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sábado, noviembre 23, 2024

Sabiduría comunitaria, el cuidado y la construcción de la ciencia

Por Hugo Noboa*

No cabe duda alguna de que el saber popular, el saber comunitario, del que muchas veces se apropiaron y siguen apropiándose instituciones oficiales nacionales e internacionales, incluso el gran complejo industrial y empresarial transnacional; ese saber popular, es la base del desarrollo y sostenibilidad de nuestras sociedades, en todo el mundo; es el que nos ha permitido seguir adelante a pesar de todas las adversidades. El caso de los conocimientos ligados al cuidado de la salud y la vida, incluidos los de la medicina y disciplinas afines, no es la excepción, podríamos recoger numerosos ejemplos de ello.

Edmundo Granda, aquel filósofo de la salud que enriqueció el debate sobre los alcances de la salud pública, la salud de los públicos como a él le gustaba llamar, reconoció el aporte de “tribus” diversas, organizadas en torno a variados objetivos. Valoraba la profunda riqueza del conocimiento de las comunidades y pueblos originarios, que se transmite pragmáticamente y oralmente de generación en generación, de madres a hijas, de abuelos a nietos, de ancianos sabios y sabias a jóvenes líderes comunitarios.

Granda, en la ponencia “Algunos elementos sobre el desarrollo de la salud pública en América Latina” (La Habana, 1990), ante el hecho de que la ciencia oficial e incluso los movimientos académicos más progresistas dan la espalda a los saberes populares, señalaba: “Pero no solamente se debían comprender los determinantes de la producción y la distribución de la salud-enfermedad, sino que debía comprenderse la dinámica de los servicios porque la población los demanda, y aún más, se debía comprender cómo surge el saber popular, cuáles son los determinantes de la producción de la ciencia y técnica en salud, y se debía aprender a transmitir los conocimientos en salud en una forma diversa.”

Imagen del micro documental ‘Territorios que sanan’ presentado por el Municipio de Quito/Foto: Quito Informa

La noción de salud de los públicos, ligada a una visión de la salud y la vida, que sobrepasa el papel del Estado, de los médicos y de los servicios; ha permanecido de manera ancestral, con diferentes enfoques, en concepciones y desafíos como el “buen vivir” o en todas las prácticas de cuidado comunitario de la Madre Tierra; concepciones que muchas veces apenas tratamos de comprender desde la mirada occidental, académica, antropocéntrica y patriarcal.

Esa visión, que implica interculturalidad, conjuntamente con otros procesos de reflexión–acción que se desarrollaron en Latinoamérica, contribuye a un mejor entendimiento de la salud colectiva. Procesos que no hubiera sido posible construir en Latinoamérica, sin una profunda imbricación entre investigadores, actores académicos y políticos, con movimientos sociales, organizaciones y saberes populares.

Tendemos casi siempre a validar lo científico desde una definición hegemónica, desde el diseño de proyectos con el marco lógico del Banco Mundial, tan extendido en instituciones oficiales. Incluso establecemos una jerarquía de diseños de investigación, desde los observacionales hasta los experimentales, y atribuimos que esos son los límites duros de lo que consideramos científico; dentro de ello, minimizamos incluso el aporte de los estudios cualitativos. Creemos que todas las respuestas están en la medicina basada en evidencias y en las publicaciones indexadas más prestigiosas. Pero poca importancia damos a la vinculación entre academia y comunidades, entre academia y saber popular, en el hecho de que la investigación, la ciencia y la tecnología, no sólo deben estar profundamente comprometidas con los derechos de la población y la naturaleza, sino que tienen sus raíces y bases sólidas precisamente en saberes populares y comunitarios ancestrales.

Los tratados de libre comercio o acuerdos comerciales, que implican a países del tercer mundo y del capitalismo central, tienen como una de sus intenciones apropiarse de esos saberes ancestrales, porque en el fondo y a pesar del desprecio, reconocen la riqueza y valor de los mismos. Pretenden patentar plantas, ritos y hasta lugares sagrados de los pueblos; muchas veces lo logran, expropiándolos de sus centenarios y milenarios orígenes, vaciándoles de su contenido originario. El capitalismo no tiene límites, en todo ve fuente de acumulación; la ciencia y la tecnología están a su servicio.

