Ni el gobierno, ni los trabajadores de las artes y la cultura, ni la academia: nadie pudo haber previsto lo que está pasando. Ni Ecuador ni ningún país del mundo contaban con una estrategia o manual para enfrentar una situación tan abrupta en su llegada, tan incierta en su duración y con una incidencia tan grande en nuestras condiciones de vida. Pero la afectación de la pandemia en el sector cultural depende de su situación previa y en nuestro país esa afectación es muy profunda, devastadora.
Frente a esa devastación, el Ministerio de Cultura decide plantear un plan de contingencia. Ante su solo anuncio se incendian las redes, se adjetiva y descalifica, se predice el apocalipsis… La alharaca y la virulencia no ayudan mucho, a menudo son el contrario de la contundencia y el posicionamiento sustentado y radical. El griterío y el tumulto no tienen más consecuencias que una tormenta en un vaso de agua.
No es el momento de bajar los brazos y hacer en una especie de tregua humanitaria. No, en el confinamiento debemos agudizar nuestro sentido político, estar más vigilantes, evitar la ingenuidad. No hay que renunciar a la política, hay que recargarla, volverla más potente y estratégica.
Es lógico que un plan pensado desde la institución rectora de las políticas públicas para las artes, el patrimonio y la cultura apunte a lograr un retorno a la normalidad. Pero ese no tiene porqué ser el objetivo de los trabajadores de las artes y la cultura. Hace seis meses, cuando parecía llegar a su fin la gran ola de movilizaciones populares en Chile, surgió esa consigna maravillosa que plantea no volver a una normalidad que era, justamente, el problema. Tras las grandes convulsiones, lo que hasta entonces parecía mera utopía se convierte en una posibilidad real. Pero la nueva realidad no será un regalo que nos deje la pandemia, no caerá como la lluvia del cielo. Hay que pensarla, hay que pelearla, hay que construirla.
En la primera fase de ese plan de contingencia (enfrentar la emergencia) lo que debería hacer la sociedad civil, y que en alguna medida se está haciendo, es que colectivos de artistas, asociaciones gremiales, agrupaciones de toda índole se organicen para apoyar a los más vulnerables, a los que peor la están pasando. Para las fases siguientes (reactivación y sostenimiento) nuestra voz, experiencia y participación son fundamentales. Un ministro, un secretario o director de Cultura, quien encabeza un instituto o un núcleo de la Casa de la Cultura de Ecuatoriana (CCE), son funcionarios públicos que deben responder ante la ciudadanía. Ninguno de ellos puede ignorar lo que en el sector se discuta o lo que desde el sector se plantee.
Si interpelamos a la autoridad por lo que hace o deja de hacer, significa que la reconocemos. Asumamos eso: gran parte de lo que suceda con la cultura depende de la expedición de una política, de la modificación de una normativa o reglamento, de la vigencia de una ordenanza, de lo que suceda en la institucionalidad y en la legalidad. Podemos pretender que lo que sucede a ese nivel no nos importa ni nos concierne… pero eso es adherir a una posición radicalmente individualista y, en el fondo, neoliberal en extremo. Yo me valgo por mí mismo, no dependo del Estado, no me importan las leyes ni las instituciones, seguiré haciendo lo que siempre he hecho, contra viento y marea, encerrado en mi mundo. Eso es posible… pero lo es para algunos, para pocos. Para la inmensa mayoría de quienes viven de las artes y la cultura, la política es determinante y su derecho ¿su deber? es interesarse en ella, participar, aportar, criticar. En estas circunstancias eso vale más que nunca. Confinados sí, aislados no.
Esta emergencia ha evidenciado algunas realidades que conocíamos parcialmente, pero que ahora salen a la luz con mucha claridad: una institucionalidad débil y una situación del sector cultural en gran medida informal, inestable y precarizada. Esas dos cosas combinadas hacen que a la hora de enfrentar situaciones extraordinarias, todo parezca desmoronarse. Nuestro “Sistema Nacional de Cultura”, que consta incluso en la Ley vigente desde hace más de tres años, es todavía un edificio en construcción, una obra gris. No se han terminado de reglamentar y normar todos los ámbitos que supone una legislación que busca ordenar todo el campo de las artes, el patrimonio y la cultura.
Esta circunstancia extrema también nos ha mostrado lo poco que han avanzado los gobiernos locales en la tarea de asumir sus competencias en lo cultural. De dichas instancias ha faltado reflexión, diseño de políticas y gestión, por ejemplo en lo que atañe al espacio público pensado como detonante del desarrollo cultural y garantía del ejercicio de los derechos culturales de la ciudadanía.
