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sábado, abril 27, 2024

¿CUARENTA AÑOS DE DEMOCRACIA? Por Alfredo Espinosa Rodríguez

Cuatro décadas de una democracia secuestrada por la dictadura de la corrupción, cuyo clímax lleva los apelativos de “Arroz Verde” y “Lucas Majano”, y a la vez dolida por la sodomía causada por el autoritarismo verde flex que dejó todo menos la “mesa servida”, nos llevan a reflexionar sobre el tipo de democracia que heredamos a nuestras hijas e hijos y la necesidad de reinstitucionalizar el país.

Conmemorar este pasado oprobioso, el de la corrupción electoral y la genuflexión de la justicia ante el dictamen del ahora autoexiliado expresidente Rafael Correa es casi tan oprobioso como celebrar la ruptura consecutiva de la voluntad popular en las urnas a través de los vericuetos legales y las interpretaciones antojadizas de la Constitución, realizadas por los representantes de la “partidocracia”, quienes decidían poner y sacar mandatarios en nombre de la estabilidad de la República y la nación.

Decisiones que vale anotar eran elucubradas por la élite política asentada en El Cortijo y ejecutadas por sus vasallos en el antiguo Congreso Nacional, el del “hombre del maletín”, los gastos reservados, los cenicerazos, las golpizas, las alianzas contra-natura y la legitimización anticonstitucional del interinazgo presidencial de “cinturita” (Fabián Alarcón).

Es esa democracia administrada por misóginos civiles y militares la que degradó la imagen política de la mujer al mero espacio de la tarima y al de acompañante protocolaria y silenciosa en actos oficiales. La misma que impidió a Rosalía Arteaga asumir la Presidencia de la República mucho antes de que los feminismos ultraizquierdistas desnuden sus pechos en el Pleno del Parlamento como estrategia para visibilizar sus luchas y discursos. Entonces la violencia política contra la mujer –ahora pregonada como verborrea para justificar la ignorancia y la desidia política de algunas lideresas- no existía en el imaginario de demócratas y pseudo-revolucionarios, blanco-mestizos e indígenas.

Frente a este relato poco halagador para el onomástico de la democracia ecuatoriana, cabe preguntarnos: ¿Hasta qué punto a los ecuatorianos nos gusta vivir en democracia? Y ¿En qué medida el país cuenta con referentes democráticos? El Estado de propaganda verde flex personificó y limitó la democracia a la figura del mandatario populista que hacía carreteras, hospitales, viviendas; que “posiblemente robaba” –sí- pero “estaba bien porque todos los gobiernos y funcionarios públicos roban”. Ese es el referente democrático que todavía añoran algunos comensales del paternalismo sanduchero a los que el prófugo de la justicia se les llevó sumas iguales o mayores a las del feriado bancario de Jamil Mahuad.

Los reacomodos institucionales y el devenir de los acontecimientos en el país han dictaminado que la brújula moral y política de la República –en tiempos de Lenín Moreno- señale con dirección a una transición incierta en donde posiblemente la democracia sea una vez más reducida al mero acto del sufragio, el proselitismo burdo, la proliferación de partidos de papel y la recolección de firmas (con o sin conocimiento de los firmantes) sobre los cuales han germinado a placer los pútridos autoritarismos de izquierda y derecha que representan el caldo de cultivo al que ahora se abona la desconfianza que sienten los ciudadanos a que se respete su voluntad electoral.

Sí hemos tenido cuatro décadas de democracia a la ecuatoriana, es decir, maltrecha y vilipendiada por la clase política del país y los propios ciudadanos que la alimentan. No obstante, la contracara de esta ruindad es una tradición incólume en defensa de los derechos humanos y cuestionadora a ultranza de los crímenes perpetrados por la delincuencia organizada con bandera política de revolución o del terrorismo de Estado disfrazado de orden y progreso. Asimismo, la presencia del movimiento indígena en las calles llenó el vacío que dejó una élite sindical vetusta y hasta cierto punto acomodada a costa de sus propias bases. En sí, la sola presencia organizativa de los pueblos y nacionalidades indígenas en la calles dotó de significado al concepto de participación.

En todo caso, lejos de embriagarnos en celebraciones y festejos por estos 40 años de democracia, los ecuatorianos debemos tener una mirada crítica frente al presente y el pasado vergonzante; solo así podremos aspirar a construir una democracia de acuerdos y no de componendas; de participación y no de sumisión; de libertades e igualdades sin sacrificar a quemarropa el porvenir de nuestra descendencia.

*Magíster en Estudios Latinoamericanos, mención Política y Cultura. Licenciado en Comunicación Social. Analista en temas de comunicación y política.

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