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¿ES FELIZ DIOS? por Leszek Kolakowski

Prodavinci  <www.prodavinci.com>
8 de Enero, 2013

La primera biografía de Siddartha, el futuro Buda, revela que por mucho tiempo él no fue consciente de la desdichada condición humana. Hijo de la realeza, tuvo una  juventud de placeres y lujos, rodeado de música y delicias mundanas. Ya era un hombre casado cuando los dioses decidieron iluminarlo. Un día vio a un anciano decrépito; más tarde, el sufrimiento de un  hombre muy enfermo; luego un cadáver. Sólo entonces pudo comprender cabalmente la existencia de la ancianidad, el sufrimiento y la muerte –todos los aspectos dolorosos de la vida de los cuales había estado ajeno-. Al verlos decidió retirarse del mundo, convertirse en monje y buscar el sendero que lo condujera al Nirvana.

Podemos suponer, entonces, que era feliz mientras desconocía las sombrías realidades de la existencia; y que, al final de su vida, después de una larga y ardua travesía, él obtuvo la genuina felicidad que se encuentra más allá de la condición terrena.

¿Puede describirse el Nirvana como un estado de felicidad? Aquellos que, como el presente autor, no sabemos leer las antiguas escrituras budistas en forma original, no podemos estar seguros; la palabra “felicidad” no aparece en las traducciones. Es también difícil estar seguros de que el significado de palabras como “consciencia” o “yo” corresponda a su significado en las lenguas modernas. Se nos dice que el Nirvana implica el abandono del yo. Esto podría llevarnos a suponer que puede haber -como afirma el filósofo polaco Henryk Elzenberg- felicidad sin un sujeto; simplemente felicidad, no vinculada con la felicidad de alguien en particular, lo cual parece absurdo. Pero nuestro lenguaje es inadecuado para describir realidades absolutas.

Algunos teólogos han afirmado que podemos hablar de Dios sólo por vía de una negación: señalando aquello que Él no es. De manera similar, quizá no podemos saber lo que es el Nirvana y sólo podemos afirmar lo que no es. Sin embargo, es difícil estar satisfechos con una mera negación; nos gustaría decir algo más. Y si asumiéramos que se puede hacer alguna afirmación acerca de lo que es estar en el estado de Nirvana, la pregunta más difícil  sería: ¿Está una persona en tal condición consciente del mundo que la rodea? Si no es así –si ella está completamente aislada de la vida en la tierra— ¿de qué tipo de realidad forma parte? Y si está consciente del mundo de nuestra experiencia, debe estarlo también del mal y del sufrimiento. Pero ¿es posible estar consciente del mal y del sufrimiento y, no obstante, ser perfectamente feliz?

La misma interrogante surge en relación con los felices residentes del cielo cristiano. ¿Viven ellos en total aislamiento de nuestro mundo? Si no, si ellos están conscientes de la desdicha de la existencia terrena, de las cosas atroces que ocurren en el mundo, sus partes diabólicas, su maldad, su dolor y sufrimiento, ¿cómo pueden  ser felices en cualesquiera de los significados reconocibles de dicha palabra?

(Debería aclarar que no estoy usando la palabra “feliz” en un sentido que pudiese denotar tan solo “contento” o “satisfecho”, como en la oración “¿está usted feliz con este asiento en el avión?” o “estoy muy feliz con este emparedado.” La palabra felicidad posee un rango muy amplio de sentidos en inglés; en otras lenguas europeas su significado es más restringido, de allí el dicho alemán “I am happy, aber glücklich bin ich nicht.”)[1]

Tanto el budismo como el cristianismo sugieren que la liberación final del alma es también la serenidad perfecta: una paz total del espíritu. Y la serenidad perfecta es equivalente a una perfecta inmutabilidad. Pero si mi espíritu se encuentra en un estado de inmutabilidad, de tal forma que nada pueda influirlo, mi felicidad será como la felicidad de una piedra. ¿Queremos realmente afirmar que una piedra es la perfecta encarnación de la salvación y del Nirvana?

Ya que ser verdaderamente humano implica la capacidad de sentir compasión, de participar en el dolor y la alegría de otros, el joven Siddhartha pudo haber sido feliz, o más bien pudo haber disfrutado su ilusión de felicidad, sólo como resultado de su ignorancia. En nuestro mundo ese tipo de felicidad les es posible únicamente a los niños, y de hecho solamente a algunos de ellos: un niño menor de cinco años, digamos, miembro de una familia amorosa,  sin experiencia de grandes sufrimientos o de la muerte entre sus seres cercanos. Un niño así tal vez pudiera ser feliz en el sentido que aquí considero. Más allá de los cinco años probablemente seamos demasiado mayores para ser felices. Podemos, por supuesto, experimentar placeres  fugaces, momentos de asombro y de gran encanto, incluso sentimientos eufóricos de unidad con Dios y el universo: podemos conocer el amor y la alegría. Pero la felicidad como condición inmutable no nos es accesible, excepto quizá en los muy raros casos de verdaderos místicos.

