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jueves, mayo 2, 2024

La vida de un hermano y la resurrección de nuestros sueños

Por Tomás Rodríguez León*

“Hernán, el incansable soñador, terco trabajador comprometido”, dice Anna Peres.

Creíamos  que  nuestros sueños habían “muerto” porque la realidad los había consumido y que los tiempos de victoria se habían agotado  de tanto intentar ayudar a otros.

Ni siquiera los mejores de los nuestros,  imaginaron  magnitud y alcance de anhelos sembrados que dieron cosecha. Pero se dieron por la consecuencia  persistente del amor. Sabemos ahora que nunca se entiende un sueño en su grandeza más que cuando se quiere a un ser humano y a su obra.

Se va un hijo de Leónidas Proaño parido en las entrañas suburbanas de Guayaquil y miles de hombres, mujeres, niños y desposeídos lo despiden con cantos de liberación y fe. Despacio, muy despacio, fue gestándose la vida de un corazón acelerado cuyos ojos alegres no se entristecían nunca ante la penuria o hacían caso omiso a la inercia de la pena, porque él actuaba con prontitud ante la tristeza ajena.

“Estamos donde estamos porque, primero, queremos estar; y luego, porque debemos estar y dios quiere que estemos ahí”.
Hernán Rodríguez León

Cara de  sueños que se diversificaron, mirada pura que afectándose de tanto amor   nunca  se infectó de dolor. Pescador de otros hombres, creía que el revolucionario estaba inspirado en profundos sentimientos tiernos y que solo así, solo así, se peinan los sueños para no arrugarlos.

Sus cabellos militantes se platearon sin caerse, idéntico que Leónidas y en su pecho una cruz le recordaba a diario la canción que cantaba  al pecho llevo una cruz y en mi corazón lo que diga Jesús y todos los días, todos los años, todas las décadas fue sembrando casas y escuelas para los niños y jóvenes pobres en la convicción que así y solo así se hacia la revolución, aprendida en la tienda roja y negra que nunca renegó, aclarando eso si que antes era comunista cristiano y ahora era cristiano comunista.

Nos estamos volviendo viejos, nos estamos muriendo,  pero la vida de la mejor gente que se nos va adelantando, nos traza una raya al piso para recordarnos que la estrella y en algunos casos  que la cruz,  sigue siendo la luna primeriza del estío que vence nuestro otoño.

La gloria anónima  a veces irrita porque el mundo en guerra perpetua, en dolor crónico, en odio  omnipresente, requiere que se conozca a esta  gente que ama de tal manera para que la pedagogía del amor y del ejemplo cambien el destino humano. Pero nuestros anónimos hermanos que nunca se dejaron seducir por el poder, mueren como vivieron; pobres entre los pobres, humanos entre los humanos, obreros entre los obreros y se van en acrática esperanza.

Atraparé una de tus utopías entre mis manos, tal vez sea suficiente para mostrarle al mundo una vida consagrada, porque por ti aprendí cómo caminan los sueños. Yo necesito caminar un poco más.

Por tí aprendí a conocer lo que quisiste y a contradecir al poeta que dijo: que el peor de los delitos es no ser feliz. Para ti el peor de los delitos es no ser solidario o ser un sueño marchito.

“Atraparé una de tus utopías entre mis manos, tal vez sea suficiente para mostrarle al mundo una vida consagrada, porque por ti aprendí cómo caminan los sueños. Yo necesito caminar un poco más”.


*Por Tomás Rodríguez León, epidemiólogo, profesor de bioética y epistemología.


La Línea de FuegoFotografía: Archivo familiar.

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