En su libro “Trayectorias del Cambio, la gestión del conocimiento para el aprendizaje y el cambio en la práctica” (2019), el sociólogo uruguayo-peruano Alain Santadreu y el investigador ecuatoriano de salud ambiental y de los trabajadores Óscar Betancourt, cuestionan los procesos de investigación y la creación de conocimiento científico sin construcción colectiva, sin recuperación de la memoria colectiva de los pueblos y comunidades, sin reconocer la transdisciplina y la ecología de los saberes que incluye al saber popular, sin un enfoque militante de la investigación de importantes implicaciones éticas y políticas para el cambio. Los ejercicios que llamamos científicos muchas veces están centrados en una visión proyecto-céntrica, que responden más a los intereses de los financiadores antes que a los de las poblaciones. Por ello es necesario se dé paso a trayectorias de cambio que recojan incertidumbres y aperturas epistemológicas.

Y esas aperturas pueden ser muy diversas. Nelson Reascos, filósofo y epistemólogo ecuatoriano, muy vinculado a procesos de interculturalidad y de valoración de los saberes de los pueblos originarios andinos, frecuentemente nos recuerda que los saberes y la ciencia no siempre requieren de comprobación empírica y peor aún de diseños metodológicos que nos plantea la ciencia positiva. Que mucho del saber ancestral que perdura y perdurará, responde a otras hermenéuticas, que desde nuestras visiones académicas ni siquiera alcanzamos a comprender, o cuando creemos comprenderlo, lo despreciamos. Peor aún pensar que investigadores de la academia tengan que “validar” el conocimiento y los saberes ancestrales de los pueblos originarios. La construcción de una ciencia digna requiere de un diálogo de saberes diversos, al decir de Orlando Fals Borda y Carlos Rodrigues Brandäo[1].

En este punto, tal vez es oportuno hacer referencia a algún ejemplo que dé cuenta de esa contradicción entre saberes populares y comunitarios vs. prácticas supuestamente construidas con rigor científico y que tienen el aval de publicaciones también científicas; que sin embargo, muchas veces esconden intereses económicos de grandes empresas, que favorecen el monopolio e imposición del pensamiento, además de privilegios, exclusiones y vanidades. En ese marco, vale preguntarse ¿para qué y para quiénes publicamos? las respuestas pueden marcar profundas diferencias.

El del parto es tal vez uno de los ejemplos más demostrativos. Por milenios y en todas partes del mundo, las mujeres han parido en forma vertical, con diversas modalidades, esa es la forma natural. El parto es un evento mágico, de profundas implicaciones comunitarias y espirituales, por lo que siempre hubo la participación de los familiares y mujeres más cercanas junto a la parturienta y la sabia partera. Las doulas modernas de alguna manera se comprometen también en recoger esa magia, esa sabiduría y espiritualidad.

Pero esas prácticas naturales y comunitarias fueron reemplazadas por otras agresivas, que hoy son claramente definidas como violencia obstétrica: posición horizontal forzada, mesas de parto con incómodos portapiernas, enemas, rasurado de vello genital, episiotomías, uso exagerado de medicamentos y procedimientos, cesáreas innecesarias que ven el negocio y la comodidad del obstetra antes que los procesos naturales y los derechos de la mujer y el recién nacido. Muchas de esas prácticas de violencia obstétrica, fueron -sin embargo- avaladas durante décadas por estudios científicos publicados en revistas indexadas de prestigio.

Martha Arotingo, una partera kichwa ecuatoriana, señala que el parto con partera tradicional, con todas las barreras y condiciones adversas que rodean su ejercicio, resulta ser sobre todo un acto político de resistencia.

Se podría mencionar otros ejemplos, como las prácticas ancestrales que garantizaron alimentación saludable y soberana durante siglos, y que están siendo sustituidos agresivamente por la agroindustria, los agrotóxicos, la ganadería a gran escala y la industria de alimentos ultraprocesados. Pero no pretendo referirme con detenimiento a ello en esta ocasión. El hecho es que el capitalismo ha justificado con supuestos científicos y tecnológicos de productividad, inocuidad y calidad (en realidad de acumulación), la aniquilación de las bases de una alimentación saludable. La emergencia de las pandemias de obesidad y de enfermedades no transmisibles como diabetes, cardiovasculares y algunos tumores malignos, constituye un indicador de la voracidad empresarial que pretende extinguir formas comunitarias de alimentación. En buena hora, los saberes populares son los que ahora permiten consolidar un robusto movimiento por la agroecología y la soberanía alimentaria, columna fundamental del cuidado de la salud y la vida de los seres humanos y el planeta, de otro mundo posible.

Sin duda hay otros ejemplos en el campo de la salud, como los tantos casos exitosos de control comunitario del Covid-19. En otros campos como la arquitectura, la imbricación entre ciencia y tecnología académicas con los saberes populares, ha comenzado a ser cada vez más importante, no sólo en el uso de materiales locales, amigables y ecológicos, o de técnicas eficientes ancestrales, sino en conocimientos sobre la armonía y orientación de los espacios en relación con la Madre Tierra y el Cosmos.

