinta expresiones, es una realidad médica reconocida que agrupa a personas con diversas características y configuraciones hormonales, gonadales, genitales externos, estructuras cromosómicas y otros rasgos sexuales secundarios. Estas personas, consideradas aun hoy freaks en muchos entornos y reconocidas históricamente en todas las culturas, han sido convenientemente “reducidas” a dos, en el mejor de los casos con fines humanitarios para que pudieran adaptarse a un mundo que no entendía de lugares intermedios. Fausto Sterling, una bióloga estudiosa en este terreno, dijo que podían llegar a representar el 4% de la población. La inhumanidad a la que se condena a estas personas y la obstinación por situarlas de uno u otro lado cuando bebes o más tarde, como jóvenes o adultos, ha causado elevadas dosis de presión y violencia sobre ellos y sus familias. Como afirma la filósofa María Lugones, “las correcciones sustanciales y cosméticas sobre lo biológico dejan en claro que el «género» antecede los rasgos «biológicos» y los llena de significado”.

Más allá de nuestras consideraciones estéticas o normativas, lo cierto es que las personas intersex existen. No son seres de ciencia ficción. Y esto implica reconocer que la biología sexuada se produce en variaciones más allá de las peras y las manzanas y que es la sociedad la que las interpreta de forma reductiva. Cómo quieran o puedan identificarse estas personas, si se les brinda dicha posibilidad, es algo que puede resultar sorprendentemente diverso.

Si de parte de la naturaleza cultural del sexo nada parece clausurado, del lado de la cultura en mayúsculas la cosa se pone peor. Ya Simone de Beauvoire dijo que no nacemos hombre o mujer, sino que “nos convertimos” en tales en contacto con el mundo social. En este devenir asuminos la feminidad y la masculinidad como un conjunto de rasgos normativos que vamos adoptando en nuestra vida junto a otros seres. Nos hacemos entonces mujeres femeninas u hombres masculinos. Pero, como ya dijera la filósofa Judith Butler, si es cierto que nos convertimos en algo, es decir, que pasamos a ser cierto tipo de ser que no somos desde un principio, ¿qué garantiza que vamos a terminar siendo mujeres femeninas y hombres masculinos? Aunque el adiestramiento sea preciso y claro y existan múltiples instancias desde las que se induce diariamente su práctica y se regula su ejercicio, las distorsiones, errores, errancias pueden darse, como de hecho sucede, y la realidad acaba superando cualquier teoría o, para ser más exactas, es la realidad en sus múltiples manifestaciones la que hace con frecuencia que el motor de la teoría se vea obligado a arrancar. Si hemos pensado la diversidad humana del género es porque las personas la han ejercido de una y mil formas en todos los países y en todas las épocas.

Nuestro mundo está poblado de personas que no se adaptan a las clasificaciones al uso. Mujeres biológicas con rasgos sociales que nos recuerdan a hombres, hombres que adquieren maneras de mujer, personas que se comportan de forma ambivalente. Las personas transexuales, travestis y transgénero también existen. Además, en la medida en que para muchos la identidad de mujer-femenina y hombre-masculino tiene que ver con que te gusten los hombres y las mujeres respectivamente, las mujeres lesbianas y los hombres homosexuales, por muy mujeres y femeninas o muy hombres masculinos que sean, no serán plenamente reconocidos como tales en determinados ámbitos. Apoyándose en su apariencia “pasarán” como “normales”, pero al menor descuido podrán ser desclasificados con los riegos de exclusión y violencia que esto implica. Si esto es así para las personas “raras” o, como dicen algunas utilizando un anglicismo, queer, las más normales no son ajenas a las ambigüedades que se producen  en las fronteras del género. Estas se palpan día a día: demasiado vello o demasiado poco, modos bruscos o sospechosamente amanerados, forma llamativa de vestir, etc. Hay quienes se dedican a patrullar las fronteras del género. Los encontramos en escuelas, lugares de trabajo, centros médicos y desde luego en las calles. Se aferran con miedo al mundo que conocen o, ¿acaso temen otra cosa?

