La enfermedad y la muerte, centrales preocupaciones existenciales forman parte del núcleo de preguntas esenciales de la medicina y la filosofía.
La mejor medicina de todas es enseñarle a la gente cómo no necesitarla”
Hipócrates
Muchas interrogantes quedan aún sin respuesta y desde la axiología del dolor y la muerte revisten gravedad epistémica, la visión de nuevos sacerdotes y chamanes no ha sido derrotada y ellos los chamanes académicos contestan banalidades que no logran ser respuesta. Mientras que la ciencia, pese a las mejoras, estas resultan insuficientes porque no llegan a todos; entonces, este factor de ciencia restringida se restringe a sí misma, hasta el punto de la abstracción para encontrarse también con las creencias.
Hipócrates de Cos (460-377 AC) separa las enfermedades del aura mágica y religiosa. Moliere (1622-1673) se burla de médicos y tratamientos; Voltaire y Jean-Jacques Rousseau rechazan la medicina, (en el Emilio se recomienda no entregar jamás al vástago a cuidados de los doctores) y desprecian sin más los cuidados religiosos. Lo científico y lo religioso disputan explicaciones.
El clero contribuyó a que la enfermedad sea concebida como un estigma, como un castigo divino y que el enfermo fuera considerado como un anormal espiritual, un reo de la justicia divina, un pecador. Las maculas o secuelas suponían las marcas visibles dejadas por Dios para recordar la esperanza de salvación del alma. La sanación no comprendía las causas de la enfermedad, sino que representaba la liberación del castigo a través de un terrenal y penoso proceso de purgatorio anticipado.
La correspondencia entre la enfermedad individual y el espacio social definen la gestión de la salud y la enfermedad. El ser y el mundo están distendidos en el espacio y en este se encuentran valores o contravalores donde el sujeto se realiza o se destruye. La vida y la salud son categorías universales, pero no totales y se relativizan en los modelos de configuración social o cultural (todas las sociedades dicen amar y respetar la vida y la mayoría propician guerras donde la enfermedad y la muerte proliferan). Existen rupturas evidentes que son necesarias para la reflexión y desde ahí también es urgente calibrar los espacios que no son neutros: arriba/abajo, cielo/infierno, bueno/malo, diestro/siniestro, cosmos/caos.
Pero el movimiento médico ha transitado de la especialización “pre histórica” a la especialización post moderna, el uno totalizando el cuerpo y el otro dividiéndolo en parcelas. La forma de totalización sujeta a la tributación divina o natural como una fatalidad que asume la enfermedad del cuerpo individual bajo la perspectiva de una taxonomía general donde salud es gracia y enfermedad pecado o destino manifiesto. También, el conjunto de la sociedad a través de la ideología impone contenidos médicos institucionalizando la enfermedad. Así, lo loco, lo sufrido y lo anormal son determinantes de calificación preconcebida. El diagnóstico le pertenece al calificador y en lo posible se procura que cada quien sea calificado a tiempo
El “Hombre Renacentista”, de Leonardo da Vinci, máximo exponente, fue dominador de disciplinas, en modelo completo. Un Polímata; pintor, arquitecto, anatomista, ingeniero, inventor, etc., un auténtico generalista-especialista. Ahora, estamos en los tiempos del hombre y la mujer fraccionados, tiempo donde saberes científicos y tecnológicos, significan nuevos problemas, nuevas preguntas, nuevas respuestas, casi todas enfrentadas a desafíos de carácter ético-cultural.
Todo lo que ocurre cuando la ciencia desplaza a la religión y también a la cultura sucede desgarradoramente con petulancia y sin amor. Subyace y crece en el predominante afán de lucro o en una práctica que paga más al que menos ve (los intensos). Así, establecer razones entre relevancia y pertinencia fue y será ecuación difícil de lograr, si por un lado el esquema mercantil de la sociedad impone agendas y por otra parte la perdida de una visión antropológica se deja vencer por la presión de un nuevo poder instalado en el saber médico que suma arrogancias, dominio y subordinación.
La división social del trabajo llega al cuerpo, construye nosografías, geografías en la piel o topografías de los órganos. Los especialistas inscriben en el organismo individual una salud pública que se edifica en contrasentido porqué a tal punto llega la segmentación que se desconecta la mirada social, pues el especialista que observa hígado, cerebro o boca raramente valora el sistema y lo que se busca es detectar lesiones orgánicas causantes de síntomas. Cada quien en su terreno, propietario de un feudo en el Corpus Humanum.
El asunto va más allá. Para la visión positivista de la sociedad industrial, la enfermedad más que ausencia de estado de bienestar es pérdida de función. Entendiéndose por disfunción la incapacidad de adaptación que puede o debe ser afectiva, social o laboral. Por esto, todo paciente requiere a más de diagnóstico un tratamiento “basado en la evidencia” que se traduce en drogas también calificadas.
Los sistemas de atención no son de salud sino de enfermedad y la capacidad resolutiva será fármaco dependiente. En el trance, salud y enfermedad se movilizan a prácticas diversas, así como a formas de inclusión- exclusión, modos de asistencia, formas de enseñanza y percepción de dolor o muerte (Foucault). La exclusión más significativa es el no acceso y el deterioro anímico por ser un enfermo sin solución.
Se arman académicamente, formas categóricas del discurso médico que hacen de la razón un núcleo de saberes monopólicos de pobre comunicación, el enfermo yace como un interlocutor no válido, un actor social pasivo o en pausa ¡Un paciente al que se exige ser “buen paciente” sumiso y disciplinado para la causa de intervención o penetración consentida!
Entonces, la enfermedad atraviesa a los sufrientes, pero no les pertenece a los enfermos. A efectos del sistema que interpreta enfermos y enfermedades, la respuesta se localiza fuera de los convalecientes. Son los médicos operadores de una maquinaria enorme donde su rol es aplicar las normas y los fines de la terapéutica, pero solo aplican, porque los protocolos tienen fuente de elaboración central y mundial.
El cuerpo humano, sobre todo el adolorido, está condicionada a las posibilidades articuladas a intereses muy pocas veces altruistas y son los gobiernos estatales los que definen lo normal y lo anormal en una relación ordenada muy vinculada a la industria de la salud. Cuando la ciencia no cubre a todos, reabre un nuevo episodio religioso pues los pobres regresan a orar contra el dolor y se sienten castigados desde el cielo.
La filosofía en la medicina deberá contribuir a la comprensión de aspectos que constituyen preocupaciones sociales y culturales, proponiéndose caracterizar la experiencia de vivir y morir en los tiempos del cólera con la peste a cuestas. Debe preguntarse y preguntar cómo se están asumiendo los procesos de salud/enfermedad en relación con sus determinantes sociales, ambientales y morales. La equidad, la contaminación, el aborto, el derecho a morir con dignidad son temas impostergables.
Así mismo reflexionar el cómo se entiende el cuerpo, el dolor y el sufrimiento es un camino de auto comprensión y autocrítica, cuyo quehacer se ubica en el escenario biomédico, pero no se limita a él y debe trascender sin posturas de poder o jerarquía en la comunidad.
Sus resultados buenos constituirían lo que podría denominarse una filosofía crítica de la medicina, que sea crítica implica que la filosofía se abra presencialmente a sus bases ontológicas donde el destino no es sino el tránsito entre vida y muerte, vieja y amorosa relación casi olvidada entre filósofos y médicos.
La ética humanista y libertaria se construye con los demás. Se construye con todos y sin dominio de nadie.