Pablo Dávalos
Existe una sospecha con respecto a la ciencia moderna, una especie de “mancha de nacimiento”, por decirlo de alguna manera, que provoca suspicacias con respecto al orden del saber que ella estructura, consolida y reproduce. Esa sospecha radica en la simbiosis, muchas veces explícita y connivente, del saber con el poder. De acuerdo a esta suspicacia con el saber moderno, no se conoce para cambiar ni transformar al mundo, menos aún para descubrir qué es la realidad ni porqué está conformada tal como es; se conoce para dominar, para someter, para subordinar, para controlar. Esa sospecha con respecto al conocimiento moderno consta en el movimiento Sturm und Drang, la insurrección romántica, en el irracionalismo de Schopenahuer, incluso en el pensamiento reaccionario de Bonald, Burke y De Maistre, pero sobre todo, está de forma explícita en los escritos del filósofo alemán Friedrich Nietzsche. Para él, toda voluntad de conocimiento es, realmente, una voluntad de dominación y de poder. En esa misma línea consta la reflexión de los filósofos marxistas del Círculo de Frankfurt y su debate contra el positivismo y el racionalismo crítico, en especial en contra del Círculo de Viena y el filósofo de la ciencia Karl Popper.
La veta de reflexión que sospecha de todo el conocimiento moderno y su episteme es muy rica y ahí pueden inscribirse las propuestas de filósofos como Michel Foucault, Pierre Bourdieu, Jean Baudrillard o Lacan, entre otros. En el caso de América Latina ese malestar con el conocimiento moderno como mera estrategia del poder está en los escritos de Ernesto Sábato, pero también en la propuesta de la colonialidad y decolonialidad del saber/poder, que tiene en los nombres de Aníbal Quijano, Enrique Dussel, Arturo Escobar, Walter Mignolo, Edgardo Lander, Catherine Walsh, Santiago Castro Gómez, Carlos Walter Porto-Gonçalves, entre otros, a sus mejores representantes. En esa misma línea se inscribe la propuesta teórica de Boaventura de Souza Santos y su concepto de “ecología de saberes”.
Estas propuestas son críticas con el saber moderno y sus formas de reproducción institucional, en especial las universidades y los institutos de investigación. Consideran que detrás de una episteme (verdad científica) existe siempre una estrategia de control y dominación. Por ello, proponen que la discusión epistemológica vaya más allá de su mera pertinencia científica y teórica y se convierta en un debate político, porque su entramado real es, precisamente, político. La forma cómo se enseña, cómo se piensa y cómo se define lo Real, es decir lo existente en cuanto tal, rebasa los límites epistemológicos y metodológicos del conocimiento y se convierte en un asunto político que tiene ser debatido y comprendido desde la política porque implica al poder.
Por ello, la propuesta del sociólogo alemán Max Weber de que todo científico tiene que ser neutral con respecto a su objeto de estudio, es decir, el criterio de la “neutralidad valorativa” del conocimiento científico moderno es, por decir lo menos, sospechosa. En efecto, la neutralidad valorativa pretende sancionar como un hecho dado y sin discusión una de las aporías más fuertes del conocimiento científico moderno y que marca una cesura radical a su interior: a saber la ruptura ontológica entre el sujeto que estudia y el objeto estudiado. Mientras más alejado está el sujeto que estudia y reflexiona con respecto a su objeto de estudio supuestamente más objetivo es ese conocimiento y, en consecuencia, tendría mayor validez científica. Quizá esto parezca plausible en un laboratorio al estudiar la naturaleza en sus diferentes formas, aunque ahora el principio de Heisenberg ha suprimido la distancia entre sujeto y objeto, pero este mismo criterio de separación radical del sujeto con el objeto es imposible aplicarlo al estudio de la realidad humana y social.
