Publicado en Pikara Magazine
Febrero 22 de 2017
“Tenemos una relación muy cotidiana, diaria, de pertenencia con la tierra. En la selva todo sale de la tierra, es nuestra fuente de vida, no tenemos otra fuente de ingreso. El hecho de que todo el desarrollo y el mantenimiento de la familia dependa del territorio provoca que cuando todo eso se ha visto amenazado, las mujeres nos hemos organizado para salir a demandar respeto por nuestra forma de vida” Katy B. Machoa
Se acerca la hora del almuerzo y a Rita no le queda leña para cocinar. Armada con un hacha y una gran cesta, esta mujer kichwa de alrededor de 30 años camina cinco minutos en la espesura de la selva amazónica ecuatoriana en busca de un árbol que talar. Tras varias decenas de poderosos golpes, el tronco del árbol cede ante la fuerza de la mujer. Con la frente empapada en sudor pero con un rostro que apenas refleja el esfuerzo, Rita continúa tajando la madera para obtener leña que pueda transportar de vuelta a casa. Una vez terminada la faena, cuelga la cesta en su cabeza y, ayudada de los fornidos músculos de su cuello y espalda, carga la pesada madera a través del camino que serpentea entre ríos, quebradas y demás obstáculos selváticos. Al llegar de vuelta a su vivienda, prende el fuego para cocinar, no sin antes haber recogido suficiente agua del río para preparar la sopa de pescado con que alimentará hoy a sus hijas, a su marido, a sus suegros y a sus huéspedes. Rita, además, se ha ocupado de mantener limpia su casa y de ir a la chacka a recoger yuca para elaborar chicha, la bebida preferida de los habitantes de su comunidad. Aparte de todas sus obligaciones cotidianas, Rita también ocupa un cargo político: es una de las líderes de las mujeres de Sarayaku, una localidad de la Amazonía sur de Ecuador que resiste frente a la explotación petrolera desde hace más de 30 años.
Las mujeres del Pueblo Originario Kichwa de Sarayaku han jugado un papel crucial en la resistencia de su comunidad frente a los intentos de extracción de la riqueza energética escondida en las entrañas de su territorio ancestral. Situadas siempre en la primera línea de las marchas, cargando a sus bebés en sus espaldas o en sus úteros, las warmis (mujeres en lengua kichwa) han alzado su voz para decir “¡No!” al extractivismo y al patriarcado. Es la doble lucha de las mujeres indígenas de Sarayaku, decididas a resistir tanto a la explotación petrolera pretendida por el Estado ecuatoriano como al patriarcado ancestral que enfrentan en su comunidad.
“Las mujeres tenemos el mismo corazón y el mismo cuerpo que los hombres, lo único que no tenemos es barba”, afirma Corina Montalvo, moradora de Sarayaku de 83 años. “Antes nos llamaban warmi sami, es decir, mujeres que no pueden hacer nada. Pero eso fue hace mucho tiempo, en un tiempo de ignorantes”, recuerda esta mujer cuyas arrugas de la frente esconden la sabiduría de quien ha contemplado en primera persona el paso del tiempo. “Decían que las mujeres eran para cocinar, para lavar, para hacer chicha y leña, que eso era trabajo de mujeres. Pero después nosotras supimos que no era así y dijimos que los hombres también tenían que trabajar. Los hijos son de los dos, así que ellos también tienen que criarlos”, remata.
Esta aguerrida y veterana luchadora de Sarayaku fue una de las impulsoras de la primera gran movilización de la comunidad. Corría 1992 y, como en toda América Latina, en el ambiente sobrevolaba la sombra del 500 aniversario del inicio de la conquista española. Varios pueblos amazónicos de Ecuador marcharon caminando desde Puyo hasta Quito para reclamar al Gobierno del entonces presidente Rodrigo Borja la legalización de sus títulos de propiedad sobre los territorios que ocupaban. Fueron las mujeres las que convencieron a los hombres de caminar los casi 250 kilómetros de distancia y 2.000 metros de desnivel que separan la capital de la oriental provincia de Pastaza de la urbe andina donde tiene su sede el Gobierno de Ecuador.