No creo que la gente de las artes y la cultura sea especialmente egocéntrica y encerrada en sus certezas, al contrario, pienso que abundan sensibilidades dadas al diálogo, a la escucha, a la observación”.
Tampoco se ha completado un levantamiento de datos estadísticos que nos permita tener un diagnóstico sustentado, por ello cada uno de nosotros da por cierto su propio diagnóstico personal de la situación. Diagnósticos que son lecturas de la realidad sacadas de la experiencia individual o colectiva, de la lucha cuerpo a cuerpo contra, con o desde ciertas instancias de la burocracia cultural, de percepciones individuales que se deberían confrontar con otras posturas y poner en discusión sin que corra sangre. Seguimos discutiendo con argumentos parciales y sesgados, sin una base común de información validada que garantice que no estamos teniendo un diálogo de sordos.
Ahora es cuando más hace falta conversar con apertura y generosidad; justo ahora, cuando no nos podemos sentar frente a frente, con un café o una cerveza, y mirarnos a los ojos sin pantallas de por medio, ahora que todos estamos encerrados, estresados y crispados. Aunque sea muy difícil en este torbellino de malas noticias, de apocalipsis cotidianas, de no-podemos-caer-más bajo y de solo-falta-que-pase-tal-cosa, es importante tratar de mantener la cabeza fría y que no se cancelen los canales democráticos de resolución de los conflictos.
No creo que la gente de las artes y la cultura sea especialmente egocéntrica y encerrada en sus certezas, al contrario, pienso que abundan sensibilidades dadas al diálogo, a la escucha, a la observación. No es tan difícil darse cuenta que el otro está atravesando por los mismos padecimientos, algunos en mejores entornos, muchos en peores condiciones. Aunque no esté de acuerdo con él o no coincida con sus estrategias para enfrentar este momento, no necesito acanallar al que libera los derechos de su película, al que logra avanzar un trabajo creativo en su casa, al que canta por la ventana o baila en el balcón, ni al que se desespera y clama por una ayuda concreta, por una canasta básica, por un fondo de emergencia o al que postea anuncios apocalípticos de la mañana a la noche…
Hay que aprovechar esta oportunidad, como sector, para repensar (sí, repensar una vez más, fatalidad-sino-cruel) nuestra creación, nuestro trabajo, los derechos culturales del ciudadano, la relación de nuestras obras con el público, con el Estado, con el mercado, el marco legal y normativo, el fomento, las industrias y los procesos de creación difíciles de aprehender o imposibles de formatear. Es el momento de ser radicalmente críticos y autocríticos.
La implosión de la normalidad vigente (que siempre dijimos que tenía mil falencias y repetimos mil veces que había que cambiar radicalmente) nos da ahora el chance de plantear otra normalidad posible. No todo es confiar en la economía-naranja-industrias-creativas-emprendimiento, pero tampoco todo es amurallarse en la-casa-de-la-cultura-benjamín-carrión, ni todo se resuelve encerrándose en mi-proceso-creativo-inexplicable-porque-me-sale-de-muy-adentro.
Quizás tengamos razón los que, optimistas, pensamos que este puede ser el fin del capitalismo. Talvez acierten los pesimistas que creen que se establecerá algo aun peor que este presente, un feudalismo digital en el que cada grupo se meta en la ceguera de unas identidades encerradas sobre sí mismas. No lo sabemos. Dejemos que la historia y la naturaleza hagan lo suyo y concentrémonos en lo que podría cambiar realmente nuestro ámbito específico.
Podemos dejar que las cosas se resuelvan (porque se van a resolver, el mundo no se va a acabar) y vuelva a instalarse la misma normalidad de antes. Pero también podemos negarnos a esa salida conservadora y mediocre. En otros momentos históricos estaríamos hablando de activar las células, los frentes barriales, los comités de empresa, ahora las palabras son otras, porque la realidad es otra, pero el espíritu es el mismo: es importantísimo animar los espacios de discusión y organización, los grupos, los chats y los zooms, las plataformas; cada esquina virtual donde nos podamos encontrar y estar con el otro en una conversación en la que más que hablar, escuchemos. Somos parte de esa normalidad que queremos dejar atrás y solo haciendo el trabajo de cambiarnos podremos cambiar el mundo.
Podemos dejar que las cosas se resuelvan (porque se van a resolver, el mundo no se va a acabar) y vuelva a instalarse la misma normalidad de antes. Pero también podemos negarnos a esa salida conservadora y mediocre.
*Director de cine documental ecuatoriano, director del Festival de Cine “Cero Latitud” entre los años 2003 a 2009 y fundador del Festival de Cine “Encuentros del Otro Cine (EDOC).
Fotografía principal: cortesía de Cristina Marchán en “Adentro-afuera”, ejercicios de improvisación en el confinamiento.