Por definición, el ser humano no puede ser convertido en un objeto, y menos aún su propia sociedad. La separación de un supuesto investigador social con respecto a sí mismo y a su sociedad significa que éste tenga que transformar a los seres humanos, incluido él mismo, en objetos de estudio. Esta transformación implica una alienación profunda al interior del sujeto que estudia que lo desgarra en su condición ontológica de lo humano y que, desde esa posición, haría imposible todo conocimiento de lo social, porque lo social y lo humano no son cosas, no son objetos, al contrario, son dinámicas complejas, diversas, cambiantes, en permanente transformación.
De esta manera, el instante en el cual el sujeto del conocimiento, en la ocurrencia el “científico social”, asume una posición de separación ontológica con respecto a su sociedad para conocerla de manera objetiva, se aliena radicalmente de ésta y convierte a la sociedad y a lo humano en objeto, en cosa. Al convertirlas en objeto de estudio él mismo se convierte en objeto, vale decir, se cosifica. Al transformarse en objeto su pretendido conocimiento de lo social se convierte en una aporía. Con el instrumental de la ciencia moderna, en consecuencia, es imposible conocer lo humano- social sin alienarlo y un saber alienado forma parte de los circuitos ideológicos de la dominación, no de la emancipación.
Obviamente, los científicos no se aperciben de esta realidad y tratan de ser lo más objetivos posibles con respecto a sus análisis sobre la realidad humana y social, pensando que esa objetividad les permitirá un mejor conocimiento de la sociedad, pero solamente producen un saber alienado, aunque hay científicos como el químico y premio Nobel, Ilya Prigogine que han advertido la falacia de esta separación entre sujeto y objeto de la ciencia moderna.
Ahora bien, esta separación ontológica entre sujeto que estudia y objeto estudiado y que forma parte de la estructura misma del conocimiento científico moderno, conduce a una segunda aporía de difícil resolución, aquella de la imposibilidad de inscribir el acto del conocimiento al interior de la ética. El conocimiento moderno es a-moral. Es decir, sus coordenadas de pensamiento están por fuera de toda constricción ética. Desde las premisas del conocimiento moderno es imposible un conocimiento ético. La episteme moderna expulsa la ética de toda construcción teórica a nombre de la ciencia y su neutralidad valorativa. El conocimiento moderno es a-moral por definición y construcción. El científico no puede tener criterios de valor. La axiología es externa al acto del conocimiento. El científico es una persona moral fuera de su laboratorio o su gabinete de trabajo. Al interior de éste, su propia objetividad le enseña a precaverse de cualquier criterio de valor. La ética es externa a la episteme, es decir, el científico será ético cuando respete las normas establecidas al interior de la comunidad científica con respecto al proceso del conocimiento, pero jamás al interior de éste. Esto provoca una cesura radical entre el logos (el pensamiento) que conoce lo real y el logos que lo transforma, es decir, la tecnología. Por ello, toda tecnología está libre de restricciones morales y puede ser usada como instrumento del poder.
Ahora bien, la amoralidad del conocimiento científico moderno expresa otra cesura radical: aquella de la separación radical de la sociedad con respecto al acto del conocimiento. Quien produce el conocimiento no es la sociedad, es el científico en un ambiente alienado de la sociedad, en la ocurrencia su laboratorio, su instituto de investigaciones, su gabinete de trabajo, su universidad o su empresa. El conocimiento que se produce es, por tanto, a-social. La sociedad no puede acceder a este conocimiento de forma libre, transparente y democrática. La sociedad tampoco consta como parte de ese proceso de creación intelectual. Es apenas un dato exógeno. Un instrumento o un medio. Un dato o un contexto. Nunca un sujeto activo. Los conflictos que desgarran a la sociedad nunca aparecen en la episteme dominante. Fue justamente esta a-socialidad del conocimiento moderno lo que provocó una de las críticas más fuertes a la “razón instrumental” por parte de los filósofos marxistas de la Escuela de Frankfurt.
