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miércoles, mayo 1, 2024

El verdugo del sueño americano

Por Julio Oleas Montalvo*

El famoso economista Paul Krugman ha comparado a Donald Trump con el tercer emperador romano, Cayo Julio César Augusto Germánico, más conocido como Calígula. Ambos gobernaron cuatro años. El romano murió a manos de su guardia pretoriana. Aparentemente el norteamericano dejó de existir cuando Twitter lo bloqueó por mentiroso. Calígula, sinónimo de depravación y caprichosa crueldad tenía, como Trump, un ego gigantesco. Ambos no toleraban la crítica. Al romano se le atribuye la famosa frase “que me odien, siempre que me teman”; “mi belleza reside en que soy rico” dijo, entre otros tantos disparates, el norteamericano. 

“En la historia de Calígula se juntan por primera vez todos los elementos de la tiranía tal y como la concebimos actualmente,” dice Mary Beard, académica inglesa especialista en estudios clásicos. El 6 de enero de 2020 Trump estuvo a un tris de convertirse en tirano cuando una horda de supremacistas blancos asaltó el Capitolio. Al parecer sus Proud Boys querían quemar las evidencias del triunfo de Joe Biden, secuestrar legisladores e impedir el relevo presidencial. Aunque maltrecha, parecería que la democracia norteamericana ha sobrevivido al “sociópata mentiroso y narcisista, que no entiende economía y no aprecia la democracia,” como lo describe Joseph Stiglitz.

¿Cómo llegó Donald Trump a la presidencia de EE. UU.? ¿Qué representa? ¿Es una aberración anecdótica o un síntoma de algo más profundo? ¿Cuál es su legado? La legisladora demócrata Nancy Pelosi ha dicho que el controversial magnate no era digno de ser presidente. Sin embargo, un día antes de concluir su mandato, Trump anunció que seguirá en política. 

Economía de mercado y sociedad abierta

Desde hace al menos setenta años la propaganda hegemónica ha esparcido la idea de que EE.UU. es el mejor ejemplo de una economía de mercado en la que ha florecido una sociedad libre y abierta. El anhelo del “sueño americano” confirma lo general de esa percepción, iniciada antes por Alexis de Tocqueville. 

En una sociedad abierta las personas toman decisiones individuales guiadas por un pensamiento crítico. La literatura especializada propone que esas personas son humanistas, y se consideran iguales, racionales y libres. El filósofo austriaco Karl Popper, autor de La sociedad abierta y sus enemigos, postula que la apertura de una sociedad se expresa en lo social (igualdad material, igualdad de oportunidades y meritocracia) y en lo político (igualdad política, acceso amplio a la toma de decisiones e imparcialidad legal). Popper vincula la sociedad abierta con un marco mental crítico de las personas, opuesto al pensamiento grupal característico del fascismo y del comunismo.

En una economía de mercado el consumo de bienes y servicios y la asignación de los factores de la producción (trabajo, tierra y capital) se realiza por medio de mercados en los que la oferta y la demanda generan precios competitivos. 

Desde la década de 1970 se generalizó la idea de que la sociedad abierta y la economía de mercado son inseparables y se refuerzan mutuamente. Esta conexión fue popularizada por los ideólogos del neoliberalismo. Para F. Hayek, autor de Camino de servidumbre, la planificación estatal y la coerción del gobierno reducen los mercados, alientan la tiranía y coartan la libertad. Milton Friedman, asesor económico del dictador Augusto Pinochet, afirmó que la libertad política va de la mano del libre mercado y que el ambiente socioeconómico en el que esto puede ocurrir es el capitalismo. 

Basado en la literatura desarrollada por el institucionalismo (D. North, B. Weingast, D. Acemoglu y J. Robinson, entre otros), el académico holandés de la Universidad de Utrecht, Bas van Bavel, cuestiona este maridaje y postula que entre la economía de mercado y la sociedad abierta se genera una relación dinámica en la que se modifican recíprocamente, en un ciclo socio-institucional que cambia con lentitud de positivo a negativo (Open societies before market economies: Historical análisis). 

La sociedad abierta aparece antes que la economía de mercado, según Bavel. En esta fase histórica movimientos sociales generalizados promueven la libertad, una relativa igualdad económica y el acceso de la gente común a la toma de decisiones políticas. Esto es lo que habría ocurrido en los estados del norte de los EE. UU. tras la guerra de independencia (1775-1783). En los del sur se mantuvo la esclavitud, formalmente abolida casi un siglo más tarde, con el triunfo de los estados de la Unión en la guerra civil de 1861-1865. 

