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miércoles, diciembre 4, 2024

La Patria siendo la avenida Patria a lo Quito

Crónica sobre sus ciudadanos de a pie

La Línea de FuegoPor: Tatiana Sandoval Pizarro

Toda mi vida este ha sido mi negocio

Aurelio Guallán

Antes de llegar al Puente del Guambra, donde termina la Patria y empieza la avenida 10 de Agosto, está Aurelio Guallán con más accesorios tecnológicos. Él también proviene de Chimborazo, en concreto de Riobamba o mejor dicho “Fríobamba”. En su local a la calle se encuentran trípodes para cámaras y celulares en todos los modelos. A los siete años migró a Quito y a los quince empezó con este negocio cuando existían los teléfonos Tango 300 grandotes como los ladrillos. Desde ese momento empezó a vender los estuches para estos aparatos. En la Patria sólo lleva dos años. Antes, con estos productos, recorría otras provincias, la mayoría del oriente ecuatoriano, o deambulaba por los barrios de Quito. El andar en las calles de la capital le ocasionó varios momentos agrios con los policías metropolitanos.

Línea de Fuego
Aurelio Guallán posa sonriente al lado de su kiosko de accesorios tecnológicos. Foto: Tatiana Sandoval Pizarro

—Sabían perseguirnos demasiado. Con mi hijito sabíamos hasta llorar. Nos quitaban los productos, echaban gas… Perdí una mercadería que para retirar costaba USD 200. Ahí la dejé. Después gastamos plata y conseguimos este puestito. Ya nadie no me jode, trabajo tranquilo.

Llega el punto en el transcurso de la conversación en el que se topa la pandemia por COVID-19, que marcó un antes y un después en la realidad de las personas más humildes.

—Antes de la pandemia sí se vendía, cuando solo tenía un trapo tendido en el suelo —afirma Aurelio.

Su esposa también trabaja. Tienen cinco hijos: dos de ellos están en los Estados Unidos y otro les ayuda a atender en el local que tienen al sur de Quito, en el barrio “Lucha de los Pobres”.

—¿Qué desea mi señor? —le dice Antonio a un cliente que llega a hacer el gasto.

El comprador busca un cablecito (en Quito casi todo se dice en diminutivo, así que no se enojen). De curiosa pongo atención a lo que le ofrece Aurelio. El señor ya le ha comprado antes el mismo cable y por eso regresa, pues asegura que ni el original carga tan rápido su celular. Además, necesita un banco de batería, debido a que se va de viaje al campo y no tiene donde cargar su teléfono.

—Solo aquí le compro —afirma el cliente, que al final se lleva las dos cosas.

—Ya vecinito, gracias —son las palabras de Antonio.

En esta ciudad, vivas donde vivas, eres el vecino, el veci o el vecinito. De inmediato, arriba otra señora que busca un parlante. Aurelio le ofrece uno de USD 10 bien completito y lo prueba delante de ella pasando distintas emisoras.

—Lo vendo baratito —le manifiesta Aurelio. —Hasta USD 9 le puedo dejar.

Empieza el clásico regateo. La señora no se convence y comienza a retirarse. Aurelio sube la voz:

—¿Cuánto tiene mi jefa? Hasta en USD 8 le dejo.

La señora dice que quiere el parlante en USD 7, Aurelio dice que no y la venta no se concreta.

Una vez que se desocupa, se vuelve a sentar y dice animado, ya que algo vendió con el señor:

—Ahora sí, vamos ahí —expresión que da continuidad a la entrevista en otro tono. Le pregunto cómo ve a la Av. Patria.

—Bien… para qué, sí se vende alguna cosita, aunque sea como dicen pa’ la comidita —

En cuestión de seguridad indica que:

—A veces no sabe haber… varias veces me han robado. No ve, sacando mercadería, yo tenía otro tablero allá, ahí ponía puro audífono y un señor llegó: “Señor, señor, véndame un audifonito en USD 2”. Ahí me dice: “déjame probar”. De ahí vuelta dice, “señor, señor, deme un audífono de USD 3, pero deme probando”. Yo, por atender bonito, me descuidé. Regreso a ver y ya no había funda de mercadería. Ahí estaban parlantes, trípodes… algunas cosas, perdí unos USD 500, si no era más tan bien. Allá arriba sabía exhibir parlantes… Un día, así mismo atendiendo al cliente, una chica dice: “señor, señor, se le están llevando el parlante”. Me voy corriendo y ya se ha estado yendo por abajo amarcado el parlante, de ahí vine quitándolo, ah ah…

Asevera que, en el Oki Doki que está de frente a su negocio, los robos son a diario. Él más antes ayudaba a quitar las cosas que se iban guardando en las chompas quienes ingresan a esta tienda, hasta que le puso un alto a esto.

