Si la insatisfacción de dos ciudadanas suecas por el comportamiento erótico de Julian Assange deriva finalmente en un conflicto diplomático que mantiene en vilo a la prensa internacional, no se requiere perspicacia para advertir inmediatamente que la excede. Los ítems que el affair sobreexpone son variados y merecen atención como indicadores de cambios sustantivos, potenciales algunos y vigentes otros, en las prácticas comunicacionales y su relación con los estados, los actores políticos, las instituciones, pero fundamentalmente, con el crimen. Tomemos algunos pequeños ejemplos de estos cambios que en cierta medida complementan las razones del exilio de Assange, difundidos por la prensa en las últimas semanas, que tienen como protagonista a la policía estadounidense. La hemos visto acribillar de varios balazos en la zona de Times Square en Nueva York a un sujeto porque al ser descubierto fumando marihuana (que como sabemos es un delito aberrante de altísima peligrosidad social, por lo demás afortunadamente infrecuente en aquellas latitudes) intentó escaparse blandiendo un cuchillo. Días después fue difundido un nuevo caso especular en el que la policía de Michigan liquidó en un estacionamiento a un ciudadano de 46 disparos por la espalda, a quién perseguía por haberse llevado un café sin pagar. Hasta un perro cayó asesinado por las balas policiales al ladrar excesivamente tratando de evitar que los uniformados se acerquen a su amo dormido o desmayado. No conocemos estos casos gracias a la monumental infraestructura periodística y la amplia cobertura con la que cuentan las grandes cadenas de la unificación informativa sino a simples ciudadanos, seguramente indignados y atemorizados, quienes muñidos de sus celulares registraron los hechos.
Si bien estos videos fueron exhibidos por los grandes medios, no fueron producidos por ellos. La separación entre la producción de fuentes y su reproducción (la que a su vez va diversificándose y segmentándose) refleja el incremento de las fuerzas productivas en ramas apropiables por la comunicación tanto industrial como personal, que presionan a las relaciones de propiedad para su readaptación, o bien las dejan en franca crisis. La producción ciudadana de insumos informativos y denuncias es un arma cultural novedosa con la que cuenta la sociedad civil para ejercer cierta defensa y autonomía ante la violencia o la injusticia. Lo que antiguamente requería de medios de producción físicos y recursos humanos (cámaras sofisticadas y camarógrafos, además de organización periodística para salir a “producir la noticia”) hoy se hace prácticamente innecesario pero sobre todo más potente y diseminado. Aquello que anteriormente podía captarse por azar hoy puede ser el resultado de una vasta ciudadanía atenta y celosa de sus derechos. Si la CNN, difusora de los videos, los hubiera producido, casi con seguridad los desconoceríamos porque habrían sido censurados en complicidad con los policías asesinos. No pretendo sostener que esa o cualesquier otra de las cadenas informativas internacionales estadounidenses apañe o se solidarice con todo crimen en general, sino simplemente que evitará difundir cualquier episodio que desmienta el ideológico relato de un país con plena igualdad ante la ley (no casualmente las víctimas eran indigentes y afrodescendientes) y respeto por los derechos humanos.
Assange en tanto líder del proyecto wikileaks refleja en otra dimensión estas mismas transformaciones del capitalismo actual. El propósito difusor y develador, que por cierto es compartido y llevado a cabo por varios otros emprendimientos periodísticos y militantes, es fácticamente posible también porque se están operando transformaciones en los procesos de producción y transmisión de documentación de los estados y en la división técnica de su proceso de producción. Hasta mediados del siglo XIX un informe confidencial original (no me refiero a copias cifradas o encriptadas) se escribía a mano, generalmente por el propio autor y se transmitía a través de un mensajero de confianza. Hacia el siglo XX con máquina de escribir y copias en carbónico por idéntico medio. En estos dos casos, la única posibilidad de obtenerlo era expropiando al poseedor o teniendo el tiempo suficiente para copiar su contenido a mano en un apunte. La fotocopiadora permitió a mediados de siglo evitar la privación para generar copias, cosa que requería el acceso próximo a este medio de producción y la transmisión podía hacerse por algunos medios electrónicos acotadas a lo textual o a lo sumo a la imagen fotográfica. Las tecnologías digitales con las que se producen actualmente, hacen indistinguibles la copia del original de cualquier forma documental multimediática y se reproducen a discreción desde un pendrive o una conexión a internet. Basta la voluntad de quien o quienes tengan acceso a archivos para lograr muy fácilmente su reproducción.
