La comunidad LGBTIQ+ venezolana en situación de movilidad humana, enfrenta cuando menos una doble discriminación durante su tránsito migratorio: la homo-lesbo-transfobia y la xenofobia. Sin embargo, estas personas buscan -y en ocasiones encuentran- las vías que conducen a su posible integración en las comunidades de acogida. Lxs protagonistas de esta historia se enfocan en el trabajo con y por otrxs, como herramienta para construir el deseable nosotrxs aún esquivo en muchos casos.
El cielo de octubre llora con frecuencia. Cada tarde, con pocas variaciones, la persistente llovizna quiteña se vuelve aguacero. Entre las multitudes de transeúntes que se dispersan a la carrera y vuelven a reunirse bajo cualquier remedo de refugio, largas hileras de migrantes caminan en todas direcciones. Caminan siempre. Sin importar el clima ni el relieve. Se buscan al andar, cambian informaciones y comprueban que forman parte de algo más grande que ellxs mismxs. Es probable que sea ese el sentido último de su marcha, aunque todavía no lo sepan: reconfigurar una comunidad con los fragmentos de la diáspora. Y luego zurcir los bordes de ese retazo expatriado de Venezuela en la trama de otra tierra, junto con otro pueblo y otras costumbres.
No importa de qué sitio provengan o hacia dónde se dirijan, el destino de lxs caminantes parece ser encontrarse en algún punto. A comienzos de 2019, cuando Rebek Torres dejó Mérida, en Venezuela, demoró seis días en bus para llegar a Riobamba. Por la misma época, Robert Tigrera viajó de Maracaibo a Quito de la misma forma, pero en la mitad del tiempo. Y Camila Díaz cambió Los Teques -cerca de Caracas- por Bogotá, desde fines de 2018 hasta el 21 de septiembre pasado en que ingresó a Ecuador. Aún no se conocen, pero todxs residen en la capital ecuatoriana y comparten su condición de personas LGBTIQ+ en situación de movilidad humana.
También les vincula la vocación de trascender los límites de sus propias necesidades: Rebek proyecta instalar una academia de artes en que lxs niñxs de cualquier clase social puedan realizarse; y Robert preside la Asociación Civil Lluvia de Arcoiris, que trabaja en defensa de los derechos humanos de la población sexogénerodiversa y otros Grupos de Atención Prioritaria. “Yo quiero encontrar alguna organización donde capacitarme y después devolver ese apoyo en servicios. Busco prosperar en este país, salir adelante y aportar cosas positivas a la sociedad”, sostiene Camila, quien carga todavía con la precariedad en las maletas y en los documentos.
Muchxs migrantes de la diversidad sexogenérica, como Rebek, Camila y Robert, inician su trayecto en compañía de la decepción, el dolor o el miedo. Atraviesan las incertidumbres y las ondas concéntricas de discriminación (por gay, por trans, por vivir con VIH, por extranjerx…) que bordean el camino. Y, pese a todo, algunxs logran volver a esperanzarse con la construcción colectiva de una vida más amable.
Origen: la autopreservación como horizonte
Detrás del primer paso de una migración forzada como la venezolana, hay redes que se rompen y una confianza adelgazada hasta el extremo de la invisibilidad. La noción de “nosotrxs” pierde su natural relevancia cuando la autopreservación ocupa todo el horizonte: antes que nada, salvar la vida; proteger a unos pocos afectos cercanos; dormir a cubierto. Comer hoy. El resto bien puede ponerse en lista de espera hasta asegurar la subsistencia.
Camila Díaz decidió abandonar Venezuela una vez que la dieta exclusiva de arepas, cuando siquiera las había, dejó de saberle a tradición para volverse rutina y escasez. Era entonces un joven gay que ganaba algo de dinero en distintas ocupaciones informales: limpieza de casas, cortes de cabello, peinados, maquillaje y ventas ambulantes le permitían mantenerse al filo de la pobreza sin cortarse. La situación familiar no era mucho más desahogada; y pronto, la crisis económica general les impuso sus reglas de miseria racionada.
“Era horrible hacer colas todo el tiempo y no conseguir casi nada para comer. Algunas veces pasamos hambre. Además, desde que salí del clóset, la relación con mi papá fue muy mala porque él no me aceptaba; aunque se separó de mi mamá unos años después”, cuenta Camila, que partió hacia Bogotá un día de septiembre, sin contactos ni propuestas laborales. Apenas sus dos manos como principales herramientas de trabajo y un bolso con algunos implementos de belleza, regalo de su abuela, pretendían ser la llave hacia un futuro mejor en otra parte.
