¿Alguien sabe cómo se llama el partido que ganó la alcaldía de Quito? Seguramente los más acuciosos se acuerdan de Unión Ecuatoriana, la agrupación que formó el exfiscal Washington Pesántez y que en las elecciones de 2017 apenas logró el uno por ciento de la votación nacional. Pero la mayoría de los electores quiteños no tiene la más mínima idea.
¿Alguien sabe cómo se llama el partido que aupó al correísmo obtuso en las últimas elecciones? Es el movimiento Fuerza Compromiso Social. En este caso, probablemente existe un mayor conocimiento del asunto, porque se trata de la organización cuyo máximo dirigente, el exministro Iván Espinel, está tras las rejas por un sonado caso de corrupción.
¿Por qué los candidatos elegidos no reivindican a las tiendas políticas que les permitieron llegar al poder? Sus máximos dirigentes, es decir los dueños de los caballos en esta exigente carrera, brillan por su ausencia (bueno, en el caso de Iván Espinel es comprensible).
La primera pregunta que se viene a la mente, en estos dos casos, es cuáles fueron los términos de estas pragmáticas fusiones electorales. Porque sería ingenuo suponer que existen acuerdos políticos o ideológicos entre actores tan dispares.
Las dos tiendas políticas señaladas no tenían la más mínima posibilidad de éxito. Y Yunda y los correístas obtusos necesitaban desesperadamente un registro electoral. Alquilar membresías electorales no es una novedad en el país. Lo que raras veces se conoce son los detalles de estas negociaciones.
La identidad política debería ser uno de los ingredientes más importantes en una contienda electoral, es decir, saber por qué –y no por quién– se vota, pero la descomposición del sistema político ecuatoriano nos ha llevado a una enajenación sin precedentes. En el caso de Quito, por ejemplo, es imposible suponer que existan 18 proyectos de ciudad diferentes que justifiquen la existencia de igual número de candidaturas a la alcaldía.
Algo similar ocurre con las variopintas y absurdas alianzas que han proliferado a lo largo y ancho del país. Algunas abiertamente contra natura. Y no solo por la incompatibilidad ideológica que muchas reflejan, sino porque al final no se sabe qué mismo ha ganado: ¿un programa populista, de izquierda, de derecha, conservador, progresista? La mitad de las alcaldías del país son producto de alianzas múltiples.
Esta mezcolanza permite, además, que varias agrupaciones reclamen el mismo triunfo. Los ganadores tienen un exceso preocupante de progenitores. Hay candidaturas integradas hasta por siete fuerzas políticas locales y nacionales, como la del prefecto electo de Imbabura, que podría ser reivindicada por cualesquiera de ellas. Otras concentran a cuatro o cinco agrupaciones políticas que enfrentarán el mismo dilema. ¿Habrá cama para tanta gente una vez que los elegidos se instalen en sus despachos?
A la extrema fragmentación del sistema electoral hay que añadir un utilitarismo desbordante. Es la devoción por la burocracia pública. Primero se llega y después se decide, es la consigna. Las cargas, como en toda improvisación, se arreglan en el camino. Mientras tanto, los poderes fácticos, esos que sí saben planificar sus negocios, siguen volando a sus anchas.
La diversidad ideológica le hace bien a una sociedad, pero no como en botica porque allí siempre terminan ganando los más inescrupulosos.
*Master en Desarrollo Local. Director de la Fundación Donum – Cuenca. Ex dirigente de Alfaro Vive Carajo.