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miércoles, noviembre 27, 2024

ESPECIAL | Madres Selva: Verónica, lo que perdimos en el agua

En esta tercera entrega de nuestro reportaje especial Madres Selva, producido con el apoyo de Earth Journalism Network, recorremos la margen izquierda del río Coca junto a Verónica Grefa. Con apenas 19 años, Verónica fue elegida presidenta de la comunidad kichwa Toyuca, en la provincia de Orellana, sin saber lo que le esperaba: la responsabilidad de aprender a escuchar y a liderar a su gente a través de un largo confinamiento pandémico, dos derrames petroleros, un feroz proceso erosivo y dos paros nacionales con alto protagonismo indígena.

La Línea de FuegoPor Jorge Basilago*


 

Antes de la erosión, la costa del río Coca era mucho más grande en este lugar. Llegaba hasta aquellos arbolitos secos en medio del agua. Y aquí enfrente había una isla que también desapareció –describe Verónica Grefa.

De pie en la ribera actual, la joven traza una línea invisible con su dedo. Entre ella y nuestros pies caben alrededor de 38 hectáreas que ya no existen. La corriente las arrastró junto con un par de viviendas, sembradíos y animales. Formaban parte de la comunidad kichwa Toyuca, en el cantón La Joya de los Sachas, provincia de Orellana, al norte de la Amazonía ecuatoriana.

La Línea de Fuego
Vista actual del río Coca, a la altura del Centro Comunitario Toyuca. La línea de árboles secos, desde el extremo derecho al izquierdo de la imagen, señala el límite anterior de la costa. (Fotografía: Andrea Moreno)

Hoy, en el fondo del cauce, el río despliega tres lenguas perezosas que se retuercen a sus anchas. No insinúa la voracidad que Verónica y sus vecinos contemplaron, aunque la probabilidad de que vuelva a manifestarse es mucho más que un presagio. Y sus eventuales consecuencias, cada vez más graves.


Avance de la erosión en las riberas del río Coca, entre 2020 y 2023. Mueva el control deslizante de la imagen a izquierda y derecha para apreciar las diferencias.
(Imágenes satelitales: Cortesía de Adriana Morales, geóloga de la Universidad Central del Ecuador)

Sopla una brisa pesada que huele a combustible. Al veneno pegajoso que aniquila lo que antes vivía en el agua. Durante los últimos tres años, dos derrames petroleros vaciaron de peces casi toda la cuenca del Coca. Las empresas responsables afirman que la contaminación ya fue remediada. Pero los trasmallos (redes para pescar) y las familias que los echan al río por pura rutina siguen con hambre.

-Cuando alcanzamos a agarrar un pescadito está desnutrido, flaco, no tiene el sabor de antes. Y el agua está turbia –indica Verónica.

Mantiene, por unos segundos, los ojos fijos en ese flujo opaco con rumbo sur. Parece mirar mucho más allá. Como si esperase algo. Sin levantar la vista, continúa:

–A veces rezamos. Tenemos fe en que nuestro río pueda recuperarse y brindarnos lo que antes nos brindaba –confiesa, si bien sabe que la magia no simpatiza con el extractivismo.

Un río

Una corriente fresca, cristalina y rebosante de peces. Así fue siempre el río Coca: un corazón líquido en el pecho de la selva, que oxigenaba la existencia y la cultura de sus habitantes. Así lo recuerda Verónica y lo mismo le contaban sus ancestros.

-Nos juntábamos los vecinos y familiares y bajábamos a lavar, a jugar, a nadar, a atarrayar… Todo lo compartíamos –evoca.

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Otro tanto sucedía en cada poblado próximo o remoto. En las fértiles márgenes crecían sabrosos plátanos y yucas. Al ganado nunca le faltaba pastura. Las chakras y la selva eran el complemento ideal: el mercado y la farmacia al alcance de las manos labradoras y los saberes ancestrales. Era difícil suponer que eso cambiaría alguna vez.

Ni siquiera las primeras semanas de confinamiento, ante la pandemia por Covid-19, provocaron grandes inquietudes en la región. Las narraciones acerca del avance del virus en el resto del país, con su estela de muertos y desabastecimiento, chocaban contra una realidad mucho más apacible. Casi inmutable.

