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DOS CUENTOS GUAYAQUILEÑOS: EL PUERTO: EL RIO, LA RÍA, Y EL PESCADO FRITO. Por Tomas Rodríguez león

13 de Octubre 2015

Va la primera

Me muerdo los labios para no llamarte, me queman tus besos, me sigue tu voz; pensando que hay otro que pueda besarte, se llena mi pecho de  rabia y rencor…Esta noche tengo ganas de llamarla de olvidar lo que ha pasado y perdonarla”. Canta  Julio Jaramillo y  en  el cuartito azul de la 18 mi cuerpo  y el de ella   fingen placer, mientras  la virgen de Agua Santa desde su cuadro nos mira en pecado. El suroeste huele a mangle y la tripa misque evidencia  el mestizaje indo-porteño,  las calles de Guayaquil,  sí que  viven ¡carajo¡ El puerto  es  el Barcelona  mulato, el culito vago, la puta  Inés  María, el consuelo del Cristo y el Cristo del consuelo, ambientes  regenerados, políticos degenerados, sanduches de chancho , encebollado, maduro con queso, tajo de sandía, morocho y fruta de pan  … Es también  un solitario marginal   que escucha  salsa  en  el bus mientras con una moneda sigue el ritmo golpeando   el  asiento metálico “…miserable,  no la llames, sé  un poco más hombre y da la cara que yo también soy hombre de barriada…” Definitivo, Guayaquil es la última ciudad del Caribe.

Todo es posible en la monarquía  (proviene de la voz serrana mono y de la interjección castiza quía que significa incredulidad  o negación)  El puerto tiene  miles de reinas guapas  y tres reyes clásicos y feos: el rey de la cantera, el rey de la galleta y el rey del banano (creo que su apellido es Noboa).  La memoria del tiempo es intento fallido, sin el protagonismo del barrio con sus putañeras noches de bohemia “…el día que me olvides alma mía yo sé que sufriré con tu traición y al verme solo triste y olvidado mi vida la haría arrancar…” ¡pobre hijueputa  JJ¡

El río,  el apacible Guayas baila con los lechugines y un montubio citadino, rema también en soledad, mientras una funda moribunda de Macdonald’s, se deja llevar por la corriente. Ya no están los barcos, ni los muelles cangrejeros  de la orilla, ni los gatos furtivos que ensayaban el salto del tigre, entre las barandas del malecón y la luna. “el Guayas eres tú dándose al mundo y el mundo es el salado que te abraza”,  canta  el hermano de Julio Jaramillo, el Pepe, y es verdad. El puerto nace en el cerro donde las vertientes se juntan en dirección al mar, en su camino se detiene donde habitan los viejos nostálgicos del barrio Cuba, para escuchar con ellos al trio La Rosa, a Daniel Santos y a los Embajadores Criollos, burlándose del tiempo y de todo…”Somos dos seres en uno que amando se mueren, para olvidarse del mundo del tiempo y de todo

Puerto de coqueterías eternas, tierra que no deja nunca de nacer , entre las aguas del rio y  las aguas del océano, casi una isla, presumida tierra montubia donde  el mar  es quien llega a la ciudad, para amarla y no a la inversa.  Puta linda,  marítima, campesina. Ciudad de aguaceros de a deberás  “. se está cebando el invierno en el pobre Guayaquil”   insiste el Pepe que sigue cantando….

Guayaquileña bonita, palomita cuculí,

fragancia de los frutales, granito de ajonjolí,

carnecita de canela, blanco de coco al reír,

pelo de noche sin luna, mirada oscura de añil,

No me mires de ese modo, porque me voy a morir” 

Seguramente, es el más irreverente y poético puerto del pacifico, sus marginales barrios hacen un gesto soez  y libre al mundo, hacen algo así  como  una flatulencia  sonora contra el viento y contra el  tiempo, anuncio libertario y rebelde contra la injusticia.

Va la segunda

Epicentro de  comidas inmediatas,  aunque no el único, si el mejor,  estaba  ubicado entre el Astillero, el malecón y la bahía. El pescado frito de los maricones era lo más bacán y sabroso del puerto.

Era un sitio, cervecero, putañero, con gente caremuelle, hembras  solidarias con marineros de agua dulce y de mar. Tiempos en los que al maricon se le llamaba maricon, la puta era puta y la niña, niña. Tiempos de  sustantivos y  no de adjetivos.

El pescado frito de los maricones, era lo máximo y eso que nació  en la tierra del arroz con menestra,  porque para variar , nunca los menestras  le ponían menestra  al arroz, sino verde compañeritos (cualquier parecido con otros verdes es pura coincidencia),  plátano verde del efectivo, eso sí que era guarnición, no las pendejadas de ahora. Plato redondo y grande, también un poco totalitario.

Solo pescado frito, el mejor del mundo, servido de inmediato  al famélico ciudadano mortal, quien  aguardaba  turno en la  triste silla, que  a duras penas sostenía tanta posadera ambulante, maltrecha la pobre silla.  Apenas  dejaba de bucear el pescado frito, salía  desde una pila inmensa de aceite,  a imagen y semejanza del mar, ahí, la atrapaba, un maricon de cejas depiladas y de arrogante barbilla levantada que lo entregaba solemne al siguiente congénere que llevaba el plato al comensal, este,  lo servía  con una cortesía extrema y dulce sin jamás coquetear al cliente, porque camello es camello.

El maricon que limpiaba el piso lo hacía con frecuencia  esmero y profesionalismo, El de la caja, muy probablemente dueño del establecimiento, era diferente, amable, siempre sonreído, dando  gracias sentidas y sociables, procurando que todo quede en orden y si algo se olvidaba su grito nunca grosero era… “chicas por favor atiendan al señor…”

El pescado frito de los maricones, el nocturno pescado, urgente para un hambre postrera, para un chuchaque de  mala muerte, para un remate de estudio universitario  con amanecida y sexo, ideal para un  marido mal atendido en la mesa, para una salida en masa o en pareja  de la “Peña del Deseo”, aquella peña del Barrio del Astillero, en el  cual de tanto baile y cerveza ninguna pelada por más bella y delicada ofrecía resistencia ni al pescado frito ni a otros menesteres…apetito en fin.

Había desde luego  hipócritas, maricones tapiñados, que despreciaban el lugar y no lo comían  en su propio terreno, dizque diciendo que no valía comer ahí ¡uy¡ llegaban  en carros  lujosos  hasta la esquina de Eloy Alfaro y Manabí y mandaban a comprar el pescado frito en tarrina de plástico. Igual eran atendidos, pero no con la misma cordialidad, secamente, el maricon de mesa  y el de cobro lo servían sin comentarios,  a sabiendas de su destino vergonzante.

El olor del pescado frito  en raudo vuelo sin control se expandía hacia la ría, avanzaba hasta la avenida Olmedo,  como invitando al puerto y los porteños a degustar, a comer, a compartir, a mariconear fraternalmente un rato sin prejuicios ni lenguajes  eufemísticos.

Los malecones modernos nos cagaron la suerte y del viejo malecón de asaltantes y poetas, de  sobadores y putas, de obreros libertarios, de locos de contento con su cargamento para la ciudad,  de pasillos y nostálgicas barcazas ya no queda nada nadita de nada

vivo solo sin ti sin poderte olvidar un momento nomas….”

 

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