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Las explicaciones oficiales sobre la derrota electoral del pasado domingo dejan demasiados vacíos. Atribuirle la pérdida de los más importantes bastiones políticos del país a dos o tres errores aparentemente menores refleja una visión simplista y superficial de la realidad. Si esa es la lectura de la coyuntura significa que el correísmo no ha salido del solipsismo político en el que ha vivido durante estos siete años.
Reducir los argumentos del fracaso electoral al sectarismo partidario o a la mala administración municipal implica una negación olímpica de la historia reciente. Encubre la sistemática sordera del régimen. ¿Es que no cuentan para nada la indiferencia y el menosprecio con que se respondió a las exigencias de los yasunidos, de los estudiantes universitarios “descendidos” de categoría académica, de los médicos engañados con supuestos procesos de diálogo? ¿Ni cuentan los atropellos en contra de Fernando Villavicencio, Cléver Jiménez y Bonil?
De no ser porque las encuestas encendieron las alarmas en media campaña, esta lógica de tierra arrasada, soberbia y autoconfianza ilimitada se habría prolongado hasta la victoria siempre. Pero en política no hay peor consejero que el susto. La reacción del oficialismo ante el inminente hundimiento del barco fue agrandar el boquete para que salga el agua.
Sorprende que luego de tantos años en el poder todavía no entiendan a nuestro pueblo. O a nuestros pueblos. La gente no solo se fastidió con la propaganda abombante e inequitativa a favor del oficialismo, o con la pasividad timorata del Consejo Nacional Electoral, o con el evidente uso y abuso de recursos públicos en la campaña. En el fondo, los electores municipales se indignaron de que les quisieran “dar poniendo” alcaldes desde Carondelet, de que el gobierno central se mofe de un imaginario de descentralización que se ha construido por décadas. Fue la vieja reivindicación de un país que exige estructurarse desde abajo y desde los costados.
Atenuar derrotas es una fórmula imperativa de la acción política. Así ocurre aquí y en la China. Pedirle al Gobierno que desnude sus falencias y equivocaciones es por demás ingenuo. Pero lo que sí debemos demandar los ciudadanos es un ejercicio serio y responsable de análisis político. Aquí no están en juego detalles ni sucesos triviales; lo que realmente entró en crisis es un modelo caudillista policiaco que no solo elimina cualquier liderazgo alternativo en las propias filas del correísmo, sino que asfixia a la sociedad y destruye el sentido más trascendental de la democracia. La diversidad de un país es más que colores, sabores y hábitos; son voces, ideas, opiniones y visiones de la cotidianidad.
Mirarse al ombligo por mucho tiempo impide ver el costalazo que se viene.
Febrero 26, 2014