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miércoles, mayo 1, 2024

La historia del LSD. ALBERT HOFMANN, ALUCINACIONES DEL BUEN BURGUÉS. por Fernando Lobo

ALBERT HOFMANN, ALUCINACIONES DEL BUEN BURGUÉS

Fernando Lobo Avispero <www.avispero.mx>

¿Habíamos tomado en serio algo con lo que sólo se puede jugar, o al revés?

Walter Bogt

La historia del LSD Albert Hofmann Gedisa, 2006

 

Basilea, Suiza:

“El viernes pasado, 16 de abril de 1943, tuve que interrumpir a media tarde mi trabajo en el laboratorio y marcharme a casa, pues me asaltó una extraña intranquilidad acompañada de una ligera sensación de mareo. En casa me acosté y caí en un estado de embriaguez no desagradable, que se caracterizó por una fantasía sumamente animada. En un estado de semipenumbra y con los ojos cerrados (la luz del día me resultaba desagradablemente chillona) me penetraban sin cesar unas imágenes fantásticas de una plasticidad extraordinaria y con un juego de colores intenso, caleidoscópico. Unas dos horas después este estado desapareció.”

La descripción del incidente se encuentra en un reporte que el químico Albert Hofmann, investigador  en  la sección farmacológica de los laboratorios Sandoz (hoy Novartis), redactó para su jefe, el profesor Stoll. De hecho, la saga del descubrimiento de los efectos síquicos producidos por el LSD-25, está construida a modo de ofrecer explicaciones. El científico pretende mostrar los hechos desde su perspectiva. Desde entonces se han escrito ya demasiadas estupideces al respecto en los diarios.

Jünger también escribirá sobre esa jornada en Acercamientos, con el autocontrol de quien toma el té. Demasiada exquisitez para mi gusto. La última vez que probé el ácido, terminé buceando en mi tinaco.

En esos días las investigaciones de Hofmann se restringían a buscar un fármaco antihemorrágico útil en obstetricia, quizá un estimulante para la respiración y la circulación que el monstruo farmacrático pudiese colocar en el mercado. Por eso trabajaban manipulando esa sustancia. Esas “apariciones misteriosas” del 16 de abril hacen sospechar a Hofmann de una acción tóxica externa: “… quizás un poco de la solución de LSD había tocado la punta de mis dedos al recristalizarla, y un mínimo de sustancia había sido reabsorbida por la piel”. Para ir al fondo de la cuestión, se decide por el autoensayo. Imagínenlo ahora con la bata puesta, sus dos asistentes y su libreta de notas. El científico comienza a registrar los efectos iniciales con sobriedad propia de su oficio: “17:00hrs: comienzo de mareos, sensación de miedo. Perturbaciones en la visión. Parálisis con risa convulsiva”.  Después ya no puede ni hablar. Y si hubiese sabido lo que hoy muchos ya sabemos, tal vez no habría decidido volver a casa en bicicleta: “Todo se tambaleaba en mi campo visual y estaba distorsionado como en un  espejo alabeado. También tuve la sensación de que la bicicleta no se movía”.

Hofmann está totalmente drogado. Ya en casa, las cosas se ponen feas. Su entorno se transforma de modo aterrador, todo gira en su habitación, los objetos familiares se ven amenazantes, su vecina es una bruja malvada y artera con una mueca de colores. Hombre prudente, el científico bebe leche para desintoxicarse y llama al médico. Éste acude y no encuentra anomalías: pulso, presión sanguínea y respiración normales, pero se le ocurre una buen idea: llevar al investigador a su cama. Ahí el miedo va cediendo y gradualmente da paso a sensaciones de agradecimiento y felicidad. Hofmann comienza a gozar del espectáculo con sus ojos cerrados: “Lo más extraño era que todas las percepciones acústicas, como el ruido de un picaporte o un automóvil que pasaba, se transformaban en sensaciones ópticas”. Al despertar, se encuentra de buen humor y sin resaca.

Alguien en Harvard descubre que Leary está repartiendo la droga entre los estudiantes del campus. La fiesta ha comenzado.

