09 de mayo 2015
Colombia es el único país del mundo que acepta la orden norteamericana de bombardear con defoliantes su propio territorio y sus propias gentes.
¿Es narcotraficante el procurador Alejandro Ordóñez? ¿Es narcotraficante el expresidente Álvaro Uribe? La pregunta es pertinente. Porque si no, no se explica por qué han sido ellos los únicos que han puesto el grito en el cielo ante la sensata petición del ministro de Salud, Alejandro Gaviria, de que se suspendan las fumigaciones aéreas con glifosato de los cultivos ilícitos de coca ante el riesgo de cáncer que implican para los campesinos afectados.
Y es que a nadie, salvo a los narcos, le convienen las fumigaciones con glifosato: una de las herramientas de la “guerra frontal contra la droga” que mantiene boyante su negocio. A todos los demás les hacen daño.
En primer lugar, claro, a los campesinos cocaleros. Aún si no fuera cancerígeno, como afirma la Organización Mundial de la Salud, el glifosato es un veneno químico (un herbicida: matador de hierbas), que quema las cosechas de pancoger, enferma a los niños y a los animales y contamina las aguas. Es un roundup reforzado, engallado, que debería usarse con las debidas precauciones y en las medidas dosis con que se aplica en la agricultura normal, pero que en la aspersión desde avionetas que hace la Policía cae del cielo sin diluir como una llovizna esterilizante. Que el gobierno de Colombia sabe de sobra que es dañino lo demuestra el que haya pagado sin rechistar la compensación reclamada por los campesinos ecuatorianos cuando el viento llevó el producto más allá de la frontera y les destruyó sus campos. Les hace daño también a las arcas del Estado: marchitar la planta de la coca por fumigación aérea cuesta diez veces más de lo que vale la cocaína así eliminada. Les hace daño a los menguantes bosques del país: la destrucción de los cultivos solo tiene el efecto de desplazarlos, expulsándolos más adentro de la selva nuevamente talada, de modo que cada año se siembran tantas hectáreas nuevas como se queman las ya existentes. De manera que el proceso, desde el punto de vista de la producción de drogas, es completamente inocuo. Se han fumigado en 20 años cerca de 2 millones de hectáreas sembradas de coca (y de plátano y fríjol y maíz), y no hay hoy ni una menos: están las 150.000 de siempre, aunque en otros sitios. No concentradas en el Putumayo y el Guaviare, sino desperdigadas por todas las regiones remotas del país.
El procurador Ordóñez y el expresidente Uribe saben todo eso, o deberían saberlo. Deberían saber también que, como explica con valeroso rigor el ministro Alejandro Gaviria, no suspender las aspersiones a sabiendas de que son dañinas “sería antiético, por decir lo menos”. Pero en ellos manda la mezquindad política. Por eso explican su postura a favor de las dañinas fumigaciones diciendo que suspenderlas favorece a las Farc, dentro de la política de entrega del país que, según ellos, sigue el gobierno. Y en apariencia las favorece en cuanto que son narcotraficantes, pues parece respetar la base de su negocio: los cocales. Pero es al contrario, por cuanto la inmensa rentabilidad de ese negocio depende de que se lo persiga. Y en cambio lo que sí ha favorecido y fortalecido a las Farc en tanto que organización guerrillera han sido las fumigaciones mismas, que les han dado el respaldo social de 100 o 200.000 familias cocaleras porque las ven como sus protectoras frente a la agresión del Estado, representada por la destrucción de sus fuentes de subsistencia por orden del gobierno de los Estados Unidos.
Y ahora que menciono a estos: en su defensa de las fumigaciones, a Ordóñez y Uribe los acompaña el ministro de Defensa Juan Carlos Pinzón. Como parte, me imagino, de sus obligaciones de aliado militar de los Estados Unidos. Pues tan incondicional es esa alianza que Colombia es el único país del mundo que acepta la orden norteamericana de bombardear con defoliantes su propio territorio y a sus propias gentes. Solo lo hicieron los sudvietnamitas con el muy tóxico “agente naranja” usado en la guerra de Vietnam (fabricado también, como el glifosato, por la empresa agroquímica Monsanto). Hoy no lo hace ni siquiera Afganistán, país militarmente ocupado desde hace más de una década y cuyo frágil y corrupto gobierno solo se sostiene gracias a la ayuda financiera norteamericana y a la presencia de las tropas de la coalición norteamericana. Colombia sí lo hace, y no de ahora, sino desde hace 40 años: desde que empezó (y se usaba entonces el herbicida Paraquat, también fabricado por Monsanto) la persecución de la marihuana.
Cuando escribo esta columna me entero de que el trío de defensores de la fumigación se volvió cuarteto con la participación del ministro de Agricultura, Aurelio Iragorri. Este anuncia, o amenaza, con blanda astucia, que si se suspenden las fumigaciones de los cultivos de coca “se incorporará la prohibición para el uso en actividades agropecuarias”. Convirtiéndose así en el portavoz del bufonesco “zar” antidrogas del gobierno norteamericano William Brownfield, quien declara que “prohibir la aspersión de los cultivos ilícitos sin prohibirla en la agricultura comercial es proteger a los criminales pero no a los inocentes”.
Tal vez no sean cómplices de los narcos estos cinco personajes, el procurador, el expresidente, los dos ministros, el “zar”, o no lo sean conscientemente. Tal vez simplemente son tenedores de acciones de la empresa Monsanto.
Fuente: http://www.semana.com/opinion/articulo/antonio-caballero-narcos-accionistas/426907-3
Foto: Leon Dario Pelaez