En Europa y EE.UU. se afianza un proyecto antiliberal y anticosmopolita, que mira a Rusia y pelea su propia batalla cultural
“Europa necesita una contrarrevolución cultural”, anunció el líder polaco Jaroslaw Kaczynski en una cumbre en la localidad de Krynica -apodada la “Davos del Este”-, en septiembre pasado. “Para mí esto suena como música”, respondió, sin ocultar su entusiasmo, el primer ministro húngaro, Viktor Orbán, quién sintetizó: “El Brexit ofrece una gran oportunidad para esta contrarrevolución. Debemos afirmar que los valores nacionales y religiosos son importantes y debemos defenderlos (…) Los inmigrantes pueden desplazar a los habitantes oriundos de Europa”. Esta última frase es un calco y copia de la teoría conspiracionista del grand remplacement (gran reemplazo de franceses por inmigrantes) del escritor francés de extrema derecha Renaud Camus, convertida en una suerte de “estructura de sentimiento” de un nuevo frente anticosmopolita con muchas facetas, pero marcado por lo que el periodista Marc Saint-Upéry denominó “paranoia civilizacional”.
Es verdad que en las últimas décadas, el cosmopolitismo fue capturado por las élites y los mercados. La crisis de las izquierdas debilitó, hasta su casi desaparición, el antiguo internacionalismo, sólo parcialmente retenido por los movimientos alterglobalizadores. Y es precisamente esta mundialización de las finanzas, con su realismo capitalista, la que alentó la emergencia de una suerte de internacional anticosmopolita en clave nacionalista, antidemocrática y a menudo nativista.
Víktor Orban: “Los valores religiosos y nacionales europeos deben defenderse”.
Orbán impulsa una “democracia iliberal o no liberal”, que tiene en la Rusia de Putin un buen role model, aunque para parte de Europa del Este Moscú sea un vecino históricamente problemático. Putin admira al comunista-nacionalista Stalin y se inspira en el anticomunista conservador y antidemocrático Ivan Ilyin, mientras rechaza al cosmopolita Lenin. Así, el concepto filosófico de ser humano como “ciudadano del mundo”, compartido por liberales y socialistas, aquel que no se identifica sólo con su patria ni considera al resto de los humanos como “extraños” -por el que brega el intelectual angloghanés Kwame A. Appiah en su libro Cosmopolitismo. La ética en un mundo de extraños (Katz, 2007)- está bajo fuego.
“El eje franco-alemán está de capa caída, España (…) está ausente, los holandeses, otrora europeístas, están de retirada, (el italiano) Renzi clama en el desierto, Bélgica hace tiempo dejó de existir y el Reino Unido ha acabado en manos de los bárbaros que quedaron detrás del muro de Adriano”, ironizó José Ignacio Torreblanca en las páginas de El País. Y, en efecto, frente a ese vacío, un eje entre Varsovia y Budapest, con bifurcaciones en otras naciones de Europa central y oriental -y también occidental- ha tomado el rechazo a los refugiados no cristianos como punta de lanza de un proyecto antiliberal y anticosmopolita de más amplio alcance.
Caldo de cultivo
Al fin de cuentas, estos países excomunistas son un buen caldo de cultivo: la ausencia de pasado colonial primero, la emergencia de nacionalismos de matriz fascista en los años 30 y luego casi medio siglo de aislamiento detrás de la “cortina de hierro”, han generado una mezcla de falta de interacción con los “extraños” y de desconfianza hacia lo extranjero, en un combo hoy explotado por los nacionalistas. Y ello ha ido en paralelo con una acometida autoritaria y conservadora de estos gobiernos hacia sus propios ciudadanos.
Esta deriva no está exenta de resistencia, como se vio en mayo de este año en una movilización de más de 200.000 polacos en defensa de la democracia, pero por ahora eso no basta. “Escuchar cada día, a toda hora, el nuevo discurso patriótico y clerical, mentiras groseras, insultos (…) o ver demostraciones de fuerza neonazis en las iglesias provocan desmoralización más que rebelión”, escribió el experto en política polaca Jean-Yves Potel en su blog en Mediapart.
No obstante, las recientes protestas multitudinarias de mujeres polacas frenaron una iniciativa parlamentaria que endurecía todavía más la ya restrictiva ley de aborto y se anuncian nuevas movilizaciones. Orbán, por su parte, tuvo su traspié en el reciente referéndum antiinmigración anulado porque la participación no llegó al 50%. Sin embargo, quienes votaron (alrededor del 40%) lo hicieron casi unánimemente contra la inmigración y al líder húngaro se le suma el opositor Movimiento por una Hungría Mejor (Jobbik), de ultraderecha.
Jaroslaw Kaczynski: “Europa necesita una contrarrevolución cultural”.