La realidad de Robert Tigrera, por el contrario, pasó de la holgura a las angustias en muy poco tiempo. Graduado en Comunicación Social, con mención en Publicidad y Relaciones Públicas, hasta 2018 era propietario de una agencia publicitaria bastante consolidada en Maracaibo. La pérdida paulatina de clientes fue el primer indicio de la tormenta inminente. Le siguieron el deterioro socioeconómico y financiero nacional, la inflación y el descalabro de la infraestructura de servicios, que hicieron de la vida en Venezuela algo bastante parecido a una tortura.
Sólo al ver comprometidas su salud y la seguridad de sus familiares, fue que la “alternativa” de migrar pasó al modo imperativo. Primero, como persona que vive con VIH, Robert comenzó a tener dificultades de acceso a los medicamentos necesarios, al igual que miles de venezolanxs en su misma condición. Poco después, un violento robo le dio el impulso decisivo hacia fuera de las fronteras de ese país desesperanzado y desesperanzador que era el suyo.
La inseguridad, otro elemento detonante de la migración de Robert Tigrera.
“Después de eso, vendimos la casa y lo poco que nos quedaba, juntamos lo que podíamos llevar en algunas cajas y vivimos un tiempo en el departamento de mi hija mayor, donde sufrimos otro robo antes de salir hacia Ecuador. En Quito ya estaban unas primas, la mamá y el abuelo de Iván, mi pareja. Nuestra idea original era quedarnos tres meses y luego seguir hacia Chile, donde está la mayor parte de mi familia”, rememora Robert, sobre una planificación migratoria destinada por ahora a seguir pendiente. “Pero eso sí, a Venezuela no vuelvo ni de turista”, remarca.
A pesar de todos los males -los visibles, los entrevistos y los invisibles- que han sacudido a su país, Rebek Torres nunca creyó que hubiese un mejor lugar en el mundo para vivir. Y es probable que siga sin creerlo por completo. Hija de padres profesionales, criada sin apremios económicos y reconocida por su madre como mujer trans desde la infancia, creció con una notable seguridad en sí misma. “Mi madre me dijo siempre que yo era una guerrera de la vida, como si me estuviera preparando para lo que me tocó enfrentar…”, razona Rebek, sin perder el asombro ante la precisión del presagio. O por lo ajeno que le resultaba aquel momento.
Porque ella ni siquiera recuerda haber sufrido discriminación por su identidad de género, fuera de los conflictos con su padre -que hasta intentó violarla-, que la obligaron a dejar la casa familiar y mudarse sola a Mérida en la adolescencia. Allí salió adelante con esfuerzo hasta graduarse en la Universidad de Los Andes, donde se inició en la docencia. Pero esa imagen casi soñada empezó a volverse pesadilla el 7 de diciembre de 2018, justo el día en que Rebek cumplía 30 años.
Tras un intento de suicidio y quince días hospitalizada, despertó sin ganas de abrir los ojos. El sólo hecho de respirar le parecía un esfuerzo exagerado. “Mi mejor amigo, Juan Nelo -con quien cursé desde el bachillerato hasta la universidad-, me dijo que no podía seguir así, que tenía que irme a otra parte. Mientras estaba sedada, él envió mi hoja de vida a una academia de reinas de belleza en Riobamba, Ecuador, donde me aceptaron. Acordamos que yo me iría primero y él me acompañaría unos meses después”, evoca. Algunas semanas y unos cuantos trámites más tarde, todavía indecisa, partió con la ilusión de dejar el dolor atrás. Pero otros le aguardaban.
Tránsito: una carretera sinuosa y con obstáculos
No hay lugar para el romanticismo: las nuevas oportunidades viajan por una carretera sinuosa, en un vehículo lento y atestado de personas. El futuro de quienes migran por la fuerza, huyendo de las calamidades, huele a sudores, a impaciencia, a deseos entumecidos, a mareo y vómitos. “Los tres días de viaje que nos prometieron, fueron el doble. Y esos buses llevan gente hasta en los cauchos (llantas). Ya estábamos todos hartos, incómodos, no teníamos dónde asearnos, el baño era terrible. Sólo diez pasajeros llevábamos los papeles necesarios para cruzar la frontera”, comenta Rebek.