Pero, no se trata de abundar en ejemplos, sino finalmente concluir con algo que también es un gran desafío, y que puede unir la voluntad de varios actores sociales y políticos en torno a una transformación construida desde las bases comunitarias y saberes populares. Dentro del Congreso por la Salud y la Vida en Resistencia y Permanente, reconocemos ello como una prioridad, ha estado siempre presente y no hemos querido verlo, ni valorarlo adecuadamente… me refiero al CUIDADO. Creemos que es la forma en que las comunidades, urbanas y rurales, han enfrentado y enfrentan los principales desafíos de la vida. Comunidad es ante todo sinónimo de cuidado.

En el cuidado de la salud y la vida se concentra parte fundamental de la sabiduría comunitaria, de la organización social; es en última instancia ciencia popular soberana al servicio de la humanidad y de la Madre Tierra. Sin olvidar el importante papel que ha cumplido y cumple el cuidado en múltiples dimensiones de la vida humana, como reproductor de las relaciones sociales y de trabajo, para que las sociedades perduren. Como nos recuerda Silvia Federici: “hay una relación muy fuerte entre expropiación, producción de lo común, y la importancia de lo común como concepto de vida, de relaciones sociales. De allí también la necesidad de reapropiación de los medios de reproducción y de producción en nuevas formas de comunalismo”[2].

Y el cuidado del que hablamos, ha sido fundamentalmente femenino (y parte de la “triple carga: trabajo, práctica doméstica y procreación”; Breilh 1991). En contraposición al no cuidado, a la violencia, la guerra, la arrogancia y el poder, que casi siempre han tenido sello masculino. No debería ser así, hombres y mujeres podríamos estar juntos en la tarea en favor del bien común y de la naturaleza, del cuidado de la salud y la vida.

El tema puede parecernos obvio pero es complejo, hemos invisibilizado muchas de sus aristas e implicaciones. Pero otra vez, han sido las mujeres, desde sus reflexiones y organizaciones, desde las enormes cargas y dolores, las que han puesto en las últimas décadas al cuidado en un punto central del debate. Y sin duda es un desafío para la ciencia, para la filosofía, para la economía, para la ética y para la organización social. Además, posiblemente sea un punto de encuentro para que hombres y mujeres caminemos juntos hacia un nuevo mundo en paz; para que los hombres aprendamos también a construir nuevas formas de masculinidad. De hecho hay ya organismos oficiales que hablan de basar el desarrollo de los pueblos en sistemas integrados de cuidado.

El cuidado, en ese marco es una categoría tan importante como otras que han copado el escenario de Latinoamérica desde las décadas de 1970 y 1980. En el campo de la salud, viene a complementar las miradas de la medicina social, de la salud colectiva, de la determinación social de la salud, de la epidemiología crítica, de la interculturalidad y de los enfoques ecosistémicos en salud. El cuidado, sin duda, es un enorme desafío de toda la sociedad, aunque hoy por hoy esté excesiva y convenientemente (por el poder) feminizado.

Mucho del saber ancestral que perdura y perdurará, responde a otras hermenéuticas, que desde nuestras visiones académicas ni siquiera alcanzamos a comprender, o cuando creemos comprenderlo, lo despreciamos.


[1] Orlando Falso Borda y Carlos Rodrigues Brandáo en su texto “Investigación Participativa” (Investigación Acción Participativa – IAP), 1986. En el marco de las reflexiones y talleres que sobre el tema se desarrollaron en el Consejo de Educación de Adultos de América Latina (CEAAL)

[2] Federici, Silvia. 2010. Calibán y la bruja: mujeres, cuerpo y acumulación originaria. Buenos Aires: Tinta Limón.

*Este texto se basa en la ponencia presentada en el seminario internacional “LOS DESAFÍOS DE LA CIENCIA Y LA URGENCIA DE UN TRATADO MUNDIAL FRENTE A FUTURAS PANDEMIAS”, organizado por ReAct Latinoamérica y otras organizaciones internacionales fraternas. La ponencia fue presentada a nombre de la coordinación del Congreso por la Salud y la Vida en Resistencia y Permanente del Ecuador (VIII COSAVI-RP “Manuela Espejo”) y en estas reflexiones participaron Édison Aguilar, Óscar Betancourt y Elizabeth Falconi


Fotografía Principal: Hierbatera de méxico.

Fotografía texto: Fotograma microdocumental “Territorios que sanan” (Pnud)


 

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