—De gana me voy a estar piteando.

—¿Y los policías que están aquí nomás? —, indago:

—Nou… solo cuando hay las bullas. De pronto le pueden estar matando a uno aquí y eso que es aquicito la Flagrancia. Aquí atrasito o aquí mismo, suelen estar robando teléfonos y vienen gritando: “¡Auxilio, auxilio!”. Van a Flagrancia a pedir ayuda y les dicen que tienen que llamar al 911.

Con todo esto que uno se va enterando, se bajaban las ganas de continuar. Ingenuamente, pensaba que en la Patria se está seguro, porque hay uno que otro policía en las afueras de la Unidad de Flagrancia.

Según lo que otras personas comentan, los policías son los primeros en salir corriendo cuando hay algún evento grave, como el ocurrido la noche del 15 de julio de 2023 en las afueras de esta institución del Estado, donde hubo una balacera y se abandonó una granada que posterior al hecho fue detonada controladamente. Los policías mismos suelen decirles que ellos no están preparados para enfrentar esto y que no les queda más que correr por su vida, ya que también tienen familia.

Regreso a la altura del Hilton Colón (Río Amazonas y Patria). En sus contornos están mendigando alguna monedita niños, jóvenes, adultos o ancianos. La parte de la edificación que da hacia la Patria luce cercada. Antes, quienes buscaban un lugar para descansar en la noche, solían recostarse por aquí para recibir el aire caliente que emana de los ventiladores del hotel.

No hay tiempo para detenerse. Comienzo por decir: “Ya lo escucho, ya lo escucho”. Me acerco más y más y no, no está. La Patria es un paisaje sonoro y entre sus sonidos está el de un mayor que en la esquina de esta avenida y la 9 de Octubre grita a todo pulmón: “A 50 centavitos la libra del jengibreee”. El final que le pone, con gallos y todo, es música para sus ventas y para los oídos de quienes nos alegramos cuando lo escuchamos. A más de un transeúnte no deja de sacarle una sonrisa y de paso le va comprando el jengibre. Él, sin estudiar marketing ni ventas, sabe cómo acabar ese saco del producto, así se tenga que quedar hasta la noche, caso contrario no se va.

¿Alguien sabe cómo se llama el mayor?

La “Patria” de la medicina popular

Mi suegro es para mí un apoyo más que mi papá y mi marido mismo

Mónica Tamayo

La línea de Fuego

El mayor no está, pero encuentro a una señora con el saco de jengibre y otro pequeño con algo que parecen unos gusanitos de color zanahoria. “Mijita, pregunta”, me digo. Es Mónica Tamayo, su nuera. Me dice que el mayorcito ya vuelve, en unos 30 minutos o, más claro, a lo quiteño, “se fue a volver”. Me vuelve el corazón al pecho. Uno se encariña tanto, inclusive con quienes sólo ha escuchado de paso.

Me entero de que esos gusanitos, en realidad, son la cúrcuma que en mi vida solo la conocí en polvo. Mónica me explica que se trata de un desinflamante natural parecido al achiote, pero más sano y recomendado mucho para las mujeres. Ella machaca la raíz y prepara un refrito con eso para un rico arroz relleno. A la cúrcuma se la pela, se la ralla y se la pone en los jugos, en la comida, si se quiere que coja color y no esté pálida, como nosotros los costeños; o se la prepara en una agüita caliente. En cambio, la raíz del jengibre es picante y para que no se le dañe pronto, Mónica la seca y muestra el resultado.

—Me hice una cosa de una lata con un vidrio y eso le sacó así, oritas que el sol está así, mire cómo queda. El rato que usted le cocina sale el mismo sabor, la diferencia es que este no se le daña pronto y lo puede tener en un reposterito de vidrio y eso, uh… le dura. El jengibre seco es más caro. Imagínese, yo piqué un balde grandote antes de ayer y cuando fui a recogerlo, un poquitito me sale, se disminuye bastante. A mí me conviene vender así —sostiene, en referencia a la raíz entera.

