Y un poquito más allá. Camino por alguna librería y una serie de títulos me guiñan el ojo. Con títulos tan sugerentes como: “La culpa es de la vaca”, “Tus zonas erróneas”, “Juventud en éxtasis”, “Sangre de campeones”, “Cómo hacer amigos en 100 minutos”, “Ser feliz en medio de tanto amargado”, “Cómo ser atractivo en 4 tomos” y “Cómo hacerse millonario sin despeinarse”, uno no sabe si reír o llorar. Si se ha tenido la suerte de leer otro tipo de libros, se ríe; pero muchas personas que, por cualquier circunstancia, no son cercanos a diversas lecturas, pueden caer fácilmente en ese baratillo de promesas escritas y llevarse a la casa un texto que, por días, lo hará ilusionarse con tener dinero, negocios, novias y una vida llena de felicidad. Pero nones.
No se trata de caer en el desvarío intelectual de ciertos seres iluminados, con el argumento de que “quienes leen esos libros son idiotas, pero como yo leo buena literatura soy un ser superior”. No. A cada uno le llegan textos de acuerdo a su contexto. Es un camino que se recorre en solitario y nadie puede juzgar si está bien o mal. El tiempo y las aguas lo dirán.
Debo confesar, con absoluta franqueza que, en mi juventud, consumí todos esos libros, y más. Y eso no es todo: empecé a escribir un libro al que pretendía titular: “Consejos para aplastar la mala suerte y el pesimismo en 30 días”. Titulazo. Genio empírico del márketing. Yo, que no tenía ni dinero, ni novia, ni ropa de marca y a duras penas comía los agachaditos de la Villa Flora, quería convencer al resto de la humanidad que, leyendo un libro de este servidor podría cambiar el rumbo fatal de su existencia. Escribí como poseso las 10 primeras páginas. “Será todo un éxito”, me decía para mis adentros.
Pasaron los días, las semanas, los meses. El éxito no llegaba ni por carta.
Y una especie de frustración me invadió. Algo no cuajaba en mi vida. Se supone que leyendo esos libros de autoayuda iba a ser más feliz y próspero en poco tiempo. Cumplía con todos los consejos de esos grandes autores, me sabía de memoria sus frases, repetía como un mantra todos los días antes de levantarme: hoy será el mejor día de mi vida. Y al acostarme: maña será mucho mejor. ¡Y nunca era mejor, maldita sea!
Me deprimí. Y en exceso. Pensé seriamente en el suicidio. Una noche me tomé un frasco de pastillas. No pasó nada. Me había terminado las mejoral para niños de mi hermano pequeño. Hasta en eso fracasé.
Tenía unas ganas de escribirle a Cuauhtémoc Sánchez, Walter Riso, Paulo Coelho, Og Mandino, Jaime Lopera, Napoleón Hill, Dale Carnegie, Conny Mendez y demás autores de mi minúscula biblioteca. Quería preguntarles -a gritos- que porqué diablos a mí no me resultan sus recetas ganadoras, ¿Por qué? ¿Por qué en lugar de estar feliz estaba muy triste? ¿Por qué no conseguía trabajo y por qué no tenía ni para los pasajes? ¿Por qué mi equipo siempre perdía y yo no anotaba ni un gol? ¿Por qué nadie me quería de novio ni siquiera de vacile? ¿Por qué seguía siendo virgen? ¿Por qué era un looser? ¿Por qué la vida es mala conmigo?
¿Por qué?
Después de esa crisis existencial y topar fondo salí un día a caminar. Hubiera preferido ir en bus, pero, no me alcanzaba ni para eso. Así que, camino a la Universidad -donde estudiaba una carrera que odiaba, pero que prometía sacarme de la pobreza- me topé con una librería que vendía libros usados. Lo primero que vi fue una sección de libros de autoayuda: ¿Y si quemo esta librería? El señor que atendía, muy amablemente me invitó a pasar. Así lo hice. Y por alguna razón -incomprensible, por cierto- me topé frente a frente con unas revistas de historietas que se titulaban: MAFALDA. Tomé una de ellas y empecé a leer.
Terminé la primera revista. Y luego, la segunda, y después, la tercera. ¿Cómo es posible que unos dibujitos y sus pocos textos me engancharan de tal manera? ¿Cómo esa niña y sus amigos lograron hacerme reír, mientras me hablaban de política, historia y temas cotidianos? Por un momento me entró la culpa de estar perdiendo el tiempo con ese señor Quino. Sentí que Walter Riso y Paulo Coelho me miraban con ojos de reprobación. Quise llevarme todas las revistas, pero claro, Napoleón Hill y sus secretos nunca me hicieron rico. El amable señor me dijo que le deje mi cédula y cuando tenga para pagarle me la devuelve. ¡Perfecto! Y de yapa me obsequió un libro de cuentos donde aparecían nombres como García Márquez, Mario Benedetti, Juan Rulfo y Jorge Luis Borges.
Después de algunos días procedí a donar mis antiguos libros de superación personal. Creo que se llama carro de la basura y pasaba todos los viernes por mi casa. Ahí se fueron, y con ellos mis anhelos de ser rico, winner y famoso.
No se trata de caer en el desvarío intelectual de ciertos seres iluminados, con el argumento de que “quienes leen esos libros son idiotas, pero como yo leo buena literatura soy un ser superior”. No. A cada uno le llegan textos de acuerdo a su contexto. Es un camino que se recorre en solitario y nadie puede juzgar si está bien o mal. El tiempo y las aguas lo dirán.
Ojala también haya botado también algún libro escrito por su amado líder: Rafael Correa Delgado; lo que el ha escrito son insultos a la inteligencia. También Rafael podría haber escrito un libro sobre como hacerse rico en 10 años, claro que los que tenemos principios éticos jamas podríamos seguir los consejos de Correone y por eso seguimos en la clase media.