En todo caso aquí no acaban las dificultades porque, si nos paramos a pensar, cómo ya hiceran otras antes, ¿qué es una mujer? ¿qué es un hombre? Ante una pregunta semejante nos encontramos con enormes dificultades para definir los rasgos que caracterizarían a estos tipos ideales. A las mujeres, como a los hombres, los conocemos en el mundo empírico. Altas, bajas, con pelos, sin ellos, con mayores o menores senos, caderas, con distintas formas de encarar las dificultades, desempeñarse en el trabajo, atender a sus seres queridos y seducir a quienes les atraen, con aficiones variopintas y anhelos comunes. Así pues, cabría preguntarse ¿qué tienen en común todas las mujeres y todos los hombres? ¿Qué, cuando además pertenecen a distintas clase sociales, edades, grupos étnicos y nacionales, cuando tienen distintas ideologías y se organizan en diferentes partidos, sindicatos, organizaciones sociales y clubes deportivos?

Las diferencias sociales al interior de estos grupos son tales que llevaron a Sojourne Truth, una esclava abolicionista estadounidense. en 1851 a preguntarse si “acaso ella no era una mujer” al ver cómo las mujeres negras en las plantaciones eran, como más tarde explicarían Angela Davis y Patricia Hill Collins, explotadas, fustigadas y abusadas igual o más que los hombres conformando una feminidad específica históricamente asociada a las afrodescendientes que nada tenía que ver con la de sus contrapartes blancas. A Domitila Chungara, una mujer indígena pobre, crecida y curtida en las luchas mineras en Bolívia, le pasó algo parecido cuando se encontró con otras mujeres del norte en la Tribuna del Año Internacional de la Mujer en las Naciones Unidas en 1975. También ella tubo que preguntarse y preguntó: “¿tiene usted algo semejante a mi situación? ¿Tengo yo algo semejante a su situación de usted? (…) nosotras no podemos, en este momento, ser iguales, aun como mujeres, ¿no le parece?” Este extrañamiento, que experimentaron por igual mujeres discriminadas por distintos motivos, denotaba que en realidad las mujeres, las de verdad, eran un tipo ideal que en todo caso representaba a un grupo concreto que hablaba por boca de todas.

Pero entonces, resta una duda. ¿No hay mujeres? ¿No hay hombres? ¿Porqué nos entendemos cuando hablamos de estas categorías sociales si la diversidad es tan enorme? ¿Por qué algunos apelan a la feminidad y la masculinidad como si fueran indentidades claras y transparentes que se adhieren de forma automática a los cuerpos? ¿Tienen algo verdaderamente común?

En mi humilde opinión creo que la feminidad y la masculinidad para mujeres y hombres diversos es un ideal cuyo objetivo es producir y regular la desigualdad. En tanto ideal que se proyecta sobre todas y todos es verdaderamente compartido. Y vean que es bastante operativo en nuestra sociedad y que cada cual tiende a ocupar el lugar normativo que le corresponde, como hemos dicho, de forma extremadamente imperfecta, a sabiendas que salirse tiene sus repercusiones. Pero, ¿cuál sería este ideal?

Existe cierta vaguedad en la celebración de las mujeres femeninas y los hombres masculinos, pero algunas pistas tenemos. A lo que se alude con frecuencia cuando se pretenden preservar las fronteras de género insistiendo en que las mujeres y los hombres han de identificarse con claridad y conservar sus respectivos rasgos complementarios es a una formación histórica en la que aparentemente se fraguaría dichos rasgos.

Se trata nada más y nada menos de la llamada “familia convencional”. Esta, de algún modo, se erige en espacio privilegiado en la formación de las identidades de género, de modo que reconocer la inestabilidad que atraviesa dichas identidades es simultáneamente atacar este pilar fundamental de la sociedad en el que se fraguan y reproducen. Preguntarse por las identidades de género y el modo en que se asientan invariablemente acaba siendo interpretado como un ataque frontal a dicha clase de familia.

Pero, ¿qué es esta familia convencional en la que se desarrollan las categorías género?

Se trata de una unidad nuclear formada por un hombre y una mujer en un vínculo conyugal heterosexual de fidelidad y eventualmente por sus hijos. Dicha unidad se presenta habitualmente como “convencional” (originada en la costumbre), “natural” y en muchas ocasiones “universal”.

Pero si nos atenemos a los hechos históricos y a la realidad empírica podemos ver que ni es universal, ni es transcultural, y se trata de una formación histórica que coincide con el desarrollo del capitalismo.