En otras ocasiones, para los clientes que le piden, prepara los polvos con ambas raíces, que también son más caros. De este modo, entramos en conversación hasta que regrese su suegro. Relata que llevan casi un año vendiendo en la Patria, de lunes a viernes. Cuando no están es porque ella recién se ha ido a cosechar el producto. Todo inició cuando les suspendieron un pedido y le dijo al mayorcito, a quien considera más que un suegro, un papá:

—¿Sabe qué? Quedémonos aquí, gritando. A veces las personas son egoístas, pero la señora de ahí es muy buena gente —. Mónica señala el quiosco que está cerca, cuya propietaria no ha tenido reparos en compartir la vía con ellos. Porque, insisto, a quiteños y no quiteños nos pueden molestar tantas cosas, pero la gente aquí es amable.

—Ella nunca nos dijo “váyanse”, si no “pónganse, que sí van a vender”.

Entre ellos se acolitan, ya sea la vecinita echando ojo al jengibre cuando deben moverse o ellos echando ojito al quiosco cuando la veci se va al baño. De igual manera, los señores de la matriz del Banco Internacional, que está ahicito, no les han hecho problemas. Los que sí les han llamado la atención son los policías municipales, “algunos groseros”, describe Mónica. Con ellos han hablado de buenas maneras, explicándoles que es un negocio familiar entre los dos y “los han dejado en paz”.

El “mayorcito”, como más llama Mónica a su suegro, es el que pasa vendiendo a menudo en la Patria, mientras ella se va a entregar las raíces de estas plantas a los chifas (lugares con alta demanda) o a las tiendas de productos secos, donde ya tiene clientelita. Mónica, soltando la risa, manifiesta que su suegro es el que hace bulla y que así mismo se comporta en la casa.

—Mi suegra a veces se enoja. “Ay, es que él es callejero” —dice, imitándola un poco.

Viven en el mismo terreno: el mayor y su esposa, adelante; y Mónica, con su esposo, en la parte de atrás. Ella cosecha el jengibre y la cúrcuma que su papá siembra en la finca que tiene en el cantón Quevedo, provincia de Los Ríos. Además, lava las raíces para que queden listas para la venta.

Por su papá inició el negocio, pero la más conocida en Quito es ella. La llaman “la señora del jengibre”. Confirma que su papá es bueno pa’ la siembra, pero pa’ vender no sirve. Ya lo ha dejado un día en el negocio y cuando ella regresa no había vendido nada, porque le da vergüenza gritar o no le da la voz. ¡Cosa extraña siendo de la costa!, pero así pasa, señores, no todos son gritones y sueltos como se piensa. La vecinita un día le ha dicho:

—Ufff, a su papá el mayor le da palo. Lo único que dice es “cuide su salud por 50 centavos”.

Me atrevo a decir que cuando uno viene de la costa a la sierra y más a esta ciudad tan grande, se siente pequeñito y todo ese temperamento costeño queda reservado más que para la tierra de uno.

Cuando ella no se va a cosechar, el veterano se desespera:

—Pero ándate a ver, mija, el jengibre, cómo vamos a estar sin el producto —le habla.

Entre las malas noticias, cuenta que en esa semana le robaron el bolsito de jengibre a su suegro. Esto ocurrió cuando él estaba solo, se confió y se fue a la tienda a comprar fundas. Nunca imaginó que, hasta eso, los “amigos de lo ajeno” no respetarían.

Su nuera se ha dado cuenta de que el día en que el mayorcito no sale de casa a vender jengibre, no se siente bien. Él ya se jubiló y en la casa pasa en el día muy solo, por lo que su esposa trabaja. Los fines de semana se suele ir a un Club de Golf en Sangolquí, donde hace de caddie llevando la talega de los socios jugadores. Justo ese viernes se fue para allá a averiguar sobre un torneo internacional que al parecer se desarrollaría ese fin de semana. Vender jengibre también le ha permitido alejarse del vicio del alcohol.

—Hoy en día ha dejado eso, porque lo tengo más entretenido —narra Mónica.

“Nosotros no somos intermediarios, somos directos”, es lo que suele decir este saleroso hombre de la tercera edad a los compradores, quien para nada se intimida y ha hecho amigos en toda la avenida. Saca pecho porque ya es “pana” del guardia del Internacional y Mónica se ríe.  