Su ingreso al Ecuador es ágil, dentro de lo que prefiere recordar. Porque para toda mujer trans migrante, cada etapa incluye rutinas excluyentes. En cualquier revisión de equipaje o documentos, se evidencian rasgos de abuso de intensidad variable y miradas prejuiciosas que la resignación no consigue normalizar.
“(Los Estados) A. Adoptarán todas las medidas legislativas, administrativas y de otra índole que sean necesarias a fin de impedir que se perpetren torturas y penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes por motivos relacionados con la orientación sexual o la identidad de género de la víctima, así como la incitación a cometer tales actos, y brindarán protección contra ellos; (…) C. Emprenderán programas de capacitación y sensibilización dirigidos a agentes de la policía, al personal penitenciario y a todos los otros funcionarios y funcionarias de los sectores público y privado que se encuentren en posición de perpetrar o impedir que ocurran dichos actos”.
(“Principios de Yogyakarta – Principios sobre la aplicación de la legislación internacional de Derechos Humanos en relación con la orientación sexual y la identidad de género”. Yogyakarta, Indonesia, noviembre de 2006).
Pablo Solís (CARE Ecuador): riesgos y acciones de protección durante el tránsito de mujeres y niñas en situación de movilidad humana.
“Cuando por fin llegamos a Tulcán, varios de mis paisanos y yo fuimos al mismo hotel, pero la encargada se negaba a alojarme: decía que como yo era una mujer trans, seguro quería el cuarto para hacer trabajo sexual. Si no fuese por el apoyo de los demás, que casi la obligaron a aceptarme, no sé si habría conseguido dónde dormir”, cuestiona Rebek. Su victoria, no obstante, no es completa: al día siguiente, la responsable del lugar se rehúsa a servirle el desayuno incluido en el precio de la habitación. Tiene que reemplazarlo por algunas viandas que las organizaciones humanitarias ofrecían por el camino y que ella, previsora, había conservado.
Al tiempo que Rebek Torres parte rumbo a Riobamba, Robert Tigrera se detiene ante el puesto fronterizo de Rumichaca. “Nuestra travesía a través de Venezuela fue terrible: no hubo tantos filtros, tantos bloqueos, tanta burocracia y tanta maldad como la que sufrimos por parte de los militares y policías de nuestro país. Parece mentira: cuando entramos a Colombia todo cambió, el viaje fue mucho más tranquilo”, asegura Robert, quien además por un descuido -olvidó hacer sellar su pasaporte al volver de una visita anterior a Barranquilla- se ve obligado a pagar cuarenta dólares para evitar más trámites.
Las cosas vuelven a complicarse en el límite norte del Ecuador. Pese a haberlos solicitado antes de viajar, Robert e Iván nunca recibieron los registros de antecedentes policiales requeridos por las autoridades ecuatorianas. Y al principio, los funcionarios migratorios tampoco avalan su pedido de refugio por razones médicas, ya que ambos viven con VIH. Sólo después de un largo debate con el responsable del puesto sanitario, les otorgan un permiso provisorio de permanencia en el país por pocos días.
“(…) en Ecuador, donde el acceso a la salud es universal y la estrategia para el tratamiento para VIH funciona en el sistema de salud pública, hay zonas donde la xenofobia es fuerte y eso genera miedo y rechazo, razón por la cual muchas personas se inhiben de ir a los centros de salud para acceder al medicamento. Se estima que hay 1.062 venezolanos con VIH en Ecuador, de los cuales sólo 373 están siendo tratados con ARVs por parte del sistema de salud pública”.
(“Movilidad y Diversidad – La salud física y mental de personas migrantes y refugiadas venezolanas en relación con su orientación sexual o identidad de género”, Centro de Derechos Humanos, Universidad Católica Andrés Bello. Caracas, Abril 2021).
Al igual que Robert, Rebek sortea los escollos que supone emprender una nueva vida en tierra ajena. La oferta laboral gestionada por su amigo no era falsa pero, al ver que es una mujer trans, los empleadores ponen excusas para incorporarla. Ni siquiera su formación -es graduada en Administración de empresas, Danza y Artes del Movimiento y Teatro- parece torcer la negativa. “Al final, les dije que me dejaran trabajar sin pagarme, y que volviéramos a hablar si conseguía resultados. De las 16 niñas que orienté, 14 ganaron sus concursos. No les quedó más remedio que contratarme”, dice con picardía.
