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EL ESCURRIDIZO ANTIMPERIALISMO DE LA IZQUIERDA. Por Juan Cuvi

17 Septiembre 2014

 

 
Como cáusticamente me decía el rector de una universidad ecuatoriana que está hasta los tuétanos de la burocracia pública, y de la interminable tramitología que les han impuesto, hoy hemos ingresado, luego de la larga noche neoliberal, al esplendoroso amanecer neoliberal. Al menos en cuanto a la educación superior se refiere. La lógica de la excelencia, el rendimiento y el éxito que viene aparejada a la reforma educativa del correísmo, no podría cumplir con mejor empeño con los postulados de la ley de la selva del capitalismo. En esencia, a lo que se apunta es a la híper elitización profesional: únicamente aquellos estudiantes que hagan gala de destreza o viveza lograrán sobresalir por encima de una multitud de relegados. De cada cien ingenieros que se formen en la universidad ecuatoriana –añadió el rector de marras–, únicamente diez alcanzarán la cumbre; los noventa restantes están condenados a ser sus esclavos. Y probablemente estos diez escogidos por la ecuación del embudo terminarán yéndose –o soñando con irse– a cumplir el rol de segundones de los profesionales del mundo industrializado.

Este agudo comentario ilustra, entre otras cosas, el dramático proceso de enajenación del discurso de la izquierda durante los últimos años. La reforma de la educación superior, por su transcendencia y peso específico en cualquier programa de gobierno, constituye un excelente botón de muestra de lo que un régimen quiere hacer. En gran medida condensa la visión que tienen los gobernantes sobre la sociedad que pretenden construir. De allí saldrán los futuros líderes, la futuras élites profesionales, los sectores medios cada vez más extensos y determinantes en el funcionamiento de la sociedad, los referentes culturales, los nuevos estilos de vida y de consumo. Por eso la izquierda, históricamente, consideró a la universidad como un terreno en disputa fundamental para su proyecto revolucionario. No obstante, hoy ese campo le ha sido arrebatado por la dinámica del mercado y, lo peor, desde una engañosa pero eficiente retórica de izquierda. Hay que reconocerlo: el gobierno de Alianza País puso en práctica la más sutil y lubricada estrategia para confundir, distorsionar y finalmente diluir la propuesta de la izquierda para la transformación de la educación. Pilares de esa propuesta como la autonomía, la solidaridad o la educación crítica han sido paulatinamente archivados en favor de los nuevos referentes impuestos por las exigencias de los empresarios.

La enajenación del discurso de la izquierda en el ámbito de la educación superior refleja –o resume– el progresivo debilitamiento de lo que ha sido su proyecto histórico. Mejor dicho, de su discurso, entendido como un sistema de ideas para explicar la realidad en un determinado momento histórico. La profunda disección del sistema capitalista, y las posibles opciones para superarlo, elementos que conforman el núcleo teórico de este discurso, terminan siendo desplazados por el pragmatismo de un proyecto –el correísmo– que pretende superar las contradicciones sociales mediante el despilfarro que le permite la abundante disposición de recursos financieros. Esta orgía de dádivas, que indudablemente generan la adhesión irreflexiva de una población compensada por sus inveteradas carencias, ha permitido que algunos apologistas del régimen acuñen absurdos conceptuales como el de “capitalismo social”, sofisma que, adaptado al campo de la física, podría servir para oficializar antinomias como la “noche soleada”. Pasamos entonces del campo de las ciencias sociales y políticas al de la poesía; o, más propiamente, al de la fantasía. (Al menos la vieja derecha tenía la habilidad y la inteligencia para vendernos la cínica muletilla del capitalismo popular, que no es otra cosa que armonizar el mundo entre empresarios millonarios y empresarios miserables, pero todos empresarios al fin).

De este modo, postulados como la transformación estructural de la sociedad son sustituidos, con el aval fervoroso de una izquierda cooptada y entregada a la molicie de la burocracia[1], por un léxico tecnocrático que destila la más convencional eficiencia neoliberal. De repente, antiguos militantes de izquierda, que hicieron de la lucha callejera su escuela de formación política, están hoy transformados en paladines del orden, la autoridad y la disciplina, lo cual hace dudar de las verdaderas intenciones de su pasado político. La demagogia populista terminó permeando, por efecto de ósmosis, los recipientes doctrinarios de los sectores más progresistas del espectro político nacional. Proclamas y prácticas de una religiosidad conservadora, moralista y pacata se montaron a horcajadas sobre el laicismo libertario heredado de la Revolución Liberal… y todo adornado con las charreteras del Viejo Luchador. Así, los neocomunistas adosados al gobierno confunden comunión con comuna, y salen a pregonar las bondades del Evangelio para justificar las decisiones más incompatibles con la democracia, ¡y hasta con los mismos principios cristianos! Audacia e ignorancia conforman una argamasa ideológica que haría sonrojar al mismísimo Carlos Marx (al alemán, obviamente).