En seguridad, Mónica manifiesta que en ese rato se ve a un montón de policías, por lo que el día anterior le hicieron la audiencia a los presuntos implicados en los casos de los dos coches bomba que estallaron en Quito. La vecina del quiosco le ha pasado el dato de que se van a reubicar los puestitos que están al frente de la Unidad de Flagrancia. Esta medida se toma a partir de la balacera que se puso en contexto anteriormente. Ante esto, el mayorcito le ha dicho:

—¿Y a mí, dónde me van a reubicar? —. Estas ocurrencias le vuelven a causar risa a Mónica. Es inevitable contagiarse de su gracia.

Ella que se va a Quevedo a cosechar vive el peligro más de cerca:

—Eso allá es terrible. Yo le digo a mi esposo, nos vamos con la bendición de Dios, porque realmente en esa calle donde nosotros caminamos no entra ni la policía, verá. Y justo la semana antepasada, nosotros que salíamos y habían matado a cuatro chicos que dicen que eran de bandas. Eso salió en las noticias. Es en el recinto que se llama Cuatro Mangas.

—Mi marido es de aquí de la sierra, y él me dice: “¿Y ahora, mija? Ya no vamos a ir, no vamos a ir porque nos van a robar, nos van a robar”. Mi papá decía “váyase por otra entrada”, pero yo no, vamos, vamos, porque por ahí es más rápido llegar a la finca. Oiga, y gracias a Dios no nos ha pasado nada, verá. Desde la pandemia nosotros andamos allá, porque antes vendíamos legumbres y dicen que a los legumbreros igual les quitaban. Es muy peligroso. Allá roban motos y carros al diario. Ni las motos viejitas respetan. La gente no dice nada. La inseguridad está terrible.

La conversa no para, la venta mucho menos (se confirma que se tiene “buena espalda”) y los saludos de Mónica con los conocidos no se obstaculizan. La gente del banco y los funcionarios de la Fiscalía también van llevando su libra de jengibre. A ellos les dice: “tomen la yapita”. Este producto dejó el anonimato con la llegada de la pandemia, porque la gente le tiene fe para distintos tratamientos. Llega otro cliente preguntando por el precio, Mónica contesta aprisa:

—A 50, mi amor, la fundita.

El cliente compra, y Mónica responde:

—Gracias, mi vida.

Todo está en el buen trato y en las explicaciones que Mónica da a todos quienes le preguntan cómo pueden usar el jengibre, más aún la cúrcuma. En los malos días les ha tocado regresar con los bolsos enteros a casa. Son las vicisitudes de este trabajo. ¿Y qué pasa cuando llueve? Algo que no es de extrañarse en Quito: el mayor y Mónica se cubren del agua debajo de los techos del banco o en el quiosco de la vecina.

—Primero pensemos en vender y luego en comer —. Es la contestación que Mónica recibe de su suegro cuando le ofrece ir a verle un motecito o algo para que llene el estómago. Pero, el dulce viejito está empecinado primero en la venta.

Si se trata de gastar la plata de las ganancias, aunque sea para comprarse un agua, nones que lo haga. Así es él. Su mayor emoción es estar ahí gritando, gozándose con sus amigos. No falta la caserita que le va dejando un sanduchito o los clientes que se alegran con tan sólo verlo. Aparte, es un mayorcito bien acolitador que va pa’ todos lados, porque su lema es: “¿Quién dijo miedo?”. Es así como perfila Mónica a su suegro.

Parece que ya mismo llega a quien tanto se espera.

—Ya viene el mayorcito, ve, ahí viene el chiquitín —. La risa de Mónica vuelve a resonar.

El mayorcito se sabe hacer esperar, pues antes de llegar al puesto viene saludando con todos sus panas de la Patria.

Yo estoy joven, lleno de vida

Raimundo Tipanta

Chiquito, pero con una gran energía, así es Raimundo. Él es la motivación de esta crónica. Por su estribillo me dije: hay que escribir sobre la Patria. Llega, le explico de qué se trata lo que estoy haciendo y lo primero que recalca es:

—Este producto es hecho por nosotros mismos.

Vamos entrando en la conversa. Él no deja de llamar a la clientela —a 50 centavitos nomás—. La venta la cierra con un “Dios le pague”.

Con gran orgullo propaga que es nativo de Sangolquí.

—Yo soy propio sangolquileño. ¡Ajá!, la tierra del hornado que, hasta ahora, degusto, no sólo por su sabrosísima carne, sino por el agrio. A todos les digo que: “si no han probado este hornado, no han probado mi país”.