Según explica la historiadora Silvia Federicci, a partir del siglo XVI pero sobretodo en el XVII, las mujeres son progresivamente encerradas en el ámbito del hogar y empiezan a jugar un novedoso papel en la familia como productoras y cuidadoras de fuerza de trabajo bajo un creciente poder del Estado. Para ello tubo que darse un fuerte proceso de persecución y desposesión de las mujeres en tanto sujetos de cultura, sabiduría y poder en la sociedad. A la par que se redefinía el nuevo papel de las mujeres en la familia, ésta se separaba de otros ámbitos de la vida social como el laboral y el político, ambos protagonizados por los hombres. La vida doméstica domesticó a las mujeres que de este modo adquirieron los rasgos de una nueva feminidad, primero de la mano de las propuestas románticas y, más tarde, de la ciencia, como bien narran Ehrenreich e English en un maravilloso libro sobre los expertos y las mujeres.

Este proceso que primero se dio en Europa fue exportado como parte de la empresa colonial. Si para las mujeres burguesas europeas, la feminidad, asociada a su papel reproductor en la familia doméstica, estaba cargada de atributos sentimentales, para las colonizadas, su conversión en mujeres femeninas implicó formas de inferiorización específicas que garantizaban un orden servil y racial de género. Asemejarse si quiera un poco al modelo dominante a través de la familia doméstica y de la mujer domesticada pasó también por el repliegue de estas mujeres de modo que perdieran, según explica Rita Segato, los mecanismos de presencia y control que previamente habían ejercido en la comunidad para hacerlas más dependientes del esposo y del Estado.

En un célebre artículo publicado en 1982, Collier, Yanagisako y Rosaldo, exponían el carácter ideológico que había desempeñado la defensa de este ideal de familia como unidad hegemónica, también en las Ciencias Sociales durante el siglo XIX. El evolucionismo pero principalmente el funcionalismo habían sido responsables de convertir a esta unidad en un modelo transcultural y desarrollado transferible a todas las sociedades en la medida en que remitía a las características biológicas de cada sexo. La familia cumplía una serie de funciones y éstas eran garantizadas mediante la división sexual del trabajo y un reparto desigual de poder en su interior. El hombre detentaba la jefatura del hogar y cumplía el papel de provisor y protector frente a cualquier amenaza externa revelándose entonces como masculino, mientras que la mujer asumía las tareas de cuidado de la casa pero sobretodo de crianza y atención a niños y adultos revelándose en este desempeño como femenina. La complementariedad era una elemento clave en la distribución de tareas y poderes, ocultándose el hecho de que dicha distribución acarreaba una relación asimétrica que emanaba de la familia y se proyectaba a otros ámbitos de la vida social como el mercado, la política y la cultura. Además de unidad funcional esta forma de familia, cada vez más asociada con la “costumbre” y la “tradición” inmutable, fue históricamente construida como una unidad moral y moralizadora, y en esto el aporte clave provino más bien de las visiones victorianas.

Desde la década de 1970 en adelante, dada la proliferación de discursos sobre los límites de la democracia y la igualdad en lo que a las mujeres concernía, así como a la irreversible incorporación de éstas al trabajo asalariado, y ante el riesgo de perder seguidores, los defensores de la familia convencional concedieron que las mujeres salieran del ámbito doméstico siempre y cuando asumieran la doble carga que representaba su papel en la familia priorizándolo en caso de necesidad.

Muchos capítulos se han escrito sobre la necesaria continuidad de la familia convencional y su conveniencia en la reproducción de la feminidad y la masculinidad, pero no deja de llamar la atención el desfase que existe entre lo que se defiende y la vida social que realmente vivimos.

Me pregunto qué pertinencia tiene la promoción de esta familia en un país en el que de los 3.810.548 hogares existentes, 1.093.235 están encabezados por mujeres. Un país en el que éstas trabajan en promedio semanal 18 horas más que los hombres en quehaceres domésticos, siendo este trabajo no remunerado entre el 24 y el 50% del PIB en Ecuador; en el que el 80 % de las niñas entre 5 y 17 años de edad realizan tareas domésticas y en el que el índice de embarazo adolescente asciende al 17%, el segundo más elevado de América Latina. También me pregunto cuán deseable sea si tenemos en cuenta las cifras de violencia machista en las familias. Según la Encuesta de Relaciones Familiares y Violencia de Género contra las Mujeres, del total de mujeres que han vivido algún tipo de violencia de género el 76% ha sido violentada por su pareja o ex parejas, es decir, la mayoría de las veces, la violencia no sucede en la calle o en el trabajo sino, por el contrario, se produce de puertas adentro, en el espacio privado: la casa, la cama, el hogar. La violencia psicológica alcanza al 76,3% y la sexual al 53,5%. En todos los casos muy superior a la violencia ejercida por hombres fuera del ámbito familiar. 9 de cada 10 divorciadas, es decir el 85,4% han vivido violencia de género, siendo las separadas el 78%, las unidas el 62,5% y las casadas el 61,5%. En Ecuador, el 78% de niñas dijo haber recibido algún tipo de maltrato en sus hogares.