De vuelta al laboratorio, los directivos de Sandoz no ocultan su entusiasmo ante el informe de Hofmann. La dosis mínima activa de la sustancia se calcula en 2 microgramos, lo cual suena a buen negocio en el mercado de la terapia siquiátrica, así que el departamento de farmacología pasa a la etapa de experimentación con animales. Gracias a eso ahora sabemos que si drogas con ácido a los gatos, éstos le temen a los ratones, los chimpancés ignoran las jerarquías de manada, los peces nadan de lado y las arañas, en dosis bajas, hacen telarañas más precisas. ¿Y qué justificación cartesiana hay para matar un elefante con 27 microgramos de ácido?

Pero Hofmann ya pensaba en otro tipo de sujetos experimentales. En 1951 organiza una ingesta con el ensayista Ernst Jünger, quien no es un novato en esto de los alcaloides. Los dos gentiles se drogan bajo la supervisión de un médico mientras escuchan el concierto para flauta y arpa de Mozart. Jünger también escribirá sobre esa jornada en Acercamientos, con el autocontrol de quien toma el té. Demasiada exquisitez para mi gusto. La última vez que probé el ácido, terminé buceando en mi tinaco.

Hofmann, el exquisito, sostiene un prolífico intercambio de cartas con Aldous Huxley, autor de Las puertas de la percepción, un ensayo central sobre el tema alucinógeno que aborda la posibilidad de emplear estas sustancias como llaves de acceso a formas profundas de conocimiento. En su novela Un mundo feliz, en cambio, el soma es la perfecta droga de domesticación social. El escritor, por cierto, muere de un cáncer respiratorio. En la dolorosa agonía escribe un recado para Laura Huxley, su esposa y compañera de viajes visionarios: “LSD… inténtalo… intramuscular… 100 mg”. Laura aplica la medicina. El científico lo narra.

En 1962 el banquero retirado Gordon Wasson ya ha financiado investigaciones para demostrar que las drogas enteógenas propiciaron el nacimiento de las culturas. Invita a Hofmann a una expedición a la sierra mazateca. El científico lleva consigo frascos de silocibina sintética. María Sabina, quien “tenía un rostro inteligente y con expresiones sumamente cambiantes”, sorprendida ante la afirmación de que el espíritu del hongo se hallaba retenido en comprimidos, acepta de inmediato hacer una consulta. Ella misma toma del fármaco. Transcurrida media hora, la chamana de Huautla murmura que a las píldoras les falta el espíritu. ¿Cómo podíamos presentar en semejante situación una explicación científica?, se pregunta Hofmann. Debe actuar rápido, así que opta por repartir píldoras adicionales. Al final, en el texto, Sabina dirá que no hay diferencia entre el hongo y la pastilla.

En 1963 Hofmann recibe en su laboratorio el detallado informe sobre las investigaciones del doctor Thimoty Leary, responsable del Departamento de Relaciones Sociales de la Universidad de Harvard, mientras la empresa Sandoz recibe un pedido de 100 gramos de LSD-25. La inmensa cantidad se justifica por la extensión de los experimentos de psicología en reintegración de presidiarios y generación de experiencias místicas en teólogos y sacerdotes. Luego alguien en Harvard descubre que Leary está repartiendo la droga entre los estudiantes del campus. La fiesta ha comenzado.

Ése, según Hofmann, es el “problema” que obliga a dar explicaciones. Ésa fue la causa de que la edición original de su libro se titulara Mein Sorgenkind (Mi niño problema), y la razón de sus propias atribulaciones: “Esta alegría por la paternidad del LSD se vio empañada cuando, después de más de diez años de investigación científica y aplicación médica no turbada (sic), el LSD fue arrastrado a la poderosa ola de toxicomanía que comenzó a extenderse hacia fines de la década de los cincuenta en el mundo occidental y sobre todo en Estados Unidos”. Para el buen científico burgués que se droga escuchando a Mozart en los Alpes suizos, la masificación descontrolada del consumo significa “toxicomanía”. “Me había imaginado que fuera de la medicina se interesarían por el LSD los filósofos, los artistas, pintores y escritores, pero no amplios grupos de legos”.

En 1966 Sandoz congela las entregas para investigación en universidades y Estados Unidos prohíbe el uso del fármaco. Mein sorgenkind se publica en 1977. Tal vez el científico no acabe de dar explicaciones, pero logra un recorrido alucinante del pensamiento occidental en su frágil encuentro con lo incomprensible.

Fernando Lobo (Ciudad de México, 1969) es narrador, periodista y ensayista. Su más reciente novela es Contacto en Cabo (2009).

 

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