—Gracias a Dios, nos dio resultado vender aquí —corrobora Raimundo (ya no el mayor ni el mayorcito, ya sé su nombre y qué bien que se siente). A propósito, cuando se le pregunta por su experiencia en la Patria, él comunica muy fresco:

—Yo aquí estoy bien, relajado, hago amistades con mis clientes que tengo y con mucha gente. Mis palabras son sociables. Si el cliente dice: “acomódeme 25 centavos”, entonces le digo muy bien. Yo tengo paciencia para poderles vender. Yo no me enojo. Yo tengo que atender es al cliente, lo que el cliente pide para yo pasar bien.

—Prácticamente, yo le ayudo a mi nuera a vender. Todos me dicen que yo cobraría. Les digo: yo no cobro, porque tengo tiempo. ¡Cómo voy a verle a mi nuera que esté, como discúlpeme, “sacado la madre”! Y yo cruzado de brazos viendo… Yo quiero que ella salga adelante para sus hijos mismos, para el hogar… Cuando uno puede dar la mano con ese cariño, con esa amistad, entonces uno lo hace, de corazón.

Raimundo demuestra, indiscutiblemente, que se siente a gusto atendiendo a los clientes con sus 72 años que no le han quitado su carisma y su fama de ser amiguero. Ese talento, como él lo denomina, le posibilita no estresarse ni amargarse y, más bien, sentirse feliz y con el ánimo de poder trabajar. Confiesa que su grito “a 50 centavitos la libra del jengibreee” sí le suele causar dolores de garganta, pero si no pregona, no le compran. El éxito está en el anuncio. Estos malestares los ha superado con la misma agüita de jengibre.

Antes de pasar a vender este producto, laboraba en una fábrica de alfombras que luego, al irse de quiebra, despidió a la gente. Más tarde se dio la oportunidad de ir al Club de Golf como caddie, donde trabajó 15 años y se avanzó a jubilar. Después siguió yendo los fines de semana al mismo club para trabajar. Adicionalmente, entre semana, corta la hierba en el club y es ahí cuando no se lo ve vendiendo el jengibre.

Al momento de interrogarle sobre cuántos hijos tiene, responde:

—Tengo cuatro, tres varones y una hembra.

El último hijo le dice que, sí, vale que le vaya a ayudar a la nuera; si no, ¿qué va a hacer en la casa? “Allá (en la venta), en cambio, ya se distrae y despeja la mente”. Le reitera que al estar en casa más se va a enfermar y acabar con su vida. Así no le digan nada de esto sus hijos, Raimundo expone:

—Mi corazón es salir de casa —.

De la Patria, a Raimundo le gusta el paisaje, el tránsito de la gente, las amistades que ha logrado, todo lo que ve. Esto lo motiva, lo tiene con vida.

—Hasta cuando Dios me tenga con salud, seguiré aquí —asevera.

Cuando tiene tiempo también teje unas atarrayas de pesca.

El audio se cierra y fuera de este, Raimundo me pide que lo grabe para un vídeo de TikTok que refleje su estilo de venta. Lo hago encantada. Muy emocionado, luego empieza a mostrarme desde su celular las fotografías que le han tomado con varios ciudadanos extranjeros en el campo de golf. Busca primero la foto en la que está con un gringo. La nuera se lo goza y le dice:

—Pero sí, usted parece un piojo a lado del señor —. Él no se siente opacado y busca la segunda foto que quería enseñarme, en la que está con una brasileña.

Ya es más de mediodía. El sol pega fuerte sin sonrojarse, como Raimundo. La Patria, la Patria que se metió en la cabeza, se escucha y ahora llega el instante de saborearla un poco en este calor extraño en Quito. Sigo haciendo fotografía y en eso alcanzo a ver a un chico con un carrito que lleva un membrete: “Helados de paila al paso”.

Allá voy, no se vaya, espere (digo desde mis adentros).

La “Patria” de los sabores tradicionales

Ya estamos acostumbrados, como todo negocio, que hay días en los que hay más y hay días en los que vamos a perder

Oswaldo Saquipay


La tercera parte de esta crónica se publicará el próximo domingo.

La Línea de FuegoIlustración portada: Tatiana Sandoval Pizarro

La Línea de FuegoFotografías: Tatiana Sandoval Pizarro

 

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