“Largo tiempo pasamos para llegar a Quito, duro era caminar. Fuimos 5.000 personas, muchas mujeres, algunas viejitas, otras llevaron a sus hijos y otras estaban con su barriga”, cuenta Montalvo, una de las 1.600 habitantes de Sarayaku, comunidad a la que solo se puede acceder navegando durante más de tres horas por el río Bobonaza o mediante avioneta.
Una de las mujeres que caminó sosteniendo a su hijo fue Narcisa Gualinga, quien hoy tiene 72 años. “Los hombres querían ir en bus, pero no teníamos dinero, no querían caminar. Las mujeres los convencimos para andar. En el camino, los urkorunas (kichwas de los Andes) nos apoyaron, nos dieron comida y mantas”, rememora esta mujer de esbelta figura y mirada profunda, una de las fundadoras de la pionera Asociación de Mujeres Indígenas de Sarayaku (AMIS). Fue la hermana mayor de Narcisa, la histórica líder Beatriz Gualinga, quien alzó su voz frente al mandatario Borja. “Tanta gente que eran estudiados y sabían hablar muy bien el castellano, ella no sabía bien, pero ella habló con el gobierno”, declara Narcisa. “Beatriz habló muy fuerte. Le dijo al presidente, en kichwa y todo, que solo para ganar votos ustedes hacen algo. Fuerte le gritó”, asegura Montalvo.
Resistencia contra el extractivismo
El liderazgo de las mujeres de Sarayaku se mantuvo a lo largo del tiempo. De poco sirvieron los títulos de tierra conseguidos en 1992 cuando, una década más tarde, la petrolera argentina Compañía General de Combustibles (CGC) ingresó al territorio comunal sin permiso de sus habitantes para iniciar la exploración sísmica en busca de crudo. La compañía, con la connivencia del Estado ecuatoriano, colocó 1.400 kilos de explosivos en diferentes puntos del territorio, con el objetivo de abrir líneas que permitieran dilucidar dónde se encontraba el petróleo. Al detectar la presencia extraña, las mujeres y los hombres de Sarayaku se pusieron en marcha.
“Cuando entró la empresa petrolera en 2002 nos fuimos a luchar. Las mujeres nos reunimos para decidir quiénes íbamos a ir y quiénes se iban a quedar. Nos tocó abandonar a nuestros hijos en casa. Descuidamos las chacras y toda la cosecha se perdió en la lucha”, cuenta Ena Santi, actual dirigente de la Mujer en el Consejo del Gobierno Autónomo de Sarayaku, conocido como TAYJASARUTA. “Yo justo en ese tiempo estaba embarazada de nueve meses de mi hija Misha, pero igual caminé”, manifiesta sentada en su casa de madera, situada en un extremo de la plaza central de la comunidad. “Entre 20 mujeres agarramos una canoa y nos fuimos al lugar donde había aterrizado un helicóptero con trabajadores de la empresa. Agarramos a los trabajadores y los trajimos al centro de la comunidad. También cogimos a unos militares y les quitamos las armas. Nosotras solamente teníamos lanzas”, explica Santi, que anteriormente fue secretaria de AMIS, organización que más tarde pasó a llamarse Kuri Ñampi (Camino de Oro, en kichwa).
Finalmente, la comunidad consiguió expulsar a la petrolera de su territorio, pero no se quedó ahí. Sarayaku denunció al Estado frente a la Corte Interamericana de Derechos Humanos por haber permitido la entrada de CGC sin realizar una consulta a la comunidad. En 2012, el Tribunal falló a favor de los kichwas, obligando al Estado a pedir disculpas públicas y a llevar a cabo una consulta previa, libre e informada a los habitantes de la comunidad antes de iniciar cualquier proyecto petrolero en su territorio.
Aunque Sarayaku ganó la batalla, sus mujeres han continuado con su lucha tanto dentro como fuera de la comunidad. El pasado 8 de marzo de 2016, coincidiendo con el Día Internacional de la Mujer, cientos de warmis de siete nacionalidades indígenas salieron a las calles de Puyo para protestar contra la reciente concesión de los bloques petroleros 79 y 83, que afectan parcialmente al territorio de Sarayaku, al consorcio chino Andes Petroleum.