En la atmósfera de los meses siguientes sopla una leve brisa de realización personal y profesional para Rebek, que el trato social contradice. Empezando por el padre de una de sus pequeñas alumnas, que rechaza su identidad de género y la posibilidad de que su hija estudie con ella. “La niña tenía talento natural para el modelaje y el baile; soñaba con eso aunque su papá se lo prohibía, porque según él, esas eran cosas de ‘niñas malas’. Pero logré convencerlo y la chiquita estaba feliz. Fue su historia la que inspiró mi proyecto de una academia donde todas las personas puedan cumplir ese sueño, sin que importen su origen ni sus dificultades”, se ilusiona, aún en medio de las expresiones de odio, abuso y violencia que padece en diferentes circunstancias.
Cada paso y cada minuto vividos de ese modo, laceran el ánimo y las convicciones, incluso en alguien tan segura de sí misma como Rebek. Sólo la expectativa por la pronta llegada de su amigo Juan, prevista para agosto de 2019, atenúa el maltrato de la comunidad riobambeña. Pero una vez más le espera la intemperie: “Juanchix -así lo llamaba yo- estaba listo para viajar a Ecuador pero a fines de julio lo asaltaron, en Venezuela, y le dieron una golpiza muy fuerte. Estuvo hospitalizado tres días, recibió el alta y enseguida volvieron a ingresarlo. Poco después, me llamó su madre para contarme que había muerto; tenía lesiones internas que los médicos no analizaron”, se lamenta Rebek, mientras brega por contener el llanto que se trepa a su garganta. Muy pronto, ella misma es víctima de un brutal asalto que reabre esa herida y la entrelaza con otras, pasadas y presentes.
La discriminación en Ecuador, desde la experiencia de Rebek Torres.
Una tarde, al regreso del trabajo, un automóvil pasa con lentitud junto a ella. Lleva abierta una de las puertas traseras y eso enciende sus alarmas mentales, aunque ya es tarde para reaccionar. Un hombre se acerca por detrás y la empuja hacia el carro, mientras otro la aprisiona desde el interior. Rebek forcejea hasta que un golpe en el rostro y un olor extraño la desvanecen. Recupera la conciencia en una habitación oscura y cerrada, sobre un colchón hediondo a peligro de muerte. Lleva marcas que duelen, en varias partes del cuerpo. Grita por ayuda y le responden otros gritos, amenazantes.
Después de algunas horas de dudas y planes descartados, descubre una pequeña ventana que su flexibilidad de bailarina le permite alcanzar y atravesar. Ya fuera, advierte que está en el segundo piso de una casa antigua, semejante a una hostería rural. Se espanta el miedo, salta y corre fuera de ese lugar. Junto a una carretera cercana, pide auxilio pero nadie se detiene. “Estaba desesperada, así que decidí botarme sobre el siguiente carro que pasara. Si me moría ya no me importaba. Por suerte, me lancé sobre un taxi que alcanzó a frenar y el conductor me ayudó”, suspira. Detrás quedan las voces y pasos apresurados de sus agresores, que intentaban recapturarla.
Tras escapar, golpeada por dentro y por fuera, le falta recibir una nueva bofetada. El taxista José Gavilanez la conduce hasta una unidad de policía en Riobamba y se ofrece como testigo para asentar la denuncia del hecho. Pero el oficial que les atiende se niega a tomar el trámite: “Me dijo que seguramente yo era trabajadora sexual, y que los golpes me los habría dado mi pareja por estar con el taxista que me salvó la vida. Discutí con él, pero no logré nada. Cuando me iba, señaló mis documentos y dijo: ‘Y a propósito, eres hombre’”, recuerda con rabia.
Pasa alrededor de una semana con pesadillas, sin salir a la calle. Cuando por fin consigue abandonar su departamento, identifica a uno de sus atacantes conduciendo por el centro de la ciudad. El frenazo del vehículo propicia un breve cruce de miradas entre ambos, que se traduce en miedo; y el miedo activa la necesidad de Rebek de huir de aquel sitio, sin importar cómo ni hacia dónde. El nombre de Quito es uno entre tantos, para quien no tiene planes ni preferencias en ninguna parte, pero hacia allí se dirige.