La denominada familia convencional con la que con frecuencia se asimila la sociedad ecuatoriana puede conformar un vínculo cordial y pacífico, puede incluso alcanzar ciertas cotas de igualdad, pero no es ajena, como vemos, al abuso y a la violencia. Existen muchas familias heterosexuales, la mayoría podríamos llegar a caracterizarlas como convencionales, pero tampoco la heterosexualidad garantiza que lo sean. Lo que garantiza que una familia sea convencional es que cada cual haga lo que le corresponde, que las mujeres hagan de mujeres y los hombres de hombres, y esto no tiene otro fundamento sino una diferencia desigual y una relación de subordinación estructural que se extrapola al conjunto de la sociedad como norma. En la medida en que se asienta sobre una clara asimetría no puede ser el lugar más idóneo para vivir en libertad. Por eso su promoción, en un contexto de familias diversas, sólo se entiende como una manera de frenar que las mujeres dejemos de ocupar el lugar que por convención se nos ha asignado. No es de extrañar que estas mismas gentes impongan la maternidad a quienes no la desean condenando a mujeres y niños por igual.

Parece claro que en nuestra sociedad el género se asigna y se impone, a sangre y fuego si es preciso. Ciertamente no lo elegimos, pero esto no significa que no sea un campo plagado de contradicciones que construimos en el día a día, que no podamos cuestionarlo y cambiarlo. Que la feminidad y la masculinidad esté tan fuertemente asociada a los papeles desiguales que jugamos en las familias debería hacernos pensar si es posible reinventar tanto las bases sobre las que queremos erigir la convivencia como la propia pervivencia de la feminidad y la masculinidad tal y como nos hemos visto abocados a conocerlas. Escindir un feminismo que busca la igualdad de derechos de otro, peligroso e ideológico, que aspira a cuestionar la dominación en la familia y en las identidades que ésta habilita es una forma de confundir y confundirse.

Puede ser que con los términos familia convencional y rasgos femeninos y masculinos se esté aludiendo a otro orden de cosas, en cuyo caso sería conveniente saber de qué se trata y porqué debería interesarnos tanto.

*Profesora en Estudios de Género

Fuente: Revista Feminista Flor del Guanto

 

Beauvoir, S., (1999) El segundo Sexo, Buenos Aires, Editorial Sudamericana.

Butler, J. (2001) El Género en Disputa, Barcelona, Paidós.

Collier, J. Rosaldo, M. Y Yanagisako, S. (1997)“Is There a Family? New Anthropological Views” en The Gender Sexuality Reader, Lancaster y di Leonardo (comps) Routledge, 1997. Versión en español en: www.filo.uba.ar/contenidos/…/Collier-Rosaldo-Yanagisako-Familia.doc?

Davis, A. (2004) Mujeres, raza y clase, Madrid, Akal.

Ehrenreich, B. y English, D. (2010) Por tu propio bien. 150 años de consejos expertos a mujeres, Madrid, Capitán Swing.

Fausto-Sterling, A. (1998) “Los cinco sexos” en Nieto (comp.) Transexualidad, transgenerismo y cultura. Antropología, identidad y género, Madrid, Talasa.

Federicci, S. (2004) En Calibán y la bruja. Mujeres, cuerpo y acumulación originaria, Madrid, Traficantes de Sueños.

Hill Collins, P. (1990) Black Feminist Thought, New York, Harper Collins.

Lugones, M. (2008) “Colonialidad y género. Hacia un feminismo descolonial”. Género y descolonialidad, Buenos Aires, Ediciones del signo.

Moema, V. “Si me permiten hablar…”. Testimonio de Domitila una mujer de las minas de Bolivia, Siglo XXI.

Segato, Rita Laura “Género y colonialidad¨en busca de claves de lectura y de un vocabulario estratégico decolonial”, K. Bidaseca y V. Vazquez (Comps.), Feminismo y poscolonialidad. Descolonizando el feminismo desde y en América Latina, Buenos Aires, Godot, 17-48.

Truth, S. (1851) “¿Acaso no soy una mujer?” en http://nuriavarela.com/sojourner-truth-acaso-no-soy-yo-una-mujer/

 

 

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