Sobre esta base, y una vez liberados los mercados de tierra, trabajo y capital, a lo largo del siglo XIX se desarrolla la economía de mercado, con la precondición de un equilibrio social fundado en una vasta distribución de los derechos de propiedad, amplio acceso al poder político y medios para autoorganizarse. 

Este equilibrio impide que un solo grupo pueda desviar las instituciones de mercado en su interés exclusivo. Pero es necesario puntualizar que el institucionalismo, con D. North a la cabeza olvida que, para iniciar su “destino manifiesto,” durante el siglo XIX la unión americana consumó el genocidio de las naciones originarias que habitaban el “lejano oeste.”

Al expandirse la economía de mercado se debilitan las comunidades y los gremios hasta anular su capacidad para contrarrestar los efectos erosivos del mercado. La competencia y la posibilidad de acumulación generan desigualdad económica. En esta segunda fase del ciclo se engendra una creciente desigualdad política -afirma Bavel- conforme las elites del mercado transforman su riqueza en ventajas políticas.

En la fase final del ciclo las elites -corporaciones de energía fósil, los bancos de Wall Street, los billonarios de los fondos de inversión, los magnates de la alta tecnología, los grandes donantes republicanos…- utilizan su poder para sesgar el marco institucional y las decisiones políticas, ejercer una coerción creciente y restringir la libertad. Como nota el filósofo Francis Fukuyama, “El gobierno de los EE.UU. [ha sido] capturado por poderosos grupos elitistas que distorsionan la política en su propio beneficio y socavan la legitimidad de todo el régimen. Y, en su conjunto, el sistema todavía es muy rígido como para auto reformarse.” Esto paraliza la movilidad social y los factores del mercado se marchitan nuevamente. Así, primero se erosiona la sociedad, comenzando por la apertura social lograda con el esfuerzo de las mayorías, luego cae la apertura política y a continuación implosiona la economía de mercado.

Las evidencias sugieren que la sociedad norteamericana se encuentra en la etapa final del ciclo socio-institucional teorizado por Bavel. La población asalariada se ha empobrecido y está endeudada a empresas y bancos. La desigualdad económica ha alcanzado niveles extraordinarios. Las élites empresariales usan su poder económico para ganar ventajas políticas y consolidar su posición: monopolios, desigualdad legal, regresividad tributaria y coerciones laborales. El sistema financiero, convertido en un extraordinario aparato especulativo, detenta un poder gigantesco, incluso luego de la crisis de 2008.

Cuatro años de trumpismo han re-empoderado a los supremacistas blancos, mientras las desigualdades sociales se agudizan. Según la Reserva Federal, en 2016 una familia blanca promedio tenía un patrimonio neto anual de USD 171.000, mientras que el una familia afroamericana era de USD 17.600 y el de una hispana de USD 20.700. Antes del covid-19 el desempleo entre la población afro era el doble del de la población blanca.

–Julio Oleas

La sociedad abierta: una lejana aspiración

En EE.UU. la sociedad abierta nunca ha dejado de ser un ideal. La Guerra de Secesión abolió el orden social esclavista sobre el que se erigió la economía de los Confederados del sur. Pero el racismo y la supremacía blanca nunca desaparecieron. Luego de esa guerra, poblaciones enteras de afroamericanos fueron exterminadas en muchos condados de los estados del sur.

Los intentos de integración social han sido escasos y han fracasado. En 1896, en Carolina del Norte una coalición de blancos y afroamericanos (los Fusionists) ganó las elecciones con una agenda que proponía la educación gratuita, la igualdad de derechos y condonaciones de deuda. En 1898 Wilmington era un próspero puerto con una creciente clase media afroamericana, en el que los fusionistas también ganaron las elecciones. Allí se editaba el único diario afro del país, el Wilmington Daily Record. El progreso material de los afroamericanos y su participación en la política despertó la ira de los supremacistas blancos congregados en el partido Demócrata. Organizaron milicias -los Red Shirts- para atacarlos. Estos trataron de comprar armas, pero los comerciantes blancos los rechazaron y ficharon. Los diarios blancos inventaron una epidemia de violaciones cometidas por afroamericanos. El Wilmington Daily Record les contestó sugiriendo que las mujeres blancas se acostaban con ellos por su propia voluntad. 

En la víspera de las elecciones estatales de 1898, el demócrata Alfred Moore arengó a los blancos: “Ve a las urnas mañana y si encuentras al negro que está votando, dile que se vaya y si se niega, mátalo, dispárale.” El partido Demócrata ganó las elecciones, pero los fusionistas siguieron en el gobierno de Wilmington. Dos días después Moore y cientos de hombres blancos armados con rifles y una ametralladora Gatling incendiaron el Wilmington Daily Record, mataron a cuanto afroamericano encontraron y destruyeron sus negocios. La horda de Moore asaltó el ayuntamiento, obligó a los fusionistas a renunciar y esa misma tarde fue declarado alcalde. En los siguientes dos años los supremacistas blancos de Carolina del Norte impusieron la segregación racial y anularon el derecho al voto de los afroamericanos. El número de estos votantes se redujo de 125.000 en 1896 a 6.000 en 1902. 