Por ello el saber se indexa. La construcción de un Index aleja de forma radical a la sociedad de la creación del conocimiento científico. Quien tiene acceso al Index no es la sociedad sino el científico que ha sido previamente reconocido y calificado como tal. Sin ese reconocimiento es imposible acceder al Index. Pero ese reconocimiento no es social ni democrático, sino interno a la estructura que asume el saber, en la ocurrencia, la universidad moderna. Es ella la que define quién conoce, cómo conoce. Todo Index es antidemocrático y a-social. Todo Index es más ideológico que científico. Todo Index implica y demuestra las relaciones de poder y dominación.
Esa cesura expresa la separación radical del demos (pueblo o sociedad) con respecto al logos (razón). El conocimiento moderno es por definición antidemocrático. Es elitista. Es aristocrático. Ningún científico, ni filósofo, ni investigador, ni académico crea, piensa, reflexiona, propone o discute proposiciones, conceptos, hipótesis, categorías en función de su mayor o menor calidad democrática, es decir de su aceptación y validación social. Esa idea simplemente no pasa por su mente y no consta de ninguna manera en ningún programa de investigación público o privado. Cuando escribe, piensa, crea o recrea no está pensando en su sociedad sino en sus pares. El reconocimiento al que apela es al de sus pares. En ellos se reconoce como una sombra en el espejo. Cuando la sociedad no forma parte del horizonte de posibilidades del conocimiento moderno, éste es autárquico en referencia a su propia sociedad y autista en referencia a otras formas de saberes.
La autarquía y el autismo del conocimiento científico moderno conduce a otra cesura radical, quizá la más importante, y es que el conocimiento moderno en su estructura epistémica interna desconoce la diversidad que define y estructura el mundo humano y social. En otros términos, el conocimiento moderno se mueve en el terreno de lo universal y está incapacitado de forma ontológica a comprender las diferencias radicales que subyacen y estructuran a toda sociedad, porque las considera siempre como particularidades a ser inscritas al interior de lo universal. Desde lo universal es imposible comprender a lo particular en sí mismo, es decir, sin relación con lo universal. Por ello, el conocimiento moderno tiene una raíz teológica. Walter Benjamin tenía razón cuando decía que quien movía los hilos (el enano jorobado de su metáfora), era la teología.
El científico cree realmente que los conceptos con los que trabaja son universales, necesarios y suficientes para comprender Lo Real, al menos tal como él lo considera y lo asume. Bajo ninguna circunstancia pasa por su cabeza el hecho de que esas hipótesis puedan estar mediadas por circunstancias históricas concretas y definidas. Al incapacitarse a comprender la diversidad y sus alteridades, se incapacita a comprender a su propia sociedad y, de esta manera, a su propia historia.
El conocimiento moderno es a-histórico y a-social. Esta cesura radical con respecto a su sociedad y a su historia conduce a otra cesura radical, aquella del conocimiento consigo mismo. Esto se expresa por la a-temporalidad del conocimiento científico. Su saber se pretende por fuera de toda constricción temporal, porque ello implicaría una referencia histórica y social concretas y particulares que el conocimiento moderno rechaza. En, consecuencia, el saber dominante tiene una pretensión civilizatoria.
Ahora bien, estas aporías y cesuras radicales del conocimiento moderno lo inscriben directamente al interior de los circuitos y las relaciones de poder capitalistas y modernas. El saber y el poder forman parte de una dialéctica conocida desde los inicios de la modernidad. El saber por el saber no existe. El conocimiento por amor al conocimiento es un recurso ideológico que encubre la estructura social-institucional del saber adscrita a las relaciones de poder de la sociedad. El saber, en realidad, es violencia. Todo acto de conocimiento es un acto de violencia. Violencia teológica y, paradójicamente y a pesar del oxímoron, violencia moderna.
