En ciertos aspectos, manejar motocicleta es lo más cercano que ofrece nuestra vida actual a la experiencia del caballero medieval: yelmo protector (ok, ahora se le llama « casco »), brioso corcel y la posibilidad de correr velozmente hacia nuevas aventuras.
Sin embargo, y tal vez por eso, la moto es el vehículo huérfano en toda política de movilidad en la ciudad de Quito. Hay corredores prioritarios, pero son para los buses o para las bicicletas. Las motos tienen terminantemente prohibido utilizar las ciclovías.
Ocupamos mucho menos espacio que un carro en las vías, pero igual tenemos pico y placa. No tenemos lugares dedicados para parquear (y si te parqueas en la vereda porque viste que las motos de la policía así lo hacen, corres el riesgo de encontrarte con una calcomanía que te anuncia una multa).
Los espacios dedicados a las motos en los estacionamientos de los centros comerciales y otros lugares públicos son esquinas sistemáticamente pequeñas, donde no se sacrifican nunca más de dos espacios para carros, cuando no te envían a rincones oscuros y alejados de las puertas.
Sin embargo, la moto, además de su lado heroico ya mencionado, también es el instrumento de trabajo de innumerables mensajeros, obreros sobre ruedas que se desplazan por la ciudad en su febril actividad de entregar mensajes y pedidos, manejando – es cierto- de manera a veces imprudente. Pese a esta dimensión laboriosa, que hubiera podido convertirla en símbolo utilizado por algún político populista, la moto mantiene su mala fama: vehículo preferido por los sicarios, tiene también la reputación de ser muy peligrosa para el que la conduce.
Hay que reconocer que el estilo de conducción de muchos colegas motociclistas es a veces arriesgado y que la potencia de tu cabalgadura es a veces una tentación para acelerar ese poquito más que te pone realmente en peligro. Por lo mismo, debería haber una política vial diseñada especialmente para las motocicletas, que no consista solamente en detener sistemáticamente a todo motociclista para examinar sus papeles en los escasos operativos de la Policía Metropolitana o Nacional.
Sospecho que esta discriminación está anclada en la envidia del automovilista trabado en un embotellamiento, cuando ve pasar a su costado a una moto que logra adelantar una larga fila de carros que avanzan a paso de tortuga o del pasajero del bus, de pie y apretado contra la ventana por otros pasajeros, que cruza brevemente la mirada con el motociclista que va adelantando lenta, pero inexorablemente a su medio de transporte. Tal vez de eso se trate: el motero es libre, y por eso, le hacen pagar caro su libertad.
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