Al sur de Bogotá, en la localidad de Kennedy, a Camila Díaz también empiezan a crecerle los temores. Lleva cerca de un año allí y no logra afianzarse en ningún sentido. Tampoco lo hará en el futuro inmediato. “Allá hay mucha delincuencia, narcotráfico, drogas, prostitución… Todo el tiempo aparecen cadáveres por las calles”, revela. La falta de oportunidades es lo único abundante en esa zona, en especial para una mujer trans migrante que acaba de iniciar su transición de género.
Camila Díaz cuenta los inicios de su transición hormonal.
Cuando la discriminación laboral se vuelve recurrente y la estrechez económica le hace compañía, los proyectos más descabellados pueden parecer razonables. A tropezones, durante un largo período, Camila descubre la falsedad de esos cantos de sirena luego de haberse dejado seducir por ellos. Sufre robos, violencia verbal y maltrato psicológico, que la sumergen en frecuentes episodios de angustia o depresión. Hasta resulta víctima de explotación, como trabajadora sexual de vía pública y modelo webcam: “Tuve que hacer shows de más de ocho horas, pero el dinero que recibía apenas me alcanzaba para pagar los gastos. Nunca le pude enviar nada a mi mamá”, se queja, mientras echa luz sobre el oscuro rostro de un fenómeno muy extendido en Colombia.
Pero también, antes de que el reloj marque que es demasiado tarde, aparecen en su vida personas valiosas. “Mi amiga Milena, una chica costeña colombiana, me recibió en su casa, me ayudó a conseguir algunos trabajos temporales y me regaló a mi gatita Milú para ayudarme a salir de la . Y Fabián, mi actual pareja, es la persona más importante para mí”, reconoce. Sin embargo, su situación no deja de ser frágil: ambos carecen de empleo estable y eso les impulsa a buscar un futuro lejos de Bogotá.
“Estábamos muy mal económicamente, por eso decidimos migrar al Ecuador. Vendimos algunas de nuestras pertenencias, compramos varias chaquetas y llaveros para vender, y nos montamos en un bus hacia Ipiales”, resume Camila. Al bajar, un rato antes del amanecer, reciben la primera mala noticia del viaje: el costo habitual del taxi hasta el paso fronterizo es de doce dólares, pero a ellxs les exigen veinte. Y sobre el límite del país y de sus recursos, sin registrar su ingreso en migraciones, invierten la misma cantidad de dinero en dos boletos hacia Quito.
A poco andar, un retén policial detiene el transporte para verificar los documentos y el equipaje de sus ocupantes. El aire se tensa cuando el oficial responsable observa a Camila: el género y la imagen en su cédula ya no la representan. Sin rodeos ni sensibilidad, le indica que debe salir del vehículo y regresar por donde vino. Fabián y sus dos mascotas pueden seguir adelante, pero no ella. Para el vigilante fronterizo, una perra y una gata tienen mejores posibilidades de atravesar la frontera ecuatoriana, es decir más derechos, que una mujer trans venezolana.
“Nos bajamos y le dije a Camila que fingiera volver, para ganar tiempo. Enseguida nos alcanzó otro bus al que ya habían revisado: le dí al controlador nuestros últimos diez dólares y una chaqueta para que nos deje subir. Ella vino corriendo, se trepó y así pudimos viajar hasta Quito. Ese policía no tuvo nada de humanidad”, sentencia Fabián. En situaciones así, el destino no regala oportunidades. Hay que robárselas para seguir adelante.
María Gabriela Alvear (Diálogo Diverso) reflexiona sobre la necesidad de que el Ecuador aplique una visión de Estado con enfoque de géneros.
Destino: hay un nosotrxs al final del arcoiris
Rebek, Robert y Camila están por fin en Quito. Sus trayectos e inicios en la ciudad han sido muy diferentes; el punto en común es que lxs tres tenían otros objetivos en mente al dejar Venezuela. Pero Robert cuenta con el apoyo de varixs familiares y amigxs, mientras que ambas mujeres carecen de una red semejante. Rebek, además, está sola: “Llegué y no sabía qué hacer, así que me puse a vender golosinas en los medios de transporte y en el semáforo de las avenidas de los Shyris y Naciones Unidas, en el centro-norte de la ciudad. Fue muy duro, los hombres me decían cosas horribles desde los carros”, se indigna.
