Todos sabemos de sobra que sí, que lo desea. Todos lo desean. ¿Por qué? Un misterio: pasarse los días volando en un avión sin rumbo y sin ventanas, recibiendo en el salón de los gobelinos las cartas credenciales de embajadores anodinos de Zimbabue, de Bielorrusia, de la hermana república del Paraguay, condecorando lagartos (todavía falta Plinio) con la cruz de Boyacá, nombrando a otros lagartos en cargos oficiales y ganándose de paso el rencor eterno de los no nombrados.
Porque aunque quisiera y quiere: en eso consiste la Unidad Nacional –Santos no puede nombrar a todo el mundo–. El presupuesto no da, y da menos aún teniendo que restarle las deducciones de impuestos a los ricos y las gabelas a las multinacionales, sin los cuales… Pero no: para qué seguir. Acabaría pareciéndome a ese incómodo tábano profesional que es el senador del Polo Jorge Enrique Robledo.
Así que vuelvo a lo positivo, y más aún, a lo propositivo: a la creación tal vez imaginaria de ese país “Justo, Moderno y Seguro”, que son las iniciales del presidente, lleno de “Prosperidad para Todos”, que somos nosotros.
Así que yo, que no voté por Santos ni en la primera ni en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales pasadas, ni lo haré en las que vienen si aparece algún candidato decente, aunque no sea viable, de la izquierda (para que la izquierda tenga votos, y deje de tener armas), le solicito respetuosamente desde aquí que se presente a la reelección, y que la gane.
No lo hago por entusiasmo. Harto he dicho aquí mismo que mis convicciones filosóficas y políticas excluyen el entusiasmo. No lo hago porque crea que las reelecciones sean buenas: convierten al gobernante en candidato a gobernar, con todo lo que eso trae de populacherismo y demagogia, para no hablar del fraude.
Ni tampoco porque me parezca que en sus dos años y medio ya corridos de gobierno Santos lo haya hecho bien: me parece que ha sido un presidente casi tan frívolo como Andrés Pastrana (de quien fue ministro) y casi tan dañino como César Gaviria (de quien también fue ministro). Pero a diferencia de su nefasto predecesor inmediato Álvaro Uribe (de quien también fue ministro) está intentando hacer la paz con las guerrillas, y no la guerra. Y eso me parece necesario.
Aunque no suficiente, claro. No creo que conseguir la paz de los fusiles sea la panacea que sane los muchos males de Colombia. Pero sí me parece que es un paliativo para ese horrible dolor de muela, para esa irritante espina en el dedo gordo del pie que es el conflicto armado: que nos impide dormir, que no nos deja andar, que es una vena rota del gasto nacional, tanto privado como público: que se lleva la plata por el caño de la guerra y de la seguridad, dejando solo las escurrajas para la educación, la justicia o la construcción de una infraestructura; y que, por añadidura, sirve de justificación para la represión oficial o privada, para las desproporcionadas dimensiones de las Fuerzas Armadas y la aparición del paramilitarismo y la proliferación de las empresas de seguridad urbana, que viven de la inseguridad.
Y creo que la paz de los fusiles, insuficiente pero necesaria y llena de posibilidades, solo la puede llevar a término un segundo gobierno de Juan Manuel Santos. Porque es el único que anda en esa apuesta. No querría hacerla un gobierno venido del frenocomio guerrerista del uribismo, ni tampoco el propio sucesor in péctore de Santos, Germán Vargas Lleras, que en términos genéticos es más un llerista autoritario que un santista conciliador. Y una posible tercería de la desparramada izquierda tendría, ya digo, mi voto. Pero ¿cuántos votos más?
De modo que desde aquí le insisto al presidente Santos: deje sus gazmoñerías de falsa señorita y diga de una vez si sí o si sí. Sea varón.