Mujeres kichwas, waoranis, záparas, shiwiar, andoas, achuar y shuar dejaron clara su intención de combatir las aspiraciones extractivistas del Ejecutivo de Rafael Correa y de las petroleras chinas Sinopec y CNPC. “Estamos dispuestas a proteger, defender y morir por nuestra selva, familias y nación”, declararon las mujeres zápara, representadas aquel día por una de sus lideresas, Gloria Ushigua.
Pese a que durante sus primeros meses en el Gobierno se alineó con el movimiento indígena y las organizaciones ecologistas, Correa no tardó en alejarse de ellas y continuar con el legado extractivista de sus antecesores. El fin de la iniciativa Yasuní-ITT en 2013, que pretendía mantener el petróleo bajo tierra en una de las regiones más biodiversas del mundo, y la apuesta decidida por la minería a gran escala en la cordillera del Cóndor, el valle de Íntag o en los páramos de Kimsakocha han marcado los últimos años en el poder del líder de la “Revolución ciudadana”.
Desde 2015, además, se ha recrudecido la represión de la protesta indígena. En agosto de ese año tuvo lugar el paro nacional promovido, entre otras organizaciones, por la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE), que se saldó con más de un centenar de personas detenidas. Solo en Saraguro, una comunidad kichwa andina, 12 mujeres indígenas fueron arrestadas y procesadas por haber participado presuntamente en el corte de una carretera.
Asimismo, el Estado ecuatoriano también ha actuado contra las oenegés aliadas con los pueblos indígenas frente al extractivismo. En diciembre de 2013, el Ministerio del Ambiente disolvió la Fundación Pachamama acusando a sus integrantes de haber instigado una protesta violenta en el marco de la XI Ronda Petrolera del Sur Oriente. En la cordillera del Cóndor, una región ubicada entre las provincias amazónicas de Zamora Chinchipe y Morona Santiago, el Ejército desalojó las comunidades shuar de Tundayme y Nankints para dar paso a dos megaproyectos mineros. En diciembre de 2016, el conflicto entre los shuar y el Gobierno escaló tras la muerte de un policía en un campamento minero de la empresa china ExplorCobres S.A. (EXSA). El Ejecutivo responsabilizó a los shuar del asesinato y declaró el estado de emergencia en la provincia de Morona Santiago, iniciando una campaña de detenciones a varios líderes indígenas de la zona y promoviendo sin éxito el cierre de la histórica ONG Acción Ecológica.
Una lucha diaria
En su revuelta cotidiana contra el patriarcado ancestral, las mujeres de Sarayaku han logrado prohibir la venta de alcohol dentro del territorio. Como en muchas comunidades indígenas de América Latina, el alcoholismo supone un grave problema que no solo atenta contra la salud de los hombres que lo padecen, sino también contra la integridad de las mujeres que reciben los golpes de sus ebrios maridos. Siguiendo el ejemplo de las mujeres zapatistas de Chiapas y su Ley Revolucionaria de Mujeres, las warmis de Sarayaku consiguieron restringir la distribución de alcohol, exceptuando la chicha, la bebida tradicional de yuca que ellas mismas fermentan con su saliva.
“Los hombres toman trago y empiezan a agredir a las mujeres porque no tienen conocimiento. Por eso se puso el reglamento de que no vendan aquí alcohol. Las mujeres tuvieron que luchar mucho en las asambleas para que los hombres lo aceptaran”, narra Abigail Gualinga, una joven de 20 años que pertenece a la nueva generación de mujeres luchadoras de Sarayaku. Su madre, Marina Gualinga, asevera que no van a permitir que se consuma alcohol porque “las mujeres sufren y quedan con los ojos morados”.
“Una vez, las mujeres encontraron una caja con cinco galones de trago, lo llevaron al frente de toda la comunidad y lo tiraron al suelo, prendieron un fósforo y lo quemaron todo”, relata Marina, de 59 años.