Nadie fue responsabilizado por la insurrección de 1898. Por lo tanto, abrió las puertas, especialmente en el sur, para que… despojen a los afroamericanos de los derechos civiles, dice Christopher Everett, autor del documental Wilmington on Fire. No solo que no hubo ninguna pesquisa legal: la insurrección de 1898 nunca fue disimulada. Universidades, escuelas, edificios públicos de todo el estado recibieron los nombres de los instigadores. Conforme pasó el tiempo, los libros de historia distorsionaron los hechos afirmando que se trató de un motín racial iniciado por la población afro, reprimido por ciudadanos blancos. En 1901 Charles Aycock, uno de los supremacistas blancos, llegó a ser gobernador de Carolina del Norte. Hoy su estatua adorna el Capitolio de Washington (asolado por las hordas de Trump el 6 de enero de 2020).

En la primera mitad del siglo XX el asesinato de afroamericanos era común y los culpables no eran castigados. En 1915 se refundó el Ku Klux Klan, abolido por el presidente republicano Ulysses Grant mediante el Acta de Derechos Civiles de 1871. El KKK llegó a tener más de cuatro millones de miembros, pero decayó cuando algunos de ellos declararon su simpatía por el nacismo. En diciembre de 1955 Rosa Parks se negó en un transporte público de Montgomery, en el estado de Alabama, a ceder su asiento a un pasajero blanco. Fue arrestada y sentenciada por violar la ley local. Los afroamericanos boicotearon el transporte más de un año, hasta que se abolió la ley de segregación. Este habría sido el inicio del movimiento de los derechos civiles, cuyo líder más conocido fue Martin Luther King Jr. King se opuso a la guerra de Vietnam y denunció la pobreza en la que vivían las poblaciones de afroamericanos; fue galardonado en 1964 con el premio Nobel de la Paz y cuatro años más tarde, el 4 de abril, fue asesinado por un segregacionista blanco en un hotel de Memphis, en el estado sureño de Tennessee.

Asalto al Capitolio días antes de que Trump abandonara la Casa Blanca.

Cuatro años de trumpismo han re-empoderado a los supremacistas blancos, mientras las desigualdades sociales se agudizan. Según la Reserva Federal, en 2016 una familia blanca promedio tenía un patrimonio neto anual de USD 171.000, mientras que el una familia afroamericana era de USD 17.600 y el de una hispana de USD 20.700. Antes del covid-19 el desempleo entre la población afro era el doble del de la población blanca. Al menos, el 24% de los muertos a manos de la policía son afroamericanos, aunque este grupo solo representa el 13% de la población total de EE. UU. La tasa de encarcelamiento es seis veces mayor para afros que para blancos: según el Centro de Investigación Pew, en 2018 la población carcelaria era 33% afroamericana y 30% blanca, pero los blancos representan el 60% de la población adulta y los afros apenas el 12%. Con estadísticas relevadas por los centros de control de enfermedades y prevención, se pudo conocer que en 2016 la tasa de mortalidad infantil de la comunidad afronorteamericana fue de 11,4 por cada mil nacimientos, mientras que en la blanca fue de 4,9 por cada mil nacimientos.

Trump no es una aberración

Hace 47 años el Watergate obligó al republicano Richard Nixon a renunciar a la presidencia antes de que el Congreso lo sometiera a juicio político para destituirlo (impeachment). Las infracciones y abusos cometidos por Nixon y su equipo palidecen junto a los de Trump. Todo su mandato estuvo organizado en torno a una mentira colosal: Make America Great Again. Esta mentira matriz fue, en realidad, una propuesta para restablecer el racismo y la supremacía blanca. También mintió al responsabilizar al gobierno y a Manhattan de la desaparición de la clase media. Y llegó a la contumacia al afirmar que le “robaron” las elecciones. En la era del Twitter y la postverdad, la sistemática conducta mentirosa de Trump solo fue detenida cuando los Proud Boys -herederos del odio desplegado en su momento por los Red Shirts y el KKK- marcharon sobre el Capitolio, 14 días antes del cambio presidencial. 

Trump redujo los impuestos que pagaban los ricos y sus corporaciones, repelió las regulaciones ambientales y sacó a EE.UU. del Acuerdo de París, nombró jueces amigos de los big business y desquició el comercio internacional. Las élites republicanas aprovecharon el ruido levantado por el racismo y las teorías de la conspiración para seguir avanzando según lo planeado en su agenda plutocrática. No sin razón Paul Krugman dice indignado que “el cinismo y la cobardía de los líderes republicanos son las causas más importantes de la pesadilla que hoy se cierne sobre nuestra nación”.