Tal es la condición humana. Pero ¿podemos atribuirle felicidad al ser divino? ¿Es feliz Dios?

La pregunta no es absurda. Nuestro parecer convencional sobre la felicidad es la de un estado emocional de la mente. Pero ¿es Dios sujeto de emociones? Ciertamente se nos dice que Dios ama a Sus criaturas, y el amor, al menos en el mundo humano, es una emoción. Pero el amor es fuente de felicidad cuando es correspondido, y el amor de Dios es correspondido, sin duda alguna, únicamente por algunas de sus criaturas: algunos no creen en su existencia, a otros no les importa si existe o no, y otros lo odian, acusándolo de indiferencia frente al dolor y la miseria humanos. Si Él no es indiferente, si más bien, es sujeto de emociones como las nuestras, debe entonces vivir en un estado de tristeza constante al ser testigo del sufrimiento humano. No es su causante, y no las desea, pero es impotente ante todas las desdichas, los horrores y atrocidades que la naturaleza ocasiona a las personas o que ellas se infligen entre sí.

Por otra parte, Dios es perfectamente inmutable, no puede perturbarse ante nuestro sufrimiento; debe, por lo tanto, ser indiferente. Pero si es indiferente ¿cómo puede ser un padre amoroso? Y si no es inmutable, entonces participa de nuestro sufrimiento y se entristece. En cualquiera de ambos casos, Dios no es feliz ningún sentido comprensible para nosotros.

Estamos obligados a admitir que no podemos concebir a un ser  divino, omnipotente, omnisciente, conocedor de todo en sí mismo y a través de sí mismo (y no como algo externo a él),  y al mismo tiempo indiferente ante el dolor y el mal.

El verdadero Dios de los cristianos, Jesucristo, no fue feliz en ningún  sentido reconocible. Se hizo carne y sufrió, compartió el sufrimiento de sus semejantes y murió en la cruz.

En suma, la palabra “felicidad”, no parece ser aplicable a la vida divina. Pero tampoco lo es a los seres humanos. Esto no se debe solamente a que experimentemos sufrimientos. Lo es también porque, aun cuando  no suframos, o seamos capaces  de sentir placer físico o espiritual y de vivir instantes más allá del tiempo,  en el “eterno presente” del amor, no podemos olvidar jamás la existencia del mal y la desdicha de la condición humana. Participamos del sufrimiento de otros: no podemos eliminar la anticipación de la muerte o las tristezas de la vida.

¿Debemos, entonces, aceptar la sombría doctrina de Schopenhauer de que todos los sentimientos agradables son puramente negativos; esto es,  son ausencia de dolor? No necesariamente. No hay razón para afirmar que las cosas que experimentamos como buenas –el goce estético, la dicha erótica, los placeres físicos e intelectuales de todo tipo, la plática enriquecedora y el amor de los amigos – deben ser consideradas como pura negación. Tales experiencias nos fortalecen; nos hacen más saludables espiritualmente. Pero ellas no pueden hacer nada ante el malum culpae o el malum poenae, el mal y el sufrimiento.

Hay, obviamente, personas que se consideran a sí mismas felices porque son exitosas: son saludables y ricas, sin carencias, son respetadas (o temidas) por sus vecinos. Tales personas  podrían creer que sus vidas son la felicidad. Pero esto no es más que autoengaño e incluso ellos, periódicamente al menos, se dan cuenta de la verdad. Y la verdad es que son un fracaso, igual que el resto de nosotros.

Aquí podría formularse una objeción. Si hemos absorbido verdadera sabiduría en grado sumo, podríamos creer, como Alexander Pope, que lo que es, es lo justo. O, como Leibniz, que vivimos en el mejor de los mundos lógicamente posibles.  Y si, además de aceptar intelectualmente algo como lo que acabo de señalar, si además de simplemente creer que  el mundo debe ser justo porque está bajo la constante guía de Dios, también sentimos en nuestros corazones que ello es así, y experimentamos el esplendor, la bondad y la belleza del universo en nuestra vida diaria, ¿no podemos entonces afirmar que somos felices? La respuesta es no; no podemos.

La felicidad es algo que podemos imaginar pero no experimentar. Si pudiésemos imaginar que el infierno y el purgatorio no existen más, y que todos los seres humanos, cada uno de ellos sin excepción, han sido salvados por Dios y disfrutan de la dicha celestial, sin carencias, perfectamente satisfechos, sin dolor ni muerte, entonces podríamos concebir que su felicidad es real y que las tristezas y sufrimientos del pasado han sido olvidados. Tal condición puede imaginarse, pero jamás ha sido vista. Jamás ha sido vista.

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