-Sólo nos daba miedo cuando escuchábamos o veíamos las noticias. En el área rural nos sentíamos resguardados porque contábamos con muchos recursos. Podíamos subsistir de la pesca o la cacería, era muy poquito lo que necesitábamos salir.

Las restricciones de movilidad tampoco les causaron sorpresas. Son una constante en estas comunidades, aún en condiciones “normales”. Toyuca se encuentra a unos veinte kilómetros de Orellana y a cinco de San Sebastián del Coca, en un recodo de la vía Pucuna-Lumbaqui. Sobre esa lengua pedregosa, polvorienta y despareja, el transporte público es apenas una conjetura la mayor parte del tiempo.

La Línea de Fuego
Aspecto actual de la vía Pucuna-Lumbaqui, acceso a la comunidad Toyuca. (Fotografía: Andrea Moreno)

-Si necesitamos una ambulancia, puede tardar una hora y media desde Orellana. Cuando hay alguna –alerta Verónica.

Aguardamos a un lado del camino. El tránsito de vehículos y maquinarias vinculadas a las petroleras es incesante. Pasan tres sofocantes cuartos de hora antes de que se detenga una camioneta dispuesta a llevarnos. Su conductor trabaja en la instalación de un sistema de botones de pánico en las filiales de Petroecuador, para desalentar los robos de equipamiento.

-La policía responde en 20 o 25 minutos, cuando se pulsa uno de esos botones  –celebra, mientras desde el asiento trasero no dejamos de pensar en las ambulancias.

Casi bordeamos el campo petrolero Sacha, uno de los más productivos y rentables del Ecuador. Ningún indicio de esa opulencia extractiva se filtra por la ventanilla: todo dice empobrecimiento, abandono, precariedad hecha costumbre. La voluntad humana es mucho menos pródiga que la natural. O más arbitraria.

Instantes después estamos en Toyuca. Una larga pendiente de arena oscurecida desciende hacia el río. Pegada a la orilla, apestosa a hidrocarburos, agoniza una piscina de recolección de agua, ahora inutilizada. Por todas partes asoman zapatos, botellas y otros desperdicios abandonados por las crecientes. Con su pie descalzo, Verónica hurga el suelo y rememora cuándo fue que su paisaje empezó a verse y olerse de este modo.

Una catástrofe (tras otra)

-El primer derrame llegó por sorpresa, en la madrugada del 7 de abril de 2020. Mi mami bajó a las 5.30 a buscar pescaditos para desayunar y pensó que alguna máquina había botado aceite quemado –cuenta.

Horas más tarde supieron que era crudo. Fluía desde las grietas del Sistema de Oleoducto Transecuatoriano (SOTE), el Oleoducto de Crudos Pesados (OCP) y el Poliducto Shushufindi-Quito, rotos en el sector de San Rafael, treinta kilómetros al norte; y continuó hasta surcar el Napo y otros afluentes menores. Se fundía con el agua hasta adherirse a los peces, a las personas, a la vegetación cercana. La madre de Verónica debió lavar su cuerpo y su pesca con gasolina para quitar esa película viscosa, que no desapareció por completo. Tal como sus efectos dañinos en el ambiente.

Alexandra Almeida explica las dificultades de lograr una remediación completa
ante una catástrofe ambiental.

No hubo alertas oportunas ni claridad en la comunicación de lo sucedido. Las empresas responsables y el Estado tomaron los riesgos a la ligera, y luego trataron de minimizar el hecho. Algunas publicaciones del sector hidrocarburífero jamás mencionaron el desastre: prefirieron mantener su foco en la rentabilidad del negocio. Como si bastase con voltear la mirada para ocultar a las 35 mil personas afectadas, 27 mil de ellas indígenas, en más de un centenar de comunas de Sucumbíos, Napo y Orellana.

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Las tareas de contención y remediación también fueron deficitarias. En plena pandemia, las donaciones de agua embotellada semejaban gotas en el desierto: en promedio, entre el 7 y el 29 de abril, la provisión fue menor a un litro por día y por habitante. Además, para la cultura y la espiritualidad indígenas, es insustituible el valor simbólico del contacto directo con el río. La sed o el riego admiten reemplazos más sencillos, siempre que el contexto contribuya.