Tras este largo ciclo socio-institucional iniciado alrededor de 1775, en 2021 la sociedad y el mercado norteamericanos se encuentran en un estado de aguda desigualdad material, dominados por una compacta elite empresarial. En el país más rico del mundo viven 40 millones de pobres; por cada familia pobre blanca hay dos familias pobres afroamericanas y dos hispanas. Los privilegios elitarios del capital se han consolidado con el firme control del sistema político. Pero al procurarse ventajas sociales y económicas, las elites cierran la sociedad y erosionan la organización de los mercados. El partido Republicano, desde la presidencia de Ronald Reagan estrechamente vinculado a la derecha cristiana extremista, es tan responsable como lo es Trump de la crisis institucional en la que se encuentra EE. UU.

La variable determinante de la interacción entre la economía de mercado y la menguante sociedad abierta es la distribución de la riqueza. La riqueza afecta la propiedad de los pilares de la vida: tierra, recursos naturales y capital. La riqueza es un stock cuya acumulación no tiene límite y, a diferencia del ingreso (un flujo), puede ser transmitida por herencia, consolidando las desigualdades. El Covid-19 no ha detenido la concentración de la riqueza. Hace poco Forbes informó que Jeff Bezos (dueño de Amazon) es por tercer año consecutivo la persona más rica de EE.UU. con una fortuna de USD 179.000 millones, seguido de Bill Gates (Microsoft) con USD 111.000 millones, Mark Zuckerberg (Facebook) con USD 85.000 millones y Warren Buffet (Berkshire Hathaway) con USD 73.500 millones. En EE.UU. el coeficiente de Gini para la riqueza es superior a 0.8, según Saez y Zucman (Wealth inequality in the United States since 1913: Evidence from capitalized income tax data). Trump promovió con decisión esta concentración de la riqueza, tanto como la xenofobia y el racismo.

Las instituciones norteamericanas no habrían resistido cuatro años más de trumpismo, afirma el connotado economista Daron Acemoglu. Menos pesimista se muestra el politólogo sueco Bo Rothstein, que cree que la democracia norteamericana ha sobrevivido a Trump, lo que se debería a la prevalencia de dos factores fundamentales: la imparcialidad de las autoridades electorales y de la Corte Suprema; y la posibilidad cierta de conocer la verdad. “Imparcialidad en el desempeño de los deberes públicos y realismo epistemológico constituyen las piedras angulares de una democracia segura y funcional,” según Rothstein. 

Aunque al final y bastante maltrechas, las instituciones norteamericanas todavía pudieron cumplir su rol: reducir la incertidumbre y canalizar la conducta de las personas. Pero el racismo se intensificó hasta retornar a las condiciones previas al movimiento de los derechos civiles.

En el pasado siglo la tradición cultural de la potencia hegemónica desplegó en el mundo entero el mito de la incorruptibilidad del sistema democrático norteamericano. El tótem de ese mito era el Capitolio, profanado el 6 de enero de 2020. Esta acción demuestra hasta qué punto están conectados con el poder los supremacistas blancos. Estuvieron a punto de convertir en otra república bananera al hegemón del destino manifiesto privando, al mismo tiempo, a la civilización del capitalismo de uno de sus más poderosos referentes de lo que debería ser la democracia. 

“El movimiento que empezamos recién está comenzando […] Juntos construimos el mayor movimiento político de este país,” dijoTrump en su despedida vía YouTube. En las elecciones de noviembre pasado Trump obtuvo 11 millones más de votos que en 2016. Según el Wall Street Journal, pese a sus 74 años, el conductor de The Apprentice estaría dispuesto a fundar un nuevo movimiento (el Partido Patriota), si los republicanos tradicionales no le entregan el partido bajo sus condiciones. Acemoglu sugiere reconocer las debilidades de las instituciones norteamericanas, comenzando por el sistema electoral, e intentar reconstruirlas. Pero acto seguido se pregunta “¿Cómo se puede convencer a decenas de millones de partidarios de Trump que han sido manipulados y alimentados con mentiras durante años? El escepticismo de este académico del MIT es comprensible: el análisis histórico de Bavel postula que el ciclo socio-institucional es irreversible.

Hemos aprendido que la tranquilidad no siempre es paz, y las normas y nociones de lo que es “justo” no siempre es justicia

–Amanda Gorman

*Julio Oleas Montalvo, docente universitario, es doctor en historia económica ecuatoriana por la UASB-Ecuador.

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