Las mujeres de Sarayaku, al igual que las mujeres mayas bases de apoyo zapatistas, consideran una importante victoria la prohibición del alcohol en sus comunidades. Aunque esta restricción no ataja las desigualdades derivadas del sistema patriarcal, sí mejora sustancialmente las condiciones de vida de las warmis. En su libro Mujeres de maíz escrito desde la selva Lacandona, Guiomar Rovira expone que “los malos tratos a las mujeres están directamente relacionados con el alto consumo de alcohol”. La misma autora recoge también el uso que se ha dado tradicionalmente al licor en América Latina: “El alcohol ha sido junto con la religión y las armas una forma de control y subyugamiento de los campesinos e indígenas pobres. Su consumo ha sido celosamente cultivado por patronos, caciques y demás explotadores”.
Gran parte de los esfuerzos de las mujeres indígenas organizadas tiene como objetivo resistir frente al patriarcado originario ancestral que pauta los roles de género en sus comunidades. Según Lorena Cabnal, indígena xinca de Guatemala y teórica del feminismo comunitario, el patriarcado ancestral es “un sistema milenario estructural de opresión contra las mujeres originarias o indígenas”.
El caso de Sarayaku no es el único en Ecuador en el que las mujeres han tomado un rol protagónico en la defensa de sus cuerpos y de sus territorios ancestrales. En un país donde seis de cada diez mujeres han sufrido violencia machista, otros pueblos amazónicos como el waorani o el zápara también han visto cómo sus féminas han dado un paso al frente. Desde su puesto como dirigente de mujeres de la CONAIE, Katy B. Machoa revela la razón principal por la cual las mujeres amazónicas están tan decididas a luchar. “Tenemos una relación muy cotidiana, diaria, de pertenencia con la tierra. En la selva todo sale de la tierra, es nuestra fuente de vida, no tenemos otra fuente de ingreso. El hecho de que todo el desarrollo y el mantenimiento de la familia dependa del territorio provoca que cuando todo eso se ha visto amenazado, las mujeres nos hemos organizado para salir a demandar respeto por nuestra forma de vida”, revela.
Mientras las mujeres tienen esa relación muy cercana con la tierra por ser las encargadas de cuidar la chakra y criar a sus hijos, muchos hombres han tenido menos problemas para renunciar a su estilo de vida y aceptar un trabajo asalariado. “En la Amazonia, los hombres se van a trabajar a las petroleras o a las mineras, lo que ha significado una fuerte división en el núcleo familiar y en la organización política indígena. Esta situación afecta mucho a la mujer porque cuando el hombre migra, la mujer queda como cabeza de familia”, expresa Anamaría Varea, coordinadora del Programa de Pequeñas Donaciones del PNUD en Ecuador.
En Sarayaku, tanto mujeres como hombres han participado activamente en la protección de su territorio frente a las iniciativas extractivistas. No obstante, existe todavía desigualdad en el acceso a cargos políticos. A pesar de que la lucha de Sarayaku dura ya más de tres décadas, solo en los últimos años las mujeres han tenido acceso al consejo de gobierno comunitario. Asimismo, pese al liderazgo que han tenido las warmis en la resistencia contra la explotación petrolera, apenas una mujer ha sido elegida hasta ahora como presidenta del gobierno autónomo de la comunidad. Así pues, tanto en la lucha política como en la lucha cotidiana, a las mujeres les queda todavía mucha batalla que dar.
Mientras tanto, mujeres como Rita continúan levantándose a las cuatro de la madrugada para preparar el desayuno a sus criaturas y mandarles al colegio, caminar hasta sus chakras para quitar las malas hierbas y regresar cargando cestas llenas de yuca, plátano o papaya. Rita, como tantas otras warmis, sigue preparando la chicha y saliendo a la ciudad a manifestarse contra las injerencias del Estado y de las empresas petroleras en su territorio. Rita, cuya placenta está enterrada en la tierra de Sarayaku que la vio nacer, no ceja en su empeño de defender el territorio que sus abuelas le legaron y que ella aspira a ceder intacto a sus nietas. Y Rita, además, ansía dejar de tener miedo cuando vuelve de una marcha porque, como recuerda Machoa, “los hombres no tienen el temor de que alguien les espere en la casa después de su actividad política y las golpee, pero las mujeres sí”.
* Periodista freelance e investigador https://twitter.com/jaimegsb