Sin duda las transformaciones aludidas avanzan sobre múltiples formas de la privacidad. Si uno pasea por las calles urbanas junto a miles de potenciales camarógrafos improvisados, es muy probable que resulte filmado en alguna oportunidad, además del registro que toman las cámaras de seguridad. Tan probable como que de entre miles de trabajadores que son enviados a realizar acciones de guerra, represión, tortura o espionaje, haya algunos cuya ética se revele ante la experiencia y decidan declinar y hasta denunciarlo. La diferencia es que en estos casos ahora pueden aportar pruebas documentales y ayudar a condenar a los responsables de las atrocidades. Así conocimos tantas prácticas aberrantes recientes desde las torturas en Abu Graib hasta el video titulado “collateral murder” que comenté en una contratapa del 2010 (“Sadismo de playstation e impunidad”), entre otras, con cuya difusión wikileaks cobró notoriedad. Los autores intelectuales, los jerarcas de potencias imperiales, los principales capitalistas, no son los ejecutores directos de violaciones. La “quiebra” de algunos de ellos, sus empleados, es uno de los principales caminos para la denuncia y la posibilidad de incremento de la transparencia.
En consecuencia, la defensa de la privacidad tiene -y debe encontrar- el límite que le opone la sospecha de criminalidad. Es algo así como un costo a pagar por la lucha contra ella, tal como hace la –limitada, digámoslo de paso- justicia cuando actúa. No veo diferencias cuando los asesinatos, las estafas o las violaciones recaen sobre los estados en vez de individuos o grupos de ellos. Si los indicios o pruebas provienen de documentos confidenciales de estado, no sólo es legitimo capturarlos y difundirlos, sino además proteger a los informantes y luchar por el juzgamiento y castigo de los responsables, aunque paradójicamente puedan blandir el premio nobel de la paz.
Assange está siendo perseguido por algo bien diferente al poco recomendable hábito de prescindir de protección en sus relaciones íntimas, si efectivamente así fuera. Lo cierto es que no pesa cargo alguno sobre él ni en la justicia sueca ni en la norteamericana. Hasta ahora, tanto él como las dos mujeres suecas con las que mantuvo relaciones sexuales admiten haberlas practicado consentidamente aunque sin preservativo, hecho que ellas arguyen sucedió por engaño o disimulo del acusado. En una primera instancia de la investigación la justicia sueca desestimó el caso, que fue retomado luego por una nueva fiscal que consiguió que las autoridades suecas solicitaran en noviembre de 2010 el pedido de extradición al Reino Unido, con el único propósito de interrogarlo, cosa que siempre se puede hacer con las tecnologías actuales desde cualquier parte del mundo, incluyendo obviamente a Ecuador, evitando de este modo la sospecha de que se trate de una trampa que le tienden esas dos mujeres algo distraídas en sus prácticas sexuales y la justicia nórdica.
Assange merece por tanto plena solidaridad y el consecuente reclamo de salvoconducto para efectivizar el asilo territorial en Ecuador. Aunque no comparta, y hasta me parezca muy sospechosa, su decisión de permitir la edición de los documentos a 4 de los principales periódicos del mundo con vasos comunicantes permanentes y fluidos con las embajadas estadounidenses, bajo la excusa de preservar la identidad de los agentes. Pero mucho más solidaridad aún merece el soldado Bradley Manning, la verdadera fuente de los documentos clasificados, quién se los entregó a Assange, que se encuentra detenido y acusado de 22 cargos, entre ellos, “colaboración con el enemigo”, lo que implica habitualmente la pena de muerte, aunque los fiscales han descartado la pena capital “de forma momentánea”. Manning será juzgado en 2013, en una clara violación del periodo de 120 días permitido por el reglamento militar entre la detención y el inicio del juicio. Más grave aún es que está sometido a torturas diversas y humillaciones como permanecer desnudo fuera de su celda durante las inspecciones matutinas, mantenerse esposado con la compañía de dos guardias de forma continua, o despierto permanentemente entre las 5 de la mañana y las 10 de la noche.
Ambos están hoy encerrados, aunque en condiciones muy desiguales. Comparado con el calvario que sufre el joven soldado, lo de Assange parece hasta un privilegio. Hizo bien en solicitar asilo a un país de Sudamérica ya que hoy es la única región que puede ofrecerle protección con simultánea vigencia de libertades civiles. Su vida y su libertad peligran ya que del mismo modo en que los policías fusilaron a los pobres ciudadanos estadounidenses y al perro a los que aludí, el aparato diplomático-militar del terrorismo imperial quiere hacerlo con Assange y Manning, amedrentando con ello a la sociedad para disuadirla de hacer uso de estas tecnologías para lograr transparencia y legalidad.
La muerte es su ideal aleccionador. Como hicieron con Bin Laden. Apelando a las mejores y más prolijas tradiciones históricas que supieron cultivar. En privado y en secreto, sin cámara alguna ni documentación ya que por ellas puede cultivarse el temible virus de la indignación popular.
Emilio Cafassi. Profesor titular e investigador de la Universidad de Buenos Aires, escritor, ex decano.