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jueves, abril 18, 2024

Volviendo a casa

Por Samuel Guerra Bravo*

Ella es joven y agraciada, de piel bronceada y ojos profundos como el pecado. Tras el traje de seguridad y el mandil que el Covid-19 exige se le adivinan las turgencias de su juventud en su punto. Noto que se rehúsa a fijar la mirada como si la existencia misma fuera una vergüenza. Trabaja en un sitio de comidas del mercado, administrado por una señora gorda que parece haber cargado sobre sus hombros todas las malas experiencias de la humanidad.

Yo voy los sábados a ese sitio porque hacen un morocho del que me gusta el sabor inmediatamente identificable de la canela y la pimienta dulce. Para la chica soy un desconocido al que identifica porque cada sábado compra dos tarrinas de morocho, una tarrina de café y tres empanadas de viento, para llevarse a su casa. Aún no logro descubrir por qué el café del mercado sabe mejor que el de cualquier otra parte. A veces compro también una tarrina de chocolate, que sabe a gloria. Hacen además caldos de gallina y secos que espero probarlos algún sábado cuando vaya a la hora del almuerzo.

La chica siempre me atiende con una cordialidad que es una caricia en un mundo de tantos desafueros. Hemos cruzado durante meses las frases habituales entre quien compra y quien vende y no me he animado a plantear algún diálogo de otro tipo, aunque me gustaría preguntarle cosas de su vida, o de cómo ella entiende la felicidad o el dolor.

Después de unos meses descubro la razón de su mirada esquiva: está embarazada y ya no puede ocultarlo con el traje de seguridad y el delantal. Un sábado, mientras me ponía los pedidos en las tarrinas, me animo a decirle: “veo que está esperando familia, felicitaciones”. Sentí que se estremeció por dentro porque alguien, el señor del morocho, había invadido su intimidad y había mencionado algo que ella quería seguramente que fuera un secreto. Veo el esfuerzo que hace para reponerse y responder: “sí, señor, gracias”. Dudo si seguir el diálogo y luego de dos segundos vuelvo a preguntar: “sabe si va a ser varón o mujer”. Un poco más decidida me dice que la Doctora del Centro de Salud le dio la orden para un Eco, pero que no se hizo porque no tenía el dinero y porque, a fin de cuentas, “que sea lo que Dios quiera”. Sonrío y me congratulo por haber roto la barrera de silencio y lejanía con quienes, al fin y al cabo, te están ayudando a vivir.

La semana siguiente le pregunto cómo le va con el embarazo y si ya tiene todo listo para el día esperado. Me dice que sí, que ha ahorrado lo que ha podido para afrontar los gastos. Entonces se me ocurre la frase tonta: “el papá debe estar feliz”. Percibo que el mundo le da vueltas y un rictus de ira y odio se dibuja en su rostro: “¡el desgraciado desapareció después de que le dije que estaba embarazada!”. Luego de unos segundos de tensión y tratando de arreglar el mal momento, me invento otra pregunta: “disculpe, hasta ahora no sé su nombre, ¿podría decírmelo?” Me responde: “Marisol, señor” y gira su rostro hacia otro cliente.

Marisol desapareció cuatro semanas y yo la verdad extrañaba su atención y cortesía. A la quinta semana apareció y vi por primera vez una sonrisa en su rostro. “¿Cómo le fue, Marisol?”, pregunto tímidamente. “Bien, señor, todo salió bien, gracias a Dios”. (La costumbre de meterle a Dios en todas nuestras expresiones cotidianas me revuelve la mente) y me indica con un gesto de su rostro y de sus ojos negros un rincón del sitio de comidas donde duerme un hermoso bebé en una caja de cartón. “Está lindo”, atino a decir mientras pago las tarrinas de comida. Finalmente me asalta la curiosidad o la preocupación: “Dónde está viviendo, Marisol”, pregunto. “En el campo –responde–. Mis papás, que me botaron de la casa cuando se enteraron del embarazo, me perdonaron y me llevaron de vuelta”.

Me alejo con la impotencia de experimentar lo poco o nada que podemos hacer los individuos para suavizar la brutalidad del mundo y de la vida con la gente pobre. No puedo evitar un ataque de indignación, mientras me pregunto: “¡¿quién arregla esto, Dios o el Estado, maldita sea?!”

“La semana siguiente le pregunto cómo le va con el embarazo y si ya tiene todo listo para el día esperado. Me dice que sí, que ha ahorrado lo que ha podido para afrontar los gastos. Entonces se me ocurre la frase tonta: “El papá debe estar feliz”. Percibo que el mundo le da vueltas y un rictus de ira y odio se dibuja en su rostro: “¡El desgraciado desapareció después de que le dije que estaba embarazada!”.


 
*Samuel Guerra Bravo es investigador independiente. Ha sido profesor de la Escuela de Filosofía de la PUCE. Autor de libros y artículos de su especialidad.
 
Ilustración: PiedePágina.mx
 
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