En las sociedades modernas las condiciones del saber han sido inscritas en una estructura institucional mediada por dos instituciones fuertes que las controlan, definen y estructuran: el Estado moderno y el mercado capitalista. Fuera de estas instituciones no puede existir ningún saber socialmente reconocido y legitimado. Si un saber rebasa los canales institucionales establecidos es invisibilizado, perseguido, criminalizado o incorporado a la matriz de saber-poder existente para ser, si cabe el símil, metabolizado.
Quizá una experiencia importante de los desafíos a las estructuras de poder y el saber fue el caso de la universidad indígena Amawtay Wasi (La Casa del Saber) de la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador, CONAIE. Cuando el movimiento indígena pensó a su universidad la pensó al interior de sus movilizaciones y resistencias al poder. Como una forma de desafío a ese poder. Por ello, en la propuesta original de la universidad indígena no hay campus universitario porque el movimiento indígena consideró que la producción del saber es un acto social y comunitario, de ahí que el campus de la universidad indígena sean las propias comunidades indígenas. Otro desafío fue contra la compartimentación del saber en unidades autárquicas y que es tan común en la universidad moderna (facultades de ciencias puras, de ciencias sociales, de ciencias jurídicas, de ciencias médicas, etc.). El movimiento indígena no compartimentó la estructura del saber de acuerdo al canon establecido sino de acuerdo a su propia vivencia cultural. Un tercer desafío fue la titulación. El movimiento indígena veía en los títulos académicos formas de dominación política más que reconocimientos académicos. De ahí su distancia con los títulos como Licenciaturas, doctorados o, de acuerdo a la imposición anglosajona vigente en el mundo, los Philosophiae Doctor, PhD.
El título que la Universidad Indígena concedía era aquel de “amawta”, es decir, sabio en el sentido que los indígenas andinos dan a esa palabra. El amawta es aquel que sabe en función de criterios éticos, humanos, sociales, democráticos, comunitarios, solidarios y temporales. En definitiva, la Universidad Indígena consideraba otra forma de saber, un saber coherente con las diversidades y alteridades radicales que conforman a toda sociedad. Huelga decir que el proyecto de universidad indígena cuando fue presentado con estos parámetros no fue conocido ni reconocido por las estructuras de poder vigente en el Ecuador.
El movimiento indígena tuvo que realizar cambios importantes a su propuesta original y acompañarla con movilización social para lograr el reconocimiento de su universidad. Esta experiencia plantea una lucha real y hace referencia a la descolonización del saber. Una lucha desigual, pero vasta y de profundas consecuencias porque afecta al sustrato civilizatorio de la dominación moderna. Las universidades populares que ahora existen desperdigadas por los territorios del Abya Yala forman parte de la comprensión que la ciencia moderna, y sus entramados institucionales, forman parte de la colonización, la dominación y el poder. De la misma manera que luchar por la defensa de los territorios es un acto de resistencia a la dominación, también lo es la lucha por la descolonización del saber.
Ahora bien, esa lucha por la decolonialidad del saber-poder está en el Ecuador en uno de sus momentos más críticos. El proyecto político de la “Revolución Ciudadana” llevado adelante por el Presidente Rafael Correa ha planteado una serie de reformas universitarias que se inscriben de lleno al interior de las denominadas “reformas de Bolonia” y del “proyecto Tuning”.
Estas reformas tienen el objetivo de liquidar cualquier forma de resistencia epistémica por parte de los movimientos sociales, en especial el movimiento indígena, y de convertir a la universidad ecuatoriana en una caja de resonancia de los conceptos y estructuras del saber dominante. Las reformas de Bolonia se plantearon en contexto de mercantilización del conocimiento y de la transferencia del saber desde el Estado como locus político-institucional hacia el mercado como locus epistémico.
