La cepa actual del coronavirus llamada covid-19 no es una perita en dulce. A pesar de no tener “patitas”, camina rápido. A su paso deja una estela de muerte y dolor, pero no sólo eso, tiene tanto poder que ha levantado el velo que cubría todas las miserias del capitalismo. Sí, del sistema en el que vive la humanidad desde poco más de dos siglos. El corrimiento del velo ha puesto, de un solo golpe, ante nuestros ojos la cara oculta del sistema, aquella parte oscura que la publicidad y la mentira política encubren de manera sistemática y científica.
Hemos descubierto que el hambre de miles de millones de seres humanos no es una propaganda de subversivos locos y anarquistas, sino una realidad concreta que vive a la vuelta de la esquina de los centros comerciales y de las mansiones de la gente adinerada. De un solo golpe hemos tomado conciencia de que la salud es un privilegio de pocos y que las grandes mayorías están desprotegidas, nos hemos dado cuenta que la fiebre irracional del consumo nos hace diariamente cavar nuestra tumba y que la competencia frenética entre nosotros nos conduce a la cárcel inexpugnable del individualismo, se nos ha materializado la oculta verdad de que la caridad lejos está de ser solidaridad, que valemos tanto como tenemos y que si nada tenemos no le importamos ni al prójimo ni a los poderes del Estado. El virus nos ha hecho ver que consumimos más de lo que necesitamos y que acumulamos debido a una atávica manía de escasez, nos ha hecho ver las heridas que provocamos en el cuerpo de la madre Tierra y nos ha puesto frente al tenebroso rostro de la muerte.
¿Es esta una crisis de humanidad? No, definitivamente. Es una crisis del sistema, esta vez cabalgando sobre las espaldas de un virus que no hace otra cosa que ponerle una mancha más al tigre de la pobreza planetaria que camina desde mucho antes de que él apareciera, desde la gran depresión de comienzos del siglo XX, de las crisis cíclicas que confluyeron todas en la crisis financiera de 2008, de un sistema caduco e inoperante que ha venido apuntalando su derruido edificio para que no se venga abajo, de un sistema que ya no puede satisfacer los niveles básicos de una humanidad que sobrepasa los ocho mil millones de habitantes.
¿Cómo, sino, explicar las advertencias hechas por la propia Organización de Naciones Unidas (ONU) del peligro de una hambruna planetaria que matará doscientos setenta millones de seres humanos en el lapso de los próximos tres meses? ¿Cómo entender que más de mil millones de personas están amenazadas de morir de hambre en el mundo? No es una crisis de la humanidad, sin duda, es una crisis del sistema capitalista. El virus ha servido para abrir los ojos de una parte de esa humanidad que hasta hoy ha vivido engañada por el espejismo de la sociedad de consumo.
“Genialmente Jean-Jacques Rousseau señaló que el ser humano era bueno, que era la sociedad la que lo corrompía, coincidiendo con Karl Marx en que no era la conciencia la que determinaba el ser social, sino el ser social el que determinaba la conciencia”.
Pero esa apertura positiva de la conciencia trae, lamentablemente, aparejado un peligro intangible que es el del optimismo. De otra forma el virus nos ha hecho descubrir la importancia de la solidaridad, nos ha hecho ver lo grave del aislamiento social, ver el crimen del ego sobrevalorado, la importancia de la hermandad humana, el crimen sin nombre de despreciar el trabajo manual y la producción de valores de uso, nos ha puesto frente a la imperiosa necesidad de volver a la tierra como fuente de vida y de cuidarla y preservarla, así como nos ha enseñado, con una terapia de shock, que el gasto superfluo es un suicidio lento de nuestra especie y que la “obsolescencia programada” de las industrias mundiales es la forma más perversa de llenar de basura el planeta.
La humanidad que se está dando cuenta de esta realidad es la esperanza de nuestra especie, porque está tomando conciencia de que no es por su culpa que hemos llegado a este punto, sino del sistema en el que vivimos. Es esa humanidad que desde el surgimiento de la sociedad de clases ha sido víctima, la humanidad irredenta, relegada e ignorada que ha crecido exponencialmente y ahora es la mayoría absoluta de la sociedad humana. Esa parte de la humanidad que ha creído en los valores de la democracia occidental, de todas las religiones, de la moral dominante, es la que ahora cree haberle llegado su hora. El virus, como un despiadado maestro que cree que la letra con sangre entra, se ha convertido en su aliado y le está enseñando que, con dolor, tiene que levantarse del lodo de la Historia. A carcajadas dramáticas le está enseñando que nada en lo que le enseñaron a creer vale la pena defender.
Esa humanidad buena ha vivido por milenios en el seno de una sociedad mala, cuya crueldad radica en su naturaleza. Genialmente Jean-Jacques Rousseau señaló que el ser humano era bueno, que era la sociedad la que lo corrompía, coincidiendo con Karl Marx en que no era la conciencia la que determinaba el ser social, sino el ser social el que determinaba la conciencia. Una sociedad mala por naturaleza, sólo puede engendrar por excepción hombres buenos, cuyo primer rasgo distintivo sería su rebeldía contra el sistema que lo domina.
No hay maldad en la naturaleza del ser humano, como Maquiavelo pensaba. Un empresario es bueno dentro de la escala de valores que asimiló desde la cuna, defiende con pasión y da la vida, de ser necesario, por sus intereses. No se percata que su riqueza es la antípoda de la pobreza de sus trabajadores y de llegar a darse cuenta actúa conscientemente contra los intereses de la humanidad. Ese es el velo más importante que ha levantado el cruel maestro del virus. A golpe de muerte y sufrimiento nos está diciendo que tenemos que cambiar. Pero, ¿qué tenemos que cambiar?