Durante el día, Rebek trajina en busca de generar algún ingreso económico; por las noches, duerme en una gasolinera cercana. Acaso aturdida por sus tragedias recientes, no atina a solicitar la asistencia humanitaria que numerosas organizaciones ofrecen a las personas en su situación. Pero lo peor, para su autoestima, es el forzoso abandono del tratamiento hormonal. Recordar la imagen que le devolvía entonces el espejo, vuelve a provocarle estremecimientos de disgusto.
Hasta que la casualidad se disfraza de pequeño milagro: un antiguo compañero de la universidad, también residente en Quito, la reconoce y la invita a compartir el departamento que arrienda con su novio. Una vez que ellos continúan su ruta migratoria, Rebek vuelve a quedar sola, pero esta vez con un sitio al que puede llamar hogar. Y desde allí, donde vive todavía, inicia una etapa de esforzada recuperación: “Como no conseguía trabajo lavé ropa, fregué pisos y limpié baños hasta que me contrataron en una agencia de viajes. Pero nunca abandoné mi sueño de volver a la danza, a dar clases, al arte”, subraya.
La ocasión de retomar ese rumbo se la ofrece el programa formativo Pro Diversidad, que la organización Diálogo Diverso convoca cada año. En ese espacio de capacitación, las personas LGBTIQ+ en situación de vulnerabilidad pueden combinar y desarrollar sus fortalezas para materializar sus proyectos. Al momento de participar de esa iniciativa, a fines de 2021, Rebek sólo tiene acceso parcial a un ordenador con conexión a internet, así que toma apuntes manuscritos y pide ayuda a sus conocidos de la Universidad de Los Andes, en Mérida, para realizar la presentación final.
“Cuando anunciaron mi nombre entre los premiados, no lo podía creer. Ahora estoy más cerca de iniciar mi escuela de danza y modelaje. Y si yo pude, con todo lo que me pasó, muchxs más pueden también”, se entusiasma. Luego de ese estímulo, consigue un nuevo trabajo en un canal de televisión local y se inicia como maquillista profesional, otra de las habilidades fortalecidas a lo largo de los talleres.
“El 70% de las personas entrevistadas expresó que en su país de origen no habían trabajado en el oficio que actualmente desempeñan. En los grupos de discusión, plantearon que sus trabajos actuales son un oficio ocasional para sobrevivir, que no corresponde con las oportunidades profesionales y personales de sus trabajos anteriores en su país de origen, con lo que han estudiado o con sus expectativas de vida”.
(“Sentir que se nos va la vida – Personas LGBTI+ refugiadas y migrantes de Venezuela en Colombia, Ecuador y Chile”. R4V, Barranquilla, 2020).
Pablo Solís (CARE Ecuador): información oportuna y desarrollo de procesos de integración para las personas en situación de movilidad humana.
A pesar de la contención que le brindan los familiares de su pareja, Robert tampoco logra ejercer su profesión al establecerse en Quito, el 14 de febrero de 2019. Un poco a causa del creciente desempleo general; y otro poco, porque legalizar su título universitario en Ecuador se le hace imposible, ante la falta de algunos requisitos que no puede gestionar a distancia. “Con Iván hicimos trabajos que nunca imaginamos: cargamos bolsas de papas y zanahorias en un mercado por cinco dólares al día, vendimos plantas energéticas, participamos de cuanto curso de emprendimiento encontramos… En ese momento yo tenía 48 años y no había -tampoco hay ahora- muchas alternativas para gente de mi edad; pero queríamos independizarnos económicamente y tener nuestro propio espacio para vivir”, explica.
De manera casi inadvertida, esa búsqueda incesante los involucra también en tareas de voluntariado, con colectivos que protegen los derechos de las personas en situación de movilidad humana y de la comunidad LGBTIQ+. La colaboración con quienes se hallan en circunstancias similares a las suyas, pasa a ser su principal mecanismo de integración en el nuevo entorno. Porque, aunque atraviesan algunas situaciones discriminatorias, a pocos meses de su arribo empiezan a descubrir que la vida en Quito les agrada lo suficiente como para quedarse.
“De las personas que mencionan conocer los derechos a la no discriminación que plantea la Constitución del 2008, el 48,0%, considera que a partir de dicha norma, se cumplen los derechos de la población LGBTI, así como de quienes han mencionado conocer las reformas al Código Penal, el 49,3% considera que esto ha servido para sancionar a las personas que violan los derechos de la población LGBTI”.
(“Estudio de caso sobre condiciones de vida, inclusión social y cumplimiento de derechos humanos de la población LGBTI en el Ecuador”. INEC, Quito, 2013).
