Por Alfredo Espinosa Rodríguez*
La década perdida dejó un andamiaje –hasta la fecha– difícil de desmontar: el tráfico de influencias, el manejo clientelar de la institucionalidad del Estado y el derroche faraónico de recursos para disfrazar la crisis con bonanza a pretexto de cualquier mejora o compra técnica, tecnológica y de infraestructura; pero también, el deseo perverso de convertir a los funcionarios públicos en trabajadores particulares y mercenarios al servicio irrestricto de las autoridades de turno cuyos intereses no siempre son los mismos que los del país.
Si algo nos deja como lección esta farragosa transición a la democracia es que, cuando el horizonte de sentido de las instituciones sucumbe por su falta de credibilidad y se entremezcla con el deseo envalentonado de protagonismo de sus titulares; los resultados de esa mutación pueden ser más que funestos, sobre todo si se perpetúan prácticas autoritarias y gamonales con el apoyo de funcionarios que, pese a ser servidores públicos y percibir su remuneración del Estado, trabajan con sentido de pertenencia no hacia la nación ni al país que paga sus salarios, sino hacia quien o quienes coyunturalmente se encuentran en el poder.
Frente a este penoso escenario hay que diferenciar entre dos tipos de funcionarios públicos: los que aceptan por necesidad y supervivencia el convertirse en cajas de resonancia de quienes ostentan una parcela de poder estatal para asegurar la permanencia en sus trabajos y con ello su sustento diario (lo cual en sí mismo es ya una forma de chantaje y extorsión); y los otros, los que forjaron su reputación de mercenarios atacando a periodistas, fabricando mentiras, haciendo espionaje, violentando la libertad de expresión o edificando narrativas beligerantes contra la democracia en nombre de un falso socialismo que será recordado por ser sinónimo de corrupción.
Ambos casos representan la privatización del quehacer público de los funcionarios de Estado, bien sea en beneficio de la autoridad de turno o bien del partido político y sus aliados de mayoría. ¡Esta es una realidad indiscutible! Sí, un secreto a voces que forma parte de la memoria oral de la mala política y su visión distorsionada de lealtad que tiende a confundir la defensa de la institucionalidad democrática por el resguardo a ultranza de las personas que dirigen las dependencias y funciones del Estado –en muchas ocasiones– con mentalidad parroquial.
Lo peor de todo esto es que los llamados a preservar la institucionalidad democrática del país y la voluntad ciudadana, ahora tratan de edulcorar su léxico e imagen reciclando a las personas que defendieron el Estado de propaganda en el Ecuador. ¿Será porque ahora apelan a la no discriminación? ¿Será que la presencia de estas personas responde al pago de favores políticos o es parte de un acuerdo de “convivencia” entre los dueños del país?
Quienes se sienten envalentonados por acierto de la mala política y derrota de la transparencia y la democracia, ahora intentan reafirmar su condición autoritaria usando a los servidores públicos para que se conviertan en escudo protector de sus actos administrativos y políticos (impresentables); vigilándolos en redes sociales, pasillos y corredores; monitoreando su fidelidad a través de WhatsApp; y contando sus comentarios. ¿Cómo no responder a la disposición de publicar mensajes positivos, dar bienvenidas o salir a dar abrazos si el puesto de trabajo está en juego? Esta es la “sutil” extorsión que viven unos cuantos por mantener su plazo de trabajo; para los otros, los mercenarios, no es más que el cumplimiento de un ritual correísta, similar al de las “sabatinas”.
Laborar bajo estas condiciones, subsumido ante el rigor del chantaje y la mala política puede ser más que un sueño agobiante para los funcionarios públicos, una pesadilla; aunque para unos pocos sea el reboot del film que les dio de comer durante la década perdida. Todos lo saben y posiblemente al leer esta columna vean parte de su realidad resumida en una cuantas palabras.
“Quienes se sienten envalentonados por acierto de la mala política y derrota de la transparencia y la democracia, ahora intentan reafirmar su condición autoritaria usando a los servidores públicos para que se conviertan en escudo protector de sus actos administrativos y políticos (impresentables); vigilándolos en redes sociales, pasillos y corredores; monitoreando su fidelidad a través de WhatsApp; y contando sus comentarios”.
*Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas de comunicación y política.