La decisión gubernamental de explotar el petróleo que yace en el subsuelo del Parque Nacional Yasuní pone en riesgo muchas cosas. Además del inevitable impacto ambiental contra una de las áreas de mayor diversidad en el mundo y lugar de vida de pueblos no contactados, también profundiza algunas prácticas negativas en cuanto al debate público y político en el Ecuador.
Esta semana, el portal de noticias ecuadorinmeditato cita el contenido de un informe de “Secretaría de Inteligencia”, hecho público, aclara el mismo portal, por el presidente de la República, Rafael Correa, respecto de las manifestaciones sociales en varias ciudades en contra de la explotación petrolera en el Yasuní.
Según la versión noticiosa, el informe cuantifica que en 12 días se han producido 38 manifestaciones con un total de 1569 personas en todo el país a un promedio de 26 personas por evento. Habrá que esperar otra estadística con las marchas del 27 de agosto en Quito y Cuenca. ¿Significa que el poder político ha puesto en funcionamiento un sistema de vigilancia social con asombrosa precisión? De ser así, estamos ante un modo de ejercer el poder que no admite la protesta en las calles pero practica al máximo la vigilancia sobre las personas.
El mismo informe, anota el portal, contiene los nombres y apellidos de personas concretas, sus filiaciones políticas, sus nacionalidades, sus espacios de vida cotidianos. Aquí cabe una segunda pregunta ¿Cuál es la intención del poder político al exhibir su capacidad de identificar a cada uno de sus detractores? Quizá enviar un mensaje atemorizante de que en cualquier momento y lugar es capaz de saber quién lo cuestiona.
Lo público, vale recordarlo, tiene una doble dimensión: física y simbólica. La primera está compuesta por los espacios cotidianos de convivencia social, mientras que la segunda es el lugar de circulación e intercambio de ideas y visiones del mundo. En el espacio público conviven, con mayor o menor tensión, los modos de hacer con los modos de pensar.
En otras palabras, lo público es el lugar físico o simbólico donde las personas se manifiestan políticamente ya sea para apoyar o para cuestionar un determinado orden social. Desde esa perspectiva, la decisión oficial sobre el Yasuní parece indicar que el espacio público en el Ecuador ha dejado de ser un lugar de afirmación y expansión de la propia voz ante los demás para convertirse en un espacio de riesgo y exposición ante el poder.
La mirada vigilante deshumaniza al vigilado porque lo convierte en objeto de información y le niega su condición de sujeto de comunicación.
Entre los argumentos del gobierno a favor de la explotación petrolera en el Yasuní está el que sólo se afectará el uno por mil de ese territorio. Resulta extraño entonces que le parezca tan peligrosa la presencia en las calles de una cantidad de manifestantes calificada por el oficialismo como minúscula. ¿Significa que cuando se trata de su política extractivista el uno por mil de afectación ambiental es insignificante y cuando se trata de las protestas sociales un porcentaje mucho menor de personas es insoportable?
El caricaturista Bonil interpreta humorísticamente esta suerte de fundamentalismo estadístico del gobierno y dibuja a un médico que le explica a una mujer que no se preocupe porque está embarazada “tan solo por el uno por mil de los espermatozoides”. Con menos habilidad humorística, yo añadiría que una persona también puede morir cuando le cortan el uno por mil de sus arterias vitales. ¿Acaso las estadísticas ayudaron a evitar el exterminio de los pueblos tetetes y sansahuaris hace cuatro décadas? ¿Será que la complejidad de la vida de los tagaeri y taromenane que habitan el Yasuní puede ser explicada y preservada desde la simpleza de un porcentaje?
Pero a lo que iba, en el Ecuador se ha consolidado una fórmula de confrontación peligrosa: cada manifestación de los sectores sociales se expone a un enfrentamiento con una contramanifestación oficialista; cada voz disidente se expone a un escarnio público por parte del máximo representante del poder político; cada investigación periodística se expone a un enjuiciamiento por parte de la autoridad que se considere injuriada; parece que la vieja confrontación entre ricos y pobres ha mutado en una confrontación entre gobernantes y gobernados.
La decisión de explotar el petróleo del Yasuní viene a ser una vuelta de tuerca más en esta dinámica de control político y social donde el espacio público, físico y simbólico, deja de ser un lugar de expresión de la diversidad, de reafirmación del ser político, para convertirse en un espacio de riesgo y de exposición ante un poder político hiperracional e hipercontrolador, que pone toda su energía en mostrarse infalible en sus actos e implacable con quien lo ponga en duda.