Análisis de Javier Benalcázar (Fundación Ecuatoriana Equidad), sobre las principales dificultades de la población LGBTIQ+ migrante al llegar a Quito.
“Nos han negado arriendos por nuestro acento, o por ser una pareja gay, pero finalmente conseguimos un departamento en la zona de Cotocollao, al norte de Quito”, celebra Robert. En la cercana Administración Zonal La Delicia, gracias al impulso de dos funcionarias de la Secretaría de Inclusión Social, consolidan su inclinación hacia la labor comunitaria. Así, participan de la creación de fundaciones o se integran a algunas ya existentes, en busca del espacio que les permita compartir saberes y experiencias con otras personas. Cuando les invitan a sumarse a la Asociación Civil Lluvia de Arcoiris, todas las piezas se acomodan: pronto, el vicepresidente y el presidente se retiran de sus funciones, y el resto de lxs integrantes decide que Robert asuma el rol directivo.
Desde entonces, la energía de hacer e imaginar se le desborda en cada palabra y en todos los gestos. Convenios con organismos internacionales; incidencias en escuelas y colegios para prevenir la homofobia, la xenofobia y el acoso; asistencia a personas que viven con VIH, víctimas de violencia y población LGBTIQ+… “El último año hicimos también una campaña llamada ‘Un arcoíris para Navidad’ con el apoyo de Lilas en Acción, Fundación CORDIS, SECAP y ACNUR Ecuador, en la que repartimos ropa, juguetes y almuerzos a 150 familias en situación de calle. Fue algo muy conmovedor, pero para este año queremos llegar a 500 familias”, anticipa, y se enorgullece del próximo lanzamiento de la Red Somos, que articulará a diez organizaciones de población venezolana en Ecuador con ACNUR, para realizar actividades conjuntas.
Camila Díaz no ha pisado, todavía, el sendero solidario que Rebek Torres y Robert Tigrera ya comenzaron a recorrer. Pero conoce el valor de las organizaciones de la sociedad civil y de la cooperación internacional -como la Fundación Ecuatoriana Equidad y HIAS Ecuador, que la recibieron en sus casas de acogida-, y sabe que desea seguir esas huellas. “Me encantaría trabajar en hogares de ancianos, o en el cuidado de animalitos, como devolución de la ayuda que me dieron estas instituciones”, repite Camila, mientras su mirada se pierde entre las nubes amenazantes de este octubre, pródigas en truenos y lluvias. Aunque cree descubrir un matiz luminoso en esas gotas que ya se descuelgan del techo común.
Lejos, los tajos abiertos de las trochas y carreteras ven pasar muchedumbres invisibles, que caminan sin descanso en busca de algo que siempre está más allá; acaso el tesoro al que conduce el arcoíris. Un breve agujero en la densa capota de nubes quiteñas, permite atisbar el azul del cielo y un reflejo de sol crepuscular, que amaga con pintar la apacible estela multicolor, bandera de las diversidades. Al final de ella, el oro oculto se corporiza en un nosotrxs. Siempre.
Producción realizada en el marco de la Sala de Formación y Redacción Puentes de Comunicación III, de Escuela Cocuyo y El Faro. Proyecto apoyado por DW Akademie y el Ministerio Federal de Relaciones Exteriores de Alemania.
*Jorge Basilago, periodista y escritor. Ha publicado en varios medios del Ecuador y la región. Coautor de los libros “A la orilla del silencio (Vida y obra de Osiris Rodríguez Castillos-2015)” y “Grillo constante (Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti-2018)”.
Edición: Edgar López / Ela Zambrano.
Realización audiovisual: Andrea Moreno.
Fotografías: Andrea Moreno / Camila Díaz / Rebek Torres / Robert Tigrera / CARE Ecuador / Diálogo Diverso / Javier Benalcázar / Unsplash.
Excelente trabajo. Un reportaje que muestra 3 historias, 3 pensamientos, 3 reslid, des duras, complejas, pero que evidencian el sentido de resiliencia y el entusiasmo ( Dios adentro) de toda persona que posee sueños, ideales, propósito. Todxs merecemos respeto, nclusón y una sociedad de derecho a través de una vida digna, es lo que debe prevalecer ante cualquier cosa. Gobiernos y sociedad deben impulsar y fomentar la empatía, la no violencia y sobre todo, el amopr y respeto por el prójimo. Mu buen trabajo Jorge,