Slawomir Sierakowski distingue, no obstante, entre ambos liderazgos. En un artículo en Project Sindicate escribió que “Orbán es un cínico” mientras que “Kaczynski es un fanático”. Este último integra esta “internacional iliberal” por convicción, mientras que el primero lo haría sólo como medio de permanecer en el poder. “El Homo Kaczynskius es un polaco obsesionado con el destino del país, que muestra los dientes a críticos y contrarios, particularmente si son extranjeros. Los gays y las lesbianas no pueden ser verdaderos polacos. Todo elemento foráneo dentro de Polonia es una amenaza”. Pero ambos se potencian. Y el crecimiento de las extremas derechas europeas -como la de Marine Le Pen, capaz de distanciarse públicamente de su padre fascista para volver más respetable a su proyecto- dan aires al nuevo anticosmopolitismo. “El ex presidente francés Nicolas Sarkozy, con la mirada puesta en volver al poder en 2017, ya está adoptando parte del vocabulario y de las posturas del eje Orbán/Kaczynski. (El británico) Johnson, por su parte, mostró afinidad con sus métodos. ¿Se les sumarán otros?”, se pregunta Sierakowski. La británica Theresa May anda en busca de pista de lanzamiento.
Contra la corrección política
Por lo pronto, del otro lado del Atlántico también se consolidó un heterogéneo movimiento antiglobalización de derecha. La periodista francesa Laura Raim escribió en la Revue du Crieur una completa radiografía de la extrema derecha estadounidense, que en gran parte apoya a Donald Trump y lucha contra la “tiranía de lo políticamente correcto”. Varios de estos grupos se agrupan en la llamada Alt-Right (derecha alternativa). Los conservadores tradicionales están en pánico: es la primera vez que un candidato de un gran partido actúa de megáfono de estos sectores hasta ahora marginales. El exótico Trump les tomó el partido por asalto, con los votos de las bases y aún debaten qué hacer.
En este bloque heterogéneo de la extrema derecha existen neorreaccionarios decepcionados del tradicional “anarcocapitalismo” libertariano y partidarios de un nuevo elitismo oligárquico capaz de restaurar los objetivos civilizatorios. Pero también nacionalistas blancos de matriz más populista y menos hostiles al Estado. “Los norteamericanos deben superar su fobia a los dictadores”, declaró en 2012 el pensador neorreacionario y programador Curtis Yarvin, animador del blog Unqualified Reservations, cuyo subtítulo es “Ilustración reaccionaria”. Sin embargo, como apunta Raim, parte de este núcleo desconfía del trumpismo, al que ve como estatista y populista. “La Alt-Right y el trumpismo son demasiado políticos, estatistas, nacionalistas, democráticos, populistas y a menudo críticos del capitalismo como para que nos identifiquemos con ellos”, dice el neorreaccionario Nick Land.
A sus primos hermanos, los nacionalistas blancos, sí les gusta el mensaje de Trump. La meta de esta “tribu” es restaurar la grandeza de la civilización occidental, hoy atrapada, según ella, en la “mediocridad igualitaria”, el consumismo y el igualitarismo. Sus seguidores rechazan el llamado “fin de la historia” y la consigna Make America Great Again! (Recuperemos la grandeza de Estados Unidos) suena como música para sus oídos supremacistas, masculinistas y “antipolíticamente correctos”. Para ellos, mientras los negros y los latinos pueden defender su raza de manera legítima, los blancos, cuando lo hacen, son de inmediato criminalizados como racistas. Y en política internacional se oponen al “imperialismo democrático y mesiánico” de los neoconservadores de la era Bush y a sus tratados de libre comercio. Para muchos de estos herederos del “paleo-conservatismo”, la división del mundo es entre globalizadores y antiglobalizadores.
Curtis Yarvin: “EEUU debe perder su fobia a los dictadores”.
Entre los enemigos a combatir, recuerda el citado artículo de Raim, están las universidades de élite de la Ivy League, el periódico New York Times y Hollywood, “responsables del consenso igualitarista universal en el debate público”. En todo esto hay una gran paradoja: mientras la izquierda global se siente derrotada frente al capitalismo triunfante, para la Alt-Right, por el contrario, la izquierda es la gran ganadora en la batalla ideológica mundial, y muchos de ellos extrañan no tener a un Antonio Gramsci en sus filas para mejorar su batalla cultural. Claro que, para estos grupos, casi todo lo que no es Alt-Right es izquierda y socialismo y hoy una oligarquía izquierdista y bienpensante controlaría el mundo.
La mutua simpatía entre Trump y Putin no es ajena a estas articulaciones de sentido en un mundo en el que un nuevo anticosmopolitismo reaccionario cosecha en el malestar con la globalización, el rechazo a las élites y al afianzamiento de una élite financiera y corporativa que ha capturado el cosmopolitismo para sus propios negocios globales. Y en el que la política progresista centrada en la identidad como reemplazo de las clases sociales ha dejado fuera a masas de trabajadores (y desocupados) blancos que no pueden identificarse con ninguna “minoría” pero no por ello son menos pobres, y hasta pueden ser calificados -como ocurre en Estados Unidos- como white trash (basura blanca).
La propia Hillary Clinton calificó a “la mitad” de los votantes de Trump como una “cesta de deplorables”, aunque luego se arrepintió públicamente. Y, recreando el lema negro contra la violencia policial (Las vidas de los negros importan), los trumpistas respondieron con Deplorable Lives Matter (las vidas de los deplorables importan).
Fuente: http://www.lanacion.com.ar/1946766-la-contrarrevolucion-de-la-derecha