Otro postulado que ha padecido los embates de este relativismo posmoderno es el del antimperialismo. Atrapada todavía en el simplismo ideológico de la guerra fría, la izquierda continúa asociando el imperialismo con un país y no con un sistema. Puede –como lo hacen algunos gobiernos latinoamericanos denominados progresistas– desplegar una virulenta verborrea anti yanqui, mientras hace de puente para el ingreso y la arremetida de las corporaciones multinacionales. Ve la rabia en la baba del perro y no en su mordida. Como si al interior de las empresas chinas o rusas no se manifestara el mismo fenómeno de expoliación y depredación del capitalismo. Peor aún: como si detrás de muchas de esas empresas no estuviera agazapado el infinito tentáculo de los capitales yanquis y europeos. Pero una buena parte de esa izquierda –aquella acomodada bajo el ala de estos mismos gobiernos populistas– está convencida de que mientras más despotrica contra los Estados Unidos más exorciza los demonios del entreguismo al gran capital.

Es duro admitirlo, pero la Historia suele ser decepcionante con las ilusiones políticas. Por ejemplo, aquella de creer que las confrontaciones geopolíticas entre las súper potencias obedecen a motivaciones ideológicas. Las dos guerras mundiales del siglo XX nos enseñaron que lo que prima detrás de estas conflagraciones son intereses y necesidades de control territorial. No de otro modo se explica que Stalin marchara codo a codo con los conservadores Churchill y De Gaulle, y con el ultra liberal Roosevelt, para dividirse al planeta luego de la derrota del nazi-fascismo. Y eso que Stalin podía sentir –como lo señala Hanna Arendt en su libro Los orígenes del totalitarismo– más simpatía por Hitler que por los otros tres. Es por eso, justamente, que el discurso antimperialista se vuelve cada día más difuso y ambiguo: porque no logra diferenciar las estrategias económicas que operan detrás de una multinacional de origen chino, europeo, ruso o norteamericano; porque el imperialismo es una forma de capitalismo y no el atributo de ningún país en particular. Que algunos Estados tangan mayor potestad política para viabilizar la realización imperialista del capital es innegable; pero tampoco se puede suponer que cualquiera de esos Estados actúe por sí solo, independientemente y al margen de la lógica general del sistema. Con la globalización, los Estados nacionales, por más poderosos que sean, han perdido gran parte de su capacidad rectora sobre la economía mundial.

Es esto lo que permite explicar las últimas estrategias acordadas para frenar la expansión del Estado Islámico en Medio Oriente. Inclusive se intenta llegar a acuerdos entre países con un antagonismo político e ideológico aparentemente insuperable. Lo más preocupante de este escenario, al menos desde una perspectiva de izquierda, es que el único proyecto realmente antimperialista que ha cuajado en las últimas décadas ha sido el fundamentalismo islámico, porque es un proyecto que se opone a Occidente como encarnación del sistema capitalista, y lo hace con la radicalidad e intransigencia que implica una guerra sin cuartel. El integrismo islámico aparece como la antítesis del capitalismo mundial, es la lucha de la pre-modernidad contra la agotada modernidad occidental judeo-cristiana. En tales condiciones, la guerra santa del islamismo resulta insufrible para la izquierda, porque jamás podrá aupar ni coincidir con un proyecto anacrónico, retrógrado y oscurantista, por más antimperialista que sea o parezca. En esta trágica encrucijada, un referente central del discurso de la izquierda durante el último siglo ha quedado atrapado entre la aberración del fundamentalismo religioso y la veleidad de la demagogia populista. El discurso antimperialista está perdiendo claridad e identidad.

No cabe duda que, frente a tantos dilemas y percances, la izquierda necesita reconstruir su proyecto histórico. Y esto atraviesa, en primer lugar, por la reelaboración de su discurso: qué es y adónde quiere ir. Uno de sus mayores desafíos implica la honestidad con que defina sus posturas y caminos. Repetir el prolongado y vergonzoso período de encubrimiento del estalinismo para justificar un proyecto supuestamente alternativo al capitalismo, como en su momento lo hicieron los partidos comunistas a lo largo y ancho del planeta, supone la prolongación indefinida del estado de postración, desconcierto y estupor en que se halla. Algo de esto está sucediendo cuando se disimulan muchas de las políticas reaccionarias, represivas y corruptas implementadas por algunos de los autodenominados gobiernos progresistas de la región, cobijados bajo un atuendo antimperialista. Como antaño, todo vale para espantar al cuco imperialista que, sin embargo, está metido debajo de la cama.

 

 

 

[1]    En una obra que no suele gustar a muchos marxistas (El 18 Brumario de Luis Bonaparte), Marx realiza un punzante análisis de las estrategias de cooptación y envilecimiento que aplicó Luis Bonaparte para asegurarse el manejo autoritario del poder mediante el control del aparato del Estado (de esa experiencia nació el concepto de bonapartismo para calificar a ciertos regímenes). “Y de todas las idées napoléoniennes, la de una enorme burocracia, bien galoneada y bien cebada, es la que más agrada al segundo Bonaparte. ¿Y cómo no había de agradarle, si se ve obligado a crear, junto a las clases reales de la sociedad, una casta artificial, para la que el mantenimiento de su régimen es un problema de cuchillo y tenedor? Por eso, una de sus primeras operaciones financieras consistió en elevar nuevamente los sueldos de los funcionarios a su altura antigua y en crear nuevas sinecuras”. Las similitudes con el proceso que vivimos en el Ecuador, descritas en ese texto, son impresionantes.

 

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