Uno de los conceptos fundamentales del mercado como estructura de saber epistémico es aquel de la competencia y sus derivados en competitividad y eficiencia. Las reformas de Bolonia recuperan esos conceptos de competencia y competitividad y los inscriben de lleno tanto en la estructura cognoscitiva del saber cuanto en su trama institucional. El saber, en esta trama neoliberal del conocimiento, tiene que ser un saber por competencias. Su brújula tiene que estar orientada al mercado solo así ese conocimiento será plausible y posible. La noción de saber por competencias ha colonizado toda la estructura curricular, metodológica y epistémica de las instituciones académicas ecuatorianas. No solo eso, sino que todas ellas han convergido hacia la disciplina del marco lógico y del benchmark. Todas ellas se piensan en términos de “misión”, “visión”, “marco lógico”, etc.
En Ecuador, la “Revolución Ciudadana” ha realizado los cambios institucionales para estructurar una institución del saber que replica punto por punto la nueva episteme mercantil del conocimiento, vale decir, la colonialidad del saber/poder. De ahí dos iniciativas asumidas por el gobierno ecuatoriano y que relevan de esa praxis de la dominación neocolonial: de una parte está su programa “Prometeo” para financiar la estadía y la investigación de científicos extranjeros, o científicos nacionales que por diferentes razones trabajan en el extranjero y, de otra, el proyecto Ciudad del Conocimiento “Yachay” (Saber en kichwa).
Ahora bien, desde una posición positivista, instrumental y colonial, nada mejor que traer “gente que sabe” para que enseñe a “aquellos que no saben”. Empero, en este caso la trama colonial es transparente porque desvaloriza la producción de conocimientos en el país y considera que el “verdadero” conocimiento siempre está fuera.
Asimismo, nada mejor que evitar, por ejemplo, la biopiratería de las grandes corporaciones transnacionales proponiéndolas ser socias de un proyecto conjunto de investigación en donde el Estado asume los costos de la investigación, sobre todo en biotecnologías y exploración extractiva, y las corporaciones asumen el costo de patentar en beneficio propio esos conocimientos, tal como está estructurado el Proyecto Ciudad del Conocimiento “Yachay”.
Empero, detrás de esas iniciativas subyace un fenómeno más complejo y de fondo. No se trata de elevar la calidad del conocimiento, ni de que las universidades ecuatorianas, todas ellas devastadas por la ola neoliberal y ahora desarticuladas por la nueva ola posneoliberal, asuman criterios coloniales del saber para ser calificadas por las nuevas estructuras institucionales que controlan la producción del saber (como por ejemplo los requisitos de PhD para todos los profesores del sistema universitario ecuatoriano), sino de evitar que surjan iniciativas como aquella propuesta por el movimiento indígena ecuatoriano de resistir la dominación epistemológica creando sus propios marcos e instituciones de saber. En efecto, si el movimiento social ecuatoriano pretende crear una institución al estilo de la universidad indígena Amawtay Wasi, que desafíe los contenidos de la dominación teórica y epistémica, ahora sería imposible. El pequeño espacio social que fue abierto por la movilización indígena en la década de los noventa y que permitió proponer y crear ese espacio de disputa con el poder, se ha cerrado irrevocablemente.
Quizá por ello no estaba equivocado José Carlos Mariátegui, el pensador marxista peruano y que más que ningún otro comprendió lo que estaba en juego detrás de la denominada “cuestión indígena”, cuando llamó a su revista “Amawta”. Tampoco estaban equivocados los indígenas peruanos que denominaron a Mariátegui, precisamente, “el Amawta”. En tiempos posneoliberales los amawtas (amawtaykuna)son un peligro porque rasgan la hegemonía del poder teórico, lo demuestran en sus simulacros y en su violencia.
De la misma manera que la reforma política de la Revolución Ciudadana del presidente ecuatoriano Rafael Correa buscaba disciplinar al movimiento social ecuatoriano al interior de las coordenadas de liberalismo y, de esta forma, suprimir cualquier posibilidad emancipatoria por fuera del liberalismo y la modernidad; así, la reforma universitaria que está proponiendo y llevando adelante el gobierno ecuatoriano busca poblar de PhD (doctores en cuarto nivel de formación) al sistema universitario, justamente para evitar que se formen amawtas, es decir, sabios.