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PROGRESISMO, POPULISMO E IZQUIERDA. Por Juan Cuvi

Septiembre 13, 2016

El concepto de progresismo ha entrado en disputa en América Latina. Entre la manipulación de los gobiernos populistas y el desconcierto de la izquierda, queda poco margen para entender –y mucho menos para definir– a qué mismo se refiere.

En esta disputa, los primeros llevan las de ganar. Para ello echan mano de una retórica fuertemente posicionada desde la propaganda oficial, así como de un clientelismo rampante que genera adhesión popular en las urnas. Repartir los excedentes de la bonanza sin afectar en lo más mínimo la estructura histórica de acumulación de capital ha demostrado ser un buen negocio político.

El problema estriba en la propia ambigüedad del término. En el Ecuador, por ejemplo, fue acuñado como mediación ecléctica entre el conservadurismo y el liberalismo radical a finales del siglo XIX, con el único propósito de frenar la revolución encabezada por Alfaro. Y eso que este era, desde la lógica de la modernidad, el más conspicuo abanderado del progreso en el país.

La dominación oligárquica en América Latina siempre planteó un dilema entre modernidad y pre-modernidad, dilema que fue saldado, en muchos casos, con la idea de progreso. Conservar el statu-quo implicaba no solamente mantener los privilegios de las élites, sino abogar por el atraso y la desigualdad como formas de identidad. Modernizar el país era, en tales circunstancias, una estrategia para romper con esas estructuras de dominación rancias y obsoletas.

La izquierda latinoamericana se planteó el desafío de entrar en la modernidad a través de la puerta más difícil –pero más directa– de la revolución. Difirió en los medios más que en los fines. En ningún momento cuestionó que la modernidad y el progreso podían albergar contenidos intrínsecamente contrarios a los ideales de igualdad que pregonaba. Avanzar por la inexorable senda de la historia era un imperativo, no solo doctrinario sino moral. Y en este tortuoso camino, todos aquellos que llevaban la misma dirección eran aliados.

Los límites a las opciones radicales y los innumerables fracasos de las luchas revolucionarias empujaron a la izquierda hacia fórmulas más moderadas. Entre ellas, inclinarse hacia el centro ideológico como necesidad electoral, no solo para captar un nuevo universo de votantes, sino también como medida para superar dogmas viejos y anquilosados. De allí surgieron los acuerdos con los sectores denominados progresistas.

Dos consecuencias provocó este viraje. La primera, un alejamiento de postulados básicos como la lucha anti-sistémica, no únicamente contra el capitalismo sino contra todos los distintos sistemas de dominación impuestos por la modernidad (ecológico, cultural, patriarcal, etc.).

La segunda consecuencia –optar por el populismo– fue desastrosa. Del reformismo se pasó al más pedestre pragmatismo; de la racionalización del capitalismo se pasó a su descomposición. El populismo es la más eficaz herramienta del capitalismo informal: sin reglas, sin límites, sin controles.

En su célebre análisis sobre el imperialismo, Hanna Arendt sostiene que el capitalismo “aventurero” fue la alternativa de las economías continentales europeas para salir de la devastadora crisis de sobreproducción de mediados del siglo XIX. La colonización de África y Asia permitió exportar los excedentes de capital a zonas sometidas a regímenes de relativización jurídica. Los empresarios europeos hacían en las colonias lo que la ley y la opinión pública no les permitían hacer en sus respectivas metrópolis.

La frase de Cecil Rhodes con la que Arendt sintetiza esta etapa expansionista del capitalismo británico (“Me apoderaría de los planetas si pudiera”) muy bien puede ser aplicada a la política imperialista de la China contemporánea. Más que administraciones coloniales, lo que los chinos requieren son gobiernos populistas que garanticen la mayor impunidad posible para la realización de sus capitales. Los autodenominados gobiernos progresistas de América Latina han cumplido a cabalidad con este cometido.

 

 

 

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