Ayuda la actitud, es verdad, que puede ser el comienzo del cambio, pero no es suficiente. Los límites de las religiones están en que crean parcelas, “ciudades de Dios” en las que viven los que están predestinados a salvarse para después de muertos pasar al paraíso; igual sucede con los partidos políticos, con la diferencia de que su accionar es para defender un poder terrenal que sirve para organizar legalmente la explotación del hombre por el hombre. Aquello que ahora es un lugar común de que para cambiar el mundo primero tenemos que cambiar nosotros, no es sino una mentira con apariencia de verdad, un sofisma. Ese principio genera heroínas como la madre Teresa de Calcuta que le apuestan a la caridad en un mundo comido por la lepra, pero que no es suficiente para acabar con la lepra. Para acabar con la lepra se necesita cambiar el mundo, que es igual a cambiar el sistema en el que vivimos.
En este punto es donde el optimismo se vuelve peligroso. Comienza a regarse por la conciencia de la humanidad irredenta como un bálsamo medicinal que promete cambiar la vida. Legiones de optimistas se van convirtiendo en una fuerza estéril que sólo servirá para humanizar el rostro descarnado del sistema. Mentes lúcidas como la de Slavoj Zizek son presas de la calentura del optimismo estéril, al afirmar que el virus acabará con los nacionalismos y los populismos del mundo y que la solidaridad global no es sólo un idealismo sino un acto racional que nos salvará de la crisis, como si lo racional alguna vez ha sido respetado por las fuerzas oscuras que nos dominan. Los chamanes del mundo nuevo también baten palmas estimulando a sus seguidores a construir los “baptisterios” de la conciencia ampliada en medio de un mundo enfermo y decadente, ocultándose, a propósito, esa elemental verdad de que sin política individual y colectiva no hay salvación para nada ni para nadie.
No puede haber cambio si no se cambia el sistema. A un sistema que intrínsecamente es injusto (malo en la visión religiosa) no se le puede pedir que dé frutos buenos (en la visión filosófica). El ser humano, educado por el sistema, siempre tendrá más peso en la balanza que los que rompen el cerco del adoctrinamiento sistémico (estadísticamente uno de cada millón), lo que demuestra cuán inútil es el camino de la transformación individual.
Las fuerzas oscuras del mundo actúan con celeridad, tanto peor si consideramos que la tesis de que ellas mismas crean la enfermedad y nos suministran el remedio es cierta. No se puede negar la fuerza poderosa que tiene el argumento de que todo está pensado por el cerebro dinámico del capitalismo. ¿Cómo, sino, explicar qué organismos mundiales como la Organización de Naciones Unidas (ONU) o la Organización Mundial de la Salud (OMS) han iniciado una campaña global para implantar un chip en cada habitante del planeta? El virus ha hecho posible que en las sociedades asiáticas se lleve a cabo este control electrónico, previa una campaña de adoctrinamiento que ha convencido al ciudadano asiático que es por su bien. Las fuerzas oscuras vuelan, mientras nosotros caminamos. Es por eso que hay que advertir de lo peligroso que resulta un optimismo pos endémico. Las fuerzas oscuras están normalizando las sociedades autoritarias, bajo el pretexto de que de otra forma no se puede controlar la expansión de la enfermedad, están reforzando el aislamiento estructural de la gente con la finalidad de evitar la fuerza de la unidad de los irredentos.
La expansión de la conciencia debe significar elevar nuestra espiritualidad con el propósito, individual y colectivo, de empujar el cambio, no de los individuos, sino del sistema. El cambio masivo de los individuos será un fenómeno lento en el tiempo que dará frutos sólo en la medida que podamos cambiar la naturaleza del sistema, y será el resultado de la lucha permanente de lo viejo que se niega a morir y lo nuevo que está naciendo. No hacerlo es mantenernos en la “conciencia del rebaño” que marcha tras líderes políticos locuaces y corruptos o de pastores religiosos que, en nombre de Dios, refuerzan la naturaleza perversa del sistema o chamanes de nuevo cuño que, a título de haber rescatado el pensamiento ancestral, estimulan el individualismo conciencial y ocultan la necesidad de la transformación del “capitalismo salvaje”.
El optimismo posendémico, si quiere ser útil y fértil tiene que estar encaminado a cambiar el sistema, porque el capitalismo sólo dejará de ser como resultado de la insurrección de las masas. Si no existe esa conciencia, el entusiasmo pos endémico será un peligro porque sólo servirá para cambiar el capitalismo salvaje por un capitalismo más “humano”, menos evidente que el que el coronavirus nos está evidenciando ahora. Sólo mejorará su apariencia favorecido por la inconsciente ayuda de sus propias víctimas.
“La expansión de la conciencia debe significar elevar nuestra espiritualidad con el propósito, individual y colectivo, de empujar el cambio, no de los individuos, sino del sistema. El cambio masivo de los individuos será un fenómeno lento en el tiempo que dará frutos sólo en la medida que podamos cambiar la naturaleza del sistema, y será el resultado de la lucha permanente de lo viejo que se niega a morir y lo nuevo que está naciendo”.
*Ensayista, historiador, profesor universitario y editorialista.