-Como alternativa, empezamos a recoger agua de lluvia para beber. Pero se contamina con el polvo que levantan los carros al pasar: las petroleras usan todo el tiempo la vía Pucuna-Lumbaqui, pero nunca quisieron pavimentarla –describe Verónica.

En varias comunidades cercanas compartían ese malestar. Sabían que sus derechos al agua, a la alimentación y a la salud nunca estuvieron garantizados por el Estado, pero la deuda se hizo más evidente tras el derrame. Las brigadas sanitarias de emergencia, por ejemplo, no contaban con dermatólogos, aunque las afecciones de la piel figuran entre las más frecuentes por exposición al petróleo.

-Nunca nos brindaron atención médica completa, era una pantalla. Nos querían cambiar nuestro río por unos saquitos de comida y unos litritos de agua. Por eso decidimos presentar una acción de protección.

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Aquel recurso no prosperó, a pesar de la asesoría legal de organizaciones como la Alianza por los Derechos Humanos, Acción Ecológica y Alianza Ceibo, entre otras. Verónica repasa las infructuosas marchas, audiencias, presentaciones y traducciones de testimonios con las que expusieron sus vivencias. El juez Jaime Oña, de la Corte Provincial de Orellana, fue criticado por la lentitud y discrecionalidad de sus acciones; y en septiembre falló a favor de OCP y Petroecuador. La apelación ante la Corte Constitucional también fue rechazada, aunque el máximo tribunal decidió revisar el caso en mayo de 2021: no hubo avances desde entonces.

Por esos meses, la costa de Toyuca empezó a desaparecer. La erosión regresiva, acelerada por la retención de sedimentos de la represa Coca Codo Sinclair, había colapsado la cascada de San Rafael y provocó la fractura de los oleoductos en 2020. Ahora, además, arrastraba a miembros de las familias de la zona: impedidos de pescar y con sus cultivos arruinados, algunos hombres migraron en busca de trabajo y recursos para alimentar a los suyos. Las autoridades locales, provinciales y nacionales volvieron a mostrarse sordas o ineficaces.

Las características de la erosión regresiva en el río Coca y las dificultades para remediarla, analizadas por Carolina Bernal.

A corta distancia del sitio en que Verónica recuenta las penurias de su gente, una elevada silueta de hormigón desentona en el concierto de verdes circundante. Es una cisterna comunitaria que nunca ha funcionado. El mismo fenómeno que redibujó las orillas cercanas, dañó su sistema de captación. El Gobierno Autónomo Descentralizado (GAD) local ha anunciado planes para garantizar el acceso al agua potable en el sector, todavía sin fecha concreta de implementación.

La Línea de Fuego
Cisterna fuera de servicio, cerca del Centro Comunitario Toyuca. (Fotografía: Andrea Moreno)

-Eso es todo lo que exigimos: servicios básicos, una buena vía de acceso, que se apaguen los mecheros y que nos apoyen en temas agrícolas y con algo de infraestructura. Pero nunca nos escuchan. Nos discriminan. La explotación petrolera es cada vez mayor en la Amazonía, pero, ¿qué nos deja a nosotros?

Más contaminación. Desde 2020, Petroecuador y OCP multiplicaron las variantes en el trazado de sus oleoductos para evitar la erosión; sin embargo, en enero de 2022 la tubería de la empresa privada volvió a ceder. Este derrame fue menos voluminoso pero más agresivo. El rostro de Verónica se contrae al recordarlo. Sin contar la ironía de que en mayo de este año, OCP fue galardonada en un Congreso de Seguridad Industrial y Salud en el Trabajo.

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-Se burlan de nosotros. Por eso, la única manera de hacernos escuchar es con medidas de fuerza –dice con firmeza.

Una mujer

Verónica tiene 24 años y es presidenta de Toyuca desde septiembre de 2019. Conoció sus responsabilidades al calor de una realidad alérgica a los gradualismos: desde el momento de asumir, le correspondió liderar a su comunidad durante dos paros nacionales (octubre de 2019 y junio de 2022), el confinamiento pandémico (de marzo a septiembre de 2020), los dos derrames petroleros y el proceso erosivo del río Coca.

