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viernes, abril 26, 2024

Argentina: un festejo sin fronteras

Copa Mundial de Fútbol 2022

La Línea de FuegoPor Jorge Basilago*

“(…) ser argentino es estar lejos” (La Patria, Julio Cortázar)

Hace 36 años, cuando Diego Maradona levantó en México la copa mundial de la FIFA, lo vi desde lejos. Muy lejos. Desde un rincón suburbano de Buenos Aires, con calles de tierra, en un televisor blanco y negro que deformaba la imagen si bajaba la tensión eléctrica (y bajaba a menudo). Aquel día, en ese preciso momento, soñé con ser periodista para no volver a estar lejos de un momento así.

Tenía por entonces casi 12 años y el festejo con mis amigos del barrio fue jugar al fútbol en la calle polvorienta, entre pozos y piedras, como si estuviésemos en el estadio Azteca. Cada uno eligió el nombre de un jugador argentino para representar: todos queríamos ser Diego, por supuesto, pero hubo que negociar y me quedé con Burruchaga, como buen hincha de Independiente. Ninguna madre gritó el habitual “¡adentro!” para llamarnos, aun cuando la noche convirtió a la pelota en una sombra furtiva y a los goles en accidentes. La felicidad debe parecerse a eso, a un juego sin límites.

Una semana atrás, mientras Lionel Messi celebraba con el trofeo que tanto buscó como jugador, yo ya había cumplido mi sueño periodístico pero volví a estar lejos. De Qatar y de Argentina. En Quito, donde vivo hace 15 años, no tuve problemas con la tensión eléctrica; y la moderna tecnología televisiva me trajo colores, detalles, reiteraciones y ángulos que jamás imaginé en 1986. Pero después no hubo fútbol callejero hasta la caída del sol, ni abrazo con aquellos compañeros de la infancia: Marcelito, el Flaco Walter y su papá -el Sordo Zenón, que a veces nos “entrenaba” y gritaba las indicaciones porque no se escuchaba él mismo- Sombra, el Negro Luis…

En pleno festejo, me sentí un poco más solo de lo que ya se siente cada migrante en cualquier parte del mundo. Hasta que miré a mis costados y ví las lágrimas de mi esposa y mi hijo, que nacieron en Quito pero sufrieron el partido contra Francia acaso más que yo. Ese llanto era espejo de otros miles en Bangladesh, en alguna favela brasileña, en la India, aquí mismo en Ecuador… ¿Todas esas personas, que padecieron y gozaron con el triunfo de mi selección, nacieron en Argentina? Para nada: la inmensa mayoría eligió los colores de esa camiseta porque, inexplicablemente, siente que en ellos hay algo muy suyo. Algo que no pide carné de identidad ni partida de nacimiento.

Fue entonces que recordé el verso de Julio Cortázar que cito al inicio de este texto, análogo al de Yupanqui en Los hermanos: “(…) y así nos reconocemos, por el lejano mirar”. A muchos de nosotros, sin importar la nacionalidad, nos cocieron a fuego lento en un caldero de lejanías. Como a mis bisabuelos migrantes, que vivieron gritando goles del Filtrador Stábile, de Pancho Varallo, del Feo Labruna o de Luis Artime (grandes jugadores de cuando los mundiales de fútbol eran esquivos para Argentina), pero murieron añorando una patria lejana que evocaban en lunfardo.

La celeste y blanca actual –tomen nota: “blanquiceleste” o “albiceleste” son casi  extranjerismos en las tribunas futboleras, excusas periodísticas para no repetir términos -, como muchas más a lo largo de los años, tiene raíces italianas (Lionel Messi, Nicolás Tagliafico), españolas (Emiliano Martínez, Enzo Fernández, Julián Álvarez), polacas (Paulo Dybala, Juan Foyth), irlandesas (Alexis Mac Allister)… acriolladas en la mezcla con otras muchas. Los “nuestros” pueden venir de cualquier parte, y eso incluye a los hinchas. Porque en toda circunstancia, en las más desbordantes alegrías y los más profundos dolores, nos hermanan el sentimiento y la historia común, no los documentos.

Y en este punto se desmiente aquello de que el fútbol “tapa” todo lo que de veras importa en la vida. De ninguna manera. Por debajo de la camiseta hay una piel que sufre y conoce muy bien nuestras heridas, méritos y despropósitos pasados, presentes y futuros: tenemos pendiente un abrazo con 30 mil ausencias que siguen latiendo; no olvidamos –ni lo hacen las canciones de la hinchada argentina en el propio mundial, como se ve en la imagen- que hay 650 sueños juveniles truncos y enterrados en unas lejanas islas, allá en el sur del mundo; y sabemos, aún desde lejos, que el reparto de la miseria es demasiado generoso entre nuestra gente. Pero también tenemos, como todos los pueblos, el derecho de celebrar y jugar sin límites al menos por un rato, para que el regocijo ayude a la memoria a acomodar mejor la carga.

La Línea de Fuego

Vuelvo entonces a las imágenes de la final entre Argentina y Francia, en Qatar. A esos ojos llorosos en rostros sonrientes de tantos colores y formas distintas; esos que están a mi lado frente al televisor y los otros, que me miran cómplices en el festejo a través de la pantalla, a cientos de miles de kilómetros en todas partes del mundo. Algunos alzan el trofeo, otros montan elefantes para ondear más alto sus banderas, bailan, ríen, cantan hasta la afonía… Vuelven al trabajo con la sonrisa de un triunfo que es un poco suyo, limpian ciudades enteras tras la celebración, tratan de ser los mejores y a veces lo consiguen. Se abrazan y me abrazan. Juegan con mis amigos un fulbito imaginario en la misma calle de tierra de la infancia. Tal vez, ser –o sentirse, que es la manera más hermosa de ser- argentino sea eso: aprender a estar y sabernos tan cerca, desde tan lejos.

Los “nuestros” pueden venir de cualquier parte, y eso incluye a los hinchas. Porque en toda circunstancia, en las más desbordantes alegrías y los más profundos dolores, nos hermanan el sentimiento y la historia común, no los documentos.


 

*Jorge Basilago, periodista y escritor. Ha publicado en varios medios del Ecuador y la región. Coautor de los libros “A la orilla del silencio (Vida y obra de Osiris Rodríguez Castillos-2015)” y “Grillo constante (Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti-2018)”.

La Línea de FuegoFotografía principal: Fabebook Lionel Messi

La Línea de FuegoFotografías interior: Facebook BolaVIP.

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