El pasado domingo, 9 de septiembre, Quito despertó con la novedad de que “Su Metro” había sido mancillado por un escuadrón de grafiteros que, luego de amarrar a un grupo de guardias, en media hora dibujaron un colorido grafiti en uno de los vagones de la que, se considera, la obra emblemática de esta administración municipal.
Este hecho ha desatado una verdadera cacería de brujas en la que intervienen grafólogos, cientistas sociales, personal de inteligencia policial y un programa de recompensas que supera los montos ofrecidos a quienes den información para localizar a los más buscados o a personas desaparecidas.
Los líderes de opinión y los medios de comunicación, todos han consensuado en definir este acto como vandalismo. Los grafiteros estarán orgullosos del precio que se ha puesto a sus cabezas.
En las redes sociales ya se apunta la responsabilidad al Colectivo Diabluma, quizá por su encarnizada oposición a la administración municipal en el tema de las ferias taurinas; sin embargo, para ser justos, diremos que Diabluma hace rato dejó de ser el colectivo que engloba a las culturas urbanas y los grafiteros fueron uno de los primeros grupos en abandonar este Colectivo, acusándolo de haberse acercado al poder y convertirse en parte de la infraestructura que elaboró una sistema de represión a la protesta social. Diabluma ahora no posee la capacidad para realizar un acto de esta naturaleza y los colectivos de grafiteros se desenvuelvan en redes que rechazan la política partidista a la que Diabluma se sumó.
Y aparecen otros nombres, como el Colectivo Hip Hop Ecuador; todo esto demuestra que en el municipio capitalino no tienen ni idea de las culturas urbanas y sus formas de denuncia y protesta social. Pueden ir nombrando a todos los urbanos que actúan en la marginalidad y hacen uso de la irreverencia como acto de presencia, pero eso no quiere decir que las autoridades estén dando pie con bola.
El grafiti es un hecho furtivo, clandestino, que evade la vigilancia y se atreve a poner su marca en los lugares que incomodan o en aquellos que parecen inaccesibles; por esa razón la noticia de guardias amordazados y maniatados desdice de la esencia del accionar grafitero y es rechazable; sin embargo, el acto en sí va más allá de un acto vandálico y tiene que ver con la actitud frente al poder.
Quito nunca fue la “carita de dios”. Quito siempre fue una ciudad excluyente que ha permanecido en manos de gente que mira a los otros como indeseables; mira a los indígenas como mano de obra a explotarse sin misericordia en la construcción o en los mercados; mira la diversidad como una peste traída del infierno; y ahora mira la informalidad como afrenta a su canon de belleza. Para los marginados, la carita de dios puede irse por el desaguadero.
Las noticias dan cuenta de que el municipio quiteño ha invertido este año un millón y medio de dólares en su lucha contra el grafiti; además, se han impuesto sanciones económicas y penales como la Ordenanza 0332 que multa con $193 (50% de la remuneración básica unificada) a quien haga grafitis sin autorización; o la privación de libertad de hasta 5 años, según lo establece el Código Orgánico Integral Penal (COIP). ¿A quién se le ocurre que el grafiti debe ser autorizado?
Así, los concejales quiteños han declarado la guerra a la informalidad, sin ponerse a pensar que esta informalidad es producto de la exclusión intrínseca de un sistema que no garantiza la satisfacción de las necesidades básicas de todas las personas: vendedores ambulantes y grafiteros, por igual, ahora son enemigos de la ciudad. A los ambulantes se les ponen rejas para no ocupen las esquinas de las avenidas, a los que limpian parabrisas se los quiere eliminar con multas y para los grafiteros no se les ha ocurrido mejor idea que meterlos en prisión. El papel aguanta cualquier clase de ordenanza, pero la conciencia social se resiste y los grafiteros son su punta de lanza.
“Si quieren guerra, guerra tendrán” parece ser la consigna de los grafiteros, demostrada con un acto que a lo mejor también es un record en el mundo del grafiti: grafitear el vagón de un metro embodegado.
Bien por ese grafiti, pero si es necesario insistir en la clandestinidad del grafiti y la no necesidad de la violencia para hacerlo; bien por ese grafiti y bien por recordarnos que hay una sociedad que vive con otros códigos que son esencialmente antipoder.
Buen artículo, sin embargo hay algo que merece comentado: ¿por qué diantres el Alcalde Rodas trajo ese tren de España si el metro está años de ser terminado? ¿Fue mera propaganda? Ahora se va necesitar a altisimo costo una gran guardia armada para protejerlo.
No estoy de acuerdo con su enfoque, aunque coincido en que Quito es una ciudad excluyente y en mi criterio la administración actual de la municipalidad es deficiente, por decir lo menos, tampoco se puede admitir el daño a la propiedad pública y sobre todo a los bienes patrimoniales. ¿Qué le parecería si alguien “grafitea” su automóvil y Usted tiene que arreglar el daño, con su costo y su tiempo?