-Siempre fui hiperactiva, participaba en todo, por eso me eligieron. Pero ser dirigenta es una experiencia muy dura. Tuve que aprender a escuchar y a tener paciencia para tomar mejores decisiones –reconoce.

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Admite que en varias ocasiones se arrepintió de haber aceptado el cargo. Que debió superar dudas acerca de su capacidad, sospechas por su inexperiencia y cuestionamientos machistas de hombres y de mujeres. Hasta su madre trató de disuadirla, preocupada por su salud ante tantas exigencias.

-Ella tenía miedo de que me involucre en estos temas porque mi papi, cuando nuestra comunidad se estaba formando, fue tesorero de la directiva. Por un problema comunitario, él sufrió un derrame cerebral y falleció en 2004 –explica.

Tiene recuerdos incompletos de su padre. Acaso heredó su rigor en la gestión comunitaria, con la capacitación en primer lugar: la formación de una persona genera beneficios para todas. Igual que las reuniones con autoridades de gobierno, pese a que pocas veces están dispuestas a escuchar y atender sus demandas. No se frustra si eso ocurre. De su madre aprendió a ser persistente, como la mayoría de las mujeres de los pueblos y nacionalidades indígenas, para quienes la defensa del territorio y de la vida es esencia, no bandera.

Carlos Soledispa señala que el extractivismo afecta con mayor gravedad a las mujeres de los pueblos y nacionalidades indígenas.

No rendirse también es un rasgo cultural forjado colectivamente. Cada pequeño avance deriva de él: desde el bar del centro comunitario hasta el reclamo permanente por su derecho a una existencia digna y saludable. Sin embargo, Verónica siente escalofríos al pensar que, con cualquier error de criterio, puede hacer peligrar la integridad de una multitud.

-Los enfrentamientos siempre me preocupan. En los paros y plantones viene la policía, o la seguridad de las empresas, para tratar de identificar a nuestros líderes. Eso genera temor. Pero si no atienden nuestras necesidades, tenemos derecho a tomar medidas de resistencia con el apoyo de cada uno de nosotros en territorio. Esa es nuestra fuerza –argumenta, mientras iniciamos el regreso.

La Línea de Fuego
Control policial en las cercanías de Toyuca, durante el Paro Nacional de junio de 2022. (Fotografía: Archivo Verónica Grefa)

Caminamos en silencio. El ripio cruje bajo nuestros pies, como ciertas estructuras políticas cuando el pueblo se fastidia. Verónica hace gestos a otra camioneta, se detiene y subimos en el espacio de carga. Ella baja al pasar por su casa. Como Toyuca, queda detenida a un lado de la vía hasta perderse de vista. Ambas parecen confiar en un milagro terrenal que les restituya lo perdido en el agua.

“Ser dirigenta es una experiencia muy dura. Tuve que aprender a escuchar y a tener paciencia para tomar mejores decisiones”

–Verónica Grefa 


Este reportaje fue producido con el apoyo de Earth Journalism Network.

 


*Jorge Basilago, periodista y escritor. Ha publicado en varios medios del Ecuador y la región. Coautor de los libros “A la orilla del silencio (Vida y obra de Osiris Rodríguez Castillos-2015)” y “Grillo constante (Historia y vigencia de la poesía musicalizada de Mario Benedetti-2018)”.

La Línea de FuegoEdición: Ginna Morelo / Alberto Ñiquen Guerra / Ela Zambrano.

La Línea de FuegoRealización audiovisual: Andrea Moreno.

La Línea de FuegoIlustraciones: Gía Román.

Mapa/La Línea de FuegoDiseño mapa estadístico: Santiago García.

La Línea de FuegoLogística y asistente de fotografía: Leonardo Moreno.

La Línea de FuegoFotografías: Andrea Moreno / Archivo de Verónica Grefa / Adriana Morales / Web de la revista “La Voz de la Confeniae” / Web de la revista “PGE Petróleo&Gas” / Cuentas